La legislatura del adiós

Al pie de la Colina Capitolina, en pleno Foro romano, están las ruinas del Templo de la Concordia. Hoy, esos vestigios tapados por la escalera moderna que conduce al Capitolio, son apenas arenisca. Pero, aun así, sirven para marcar el espacio y recordar a los viandantes que allí, desde la República y durante el Imperio, se erigió este templo que celebraba la unidad del Pueblo de Roma y santificaba la paz entre los patricios y los plebeyos, al menos políticamente equiparados. En este espacio se celebraban algunas reuniones del Senado y sus mármoles escucharon discursos memorables como, en el 63 a.C., el de Cicerón contra Catilina (era ya el cuarto). Tito Livio describe cómo en el Area Concordiae se produjeron prodigios que llegaron a frenar conflictos sociales. Destruido y reconstruido varias veces, Tiberio lo convirtió en un museo de pinturas y esculturas extraordinarias, muchas de ellas traídas desde Grecia.

Espero que nuestros presidente y vicepresidente tutelado del Gobierno no tengan esta misma idea con el Congreso de los Diputados, arquitectura neoclásica muy semejante al Templo de la Concordia, con la disculpa de favorecer la milla de oro de los museos estatales madrileños. O que se les ocurra plantar allí un museo de la democracia extinta. Azaña, para darle un sueldo a Valle-Inclán, lo nombró director del inexistente Museo de la República que pensaban hacer en una zona del Palacio Real. El político le pidió al escritor que, al menos, redactara un proyecto para justificar su sueldo, cosa que jamás llevó a cabo y tuvo que ser cesado. Aunque el autor de Luces de bohemia se inventó su renuncia con gran escándalo. La piedad peligrosa, como en la novela de Zweig.

Afortunadamente, el Parlamento sigue en pie y ha sido resistente a todas las intemperies políticas. Pero en estos días fue muy gravemente zarandeado. De nuevo, como en otras épocas que creíamos ya obsoletas, han vuelto los insultos y las amenazas e incluso signos de violencia contenida. No es fácil escuchar, sin desagrado, cómo insultan a tu país y a tus instituciones democráticas que con tanto sudor y lágrimas se consiguieron después de años de guerra civil y la prolongada dictadura militar, sin que quien debiera defenderlas, el presidente del Gobierno, allí el máximo representante de la nación a la que ha prometido salvaguardar y hacer cumplir la ley, se encoge de hombros. ¿Qué ejemplo de autoridad es ese? Y, además, él mismo, en su papel institucional representándonos a todos, califica a la oposición constitucionalista como de retrógrada, catastrofista, apocalíptica y antiprogresista. ¿Acaso muchos de sus aliados no lo son? ¿Acaso el PNV, Bildu o ERC son ejemplo de progresismo?¿Acaso el peronismo de Podemos, el comunismo de Izquierda Unida y adláteres lo son? ¿Cómo no puede hablar sin vergüenza cuando, por primera vez en la historia de nuestra democracia, ha pactado con asesinos, delincuentes y populistas a sueldo de dictaduras hispanoamericanas? Pero lo más grave es que no solo el presidente ha insultado a la oposición, sino también a quienes siendo socialistas y socialdemócratas, votantes (a quienes dio el Timo de la estampita) e incluso muchos viejos militantes y simpatizantes, no compartimos sus maneras de actuar ni estos pactos contra natura con los asesinos de tantos compañeros. Nadie, y menos él, es quién para tratar de borrar y acallar determinadas ideas. Ideas de quienes, sintiéndonos gentes de izquierda y compartiendo los valores y principios que estas representan, nos insultan llamándonos fascistas. ¿Acaso los republicanos del presidente Manuel Azaña lo eran? ¿Acaso los socialistas que se enfrentaron al extremismo de Largo Caballero lo eran? ¿Acaso el presidente del Gobierno sabe la historia ya no de España, sino la del propio PSOE? Muchos de nosotros servimos al socialismo sin ser funcionarios del partido ni empleados del mismo. Cosa que él, el presidente, sí ha hecho, lo mismo que otros muchos chusqueros de la política, como la propia señora Lastra. Y cuidado con las palabras progresista y modernidad: también Heidegger las utilizó al definir al nacional-socialismo como «el encuentro de la técnica, que se ha vuelto planetaria, y del hombre de los tiempos modernos». No hay ningún sistema totalitario de derechas o de izquierdas que no haya utilizado la palabra progresista.

