La lengua de los pájaros

Sostiene un viejo tópico, ocasionalmente enarbolado por quienes alertan del empobrecimiento del lenguaje, que lo que no se nombra deja de existir. Recuérdese el inquietante pronóstico que Syme, responsable del diccionario de neolengua, echa al vuelo en 1984, de George Orwell: “Cada año que pasa habrá menos palabras y los límites de la conciencia serán más estrechos”. Corolario: para reducir el pensamiento, mutílese la lengua.

Lejos de contravenir el tópico, que los diccionarios no hagan sino incorporar nuevas entradas ha inclinado la postura catastrofista hacia otra hipótesis: la depauperización no se daría por defecto, sino por exceso. Muchos de los términos incluidos en el diccionario Merrian-Webster durante la presente década advierten del envilecimiento de la discusión pública (hot take —opinión controvertida—, filter bubble —filtro burbuja—) y de la crispante polarización del debate, donde los efectos de la posverdad han hecho mella (anti-vaxxer —forma despectiva y coloquial de aludir a la postura antivacunas—), así como del auge popular de la economía financiera, al socaire de la criptomoneda (bitcoin, blockchain, ICO). Si nos pusiéramos apocalípticos, fácil sería profetizar el advenimiento de la “cultura bárbara”, colonizada por el capital y encallecida por el tribalismo, postulada por Thorstein Veblen. Esto supondría desoír las heterogéneas contribuciones que, desde la alimentación (aquafaba) o el feminismo (mansplain) hasta los hallazgos neurocientíficos (haptics —háptica—) o el entretenimiento (instagramming), se han producido recientemente, pero importaría poco: el terribilismo nunca ha requerido confirmaciones factuales para infundir miedo.

También el diccionario de la RAE ha incorporado referencias al debate (buenismo, antagonizar) y al mundo virtual (cliquear, cracker) que han concitado duras críticas. Quizá por ello sorprende moderadamente el rechazo de la Academia al lenguaje inclusivo en su libro de estilo: se sigue la máxima, propuesta por su director, Darío Villanueva, de “no confundir la gramática con el machismo”. De tal suerte, la economía lingüística impondría evitar expresiones, consideradas innecesarias, como “todos y todas”.

Hay quien cuida las palabras con el escrúpulo de los coleccionistas de mariposas, que las prefieren estáticas, atravesadas por un alfiler y en perfecto estado de revista. Grandes mentes han soñado con sortear la babélica confusio linguarium accediendo a un idioma perfecto e incontaminado. Tal era la lengua matriz que Cyrano de Bergerac hizo hablar a un semidiós sentado sobre la piedra filosofal: la lengua de los pájaros. Pero no es esa la postura de los lexicógrafos, sino más bien la contraria: situándose en la orilla opuesta, dicen limitarse a hacer inventario de una realidad en devenir, un río cambiante y proteiforme en que nunca es posible zambullirse dos veces. De ser cierta esta explicación, bastaría por sí misma para postergar, al menos temporalmente, la incorporación de un lenguaje inclusivo todavía residual pero en auge. Y es que, en función de esa lógica, la Real Academia nunca habría eliminado expresiones denigratorias, no siempre en desuso, como en efecto ha hecho. Si cuesta creer que el diccionario sea un mero reflejo del habla popular es, precisamente, por la pericia que los académicos han demostrado a la hora de advertir cuándo esa imagen especular está curvada. Es por ello que el adjetivo fácil ya no alude exclusivamente a la mujer y la expresión sexo débil incorpora una marca de uso que indica su intención despectiva, al tiempo que una judiada ya no es una mala pasada ni jesuita es alguien taimado e hipócrita.

De tanto en tanto, las altisonantes declaraciones de algún académico, dispuesto a advertir del supuesto peligro que el lenguaje no sexista representa, atizan las brasas del fatalismo. Sirva la excelente salud de que goza la lengua española para sofocarlas. La liebre siempre corre más que los lebreles, y la riqueza del idioma lo hace tan inasequible a quienes se empecinan en consignarlo como a quienes, amparándose en un cierto envanecimiento, hacen oídos sordos al pueblo que lo suele fablar con su vecino.

Por supuesto, ni el desdoblamiento resulta intuitivo ni cómodo ni el lenguaje inclusivo ha de juzgarse por sus propuestas más extravagantes (el uso de la arroba en contextos formales). Valga, para rematar, una perogrullada: hay personas que siguen prefiriendo agregado a ataché y recuento a contaje, sin que les resulte problemático hacerlo; y es que aceptar algo no obliga a su uso.

Otro antiguo tópico afirma que el lenguaje construye la realidad. La noción clásica de logos spermatikos, recuperada a su manera por McLuhan y Baudrillard, sostiene que el verbo funda el mundo. Lo cierto es que no hay lengua que baste, por sí sola, para acabar con el machismo de un solo envite. Y, sin embargo, haría falta una generosa dosis de ingenuidad para negar la influencia de tantas expresiones que saltan, como pulgas, de cabeza en cabeza, condicionando nuestra mirada.

Jorge Freire es escritor y articulista.

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