El aliado del PSOE en el Gobierno no es un partido político sino un movimiento destinado a reemplazar el sistema de partidos. Para ello, planea desarrollar una nueva forma totalitaria de gobierno que socavará toda autoridad tradicional. Y lo hará aprovechándose de una atmósfera general, social y política en la que el sistema de partidos, debido sobre todo a la corrupción, ha perdido su prestigio y ya no se reconoce la autoridad del Gobierno, por ejemplo, en Cataluña, y también de otra manera en el País Vasco. El presidente, dejando y permitiendo el insulto y la injuria a las instituciones del Estado, él mismo pierde su autoridad ante los ciudadanos –votantes o no suyos– que representa. También pasa a insultar a sus mayores a quienes debería respetar aunque no los escuche. Todo esto proviene de una falta de educación. Eso mismo de lo que acusa a los demás. «Hacerte valer que eres digno de tus antepasados», decía Polibio que era la educación. Y Larra hablaba del loco orgullo de no saber nada y no reconocer maestros. Buena definición para nuestro presidente. Acusa a los demás de apocalípticos cuando él mismo nos obliga a todos a atravesar este desierto acompañados de los enemigos de su propio país, que no han ocultado sus propósitos ni en los discursos en el Parlamento, y asistiendo a marchas proetarras.

No sé si estamos al final de una era y en el principio de otra. No nos debería importar, si esta nueva fuera mejor que la anterior. Pero los visos (acoso descarado al poder judicial y a la libertad de expresión) nos indican ya que no va a ser así. El que se vean nuevos rostros no muestra que lo peor de la vieja política haya muerto. ¿Reencarnación de lo peor ya vivido? ¿Qué quedará del país si se cumplen todas las promesas que ha otorgado Sánchez para su investidura? ¿Cuánto costará el ingente número de ministros, desproporcionados respecto a los gabinetes franceses o alemanes?

La hipoteca que el presidente ha asumido en nombre de todos nosotros es impagable por muchas generaciones. La destrucción del país, o al menos la primera fase de su demolición iniciada con las concesiones a Cataluña y el País Vasco junto con Navarra, nos llevará a una situación límite. Si ya hay dificultades para pagar las pensiones y los sueldos de los funcionarios en un Estado que se encuentra entre los primeros del mundo, ¿quién se haría cargo de todo esto en cada comunidad disgregada, cuyo número todavía es impredecible? Esto sí que es apocalíptico. Esto sí que da miedo o debe darlo si no se ha reflexionado todavía sobre ello. Se sabe que a Aristóteles no le gustaban mucho los políticos pues azuzaban el miedo. El miedo o el optimismo irresponsable, ya que todo esto traía consigo la ira. La ira que envenena la política democrática. Vivimos ya en un estado de ira permanente. Y esto no es bueno para la salud personal y colectiva. En El Príncipe, Maquiavelo escribe que, en el ámbito público de la política, los hombres tendrían que aprender la manera de no ser buenos. Pero, como subraya Hannah Arendt, no se dice que los políticos deberían aprender a ser malos. Sí, ganar el poder no siendo buenos, pero perdiendo la gloria.

Como la historia siempre se está a tiempo de recuperarla aunque sea acronológicamente, ya tenemos a nuestros maquiavelos, a nuestros roussonianos, a nuestros robespierres y lenines, a nuestros perones y evitas… Y de la trastienda del otro lado extremo qué decir. Ninguno de ellos –parece– necesitan para nada utilizar la persuasión. Ya toda la nación de naciones (algún día sabremos cuántas) va subiendo al vientre del toro de Falaris. Conocemos esta historia porque la menciona Aristóteles. Falaris, el tirano de Acraga en Sicilia, mandó construir un toro de bronce en donde metía a todos los que no estaban conformes con su gobierno. Hacía prender fuego y se congratulaba de que los condenados mugieran mucho más que las hecatombes de los propios toros, a través de los únicos orificios que había en las bocas y las orejas. Ya toda la nación de naciones resignada va subiendo al vientre del toro de Falaris. ¿Quién le prenderá fuego? ¿Quién lo apagará? Quizá el nuevo mago Merlín, el albaceteño nacionalista catalán, Manuel Castells, ha sido contratado para ello. ¡Que don Quijote lo ampare! O quizás mejor Sancho. Bueno, que él elija. Quizá ambos. En El gran dictador de Chaplin, un judío le dice a otro: «Siempre las cosas pueden ir a peor». Y ese otro le contesta: «A usted todavía le queda mucha imaginación».

César Antonio Molina es escritor. Ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de cultura. Autor de La caza de los intelectuales (Destino) y Las democracias suicidas (Fórcola).

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