La lengua en la urna

De repente, los escritores inspiran confianza. Tradicionalmente, el escritor, hombre o mujer, era para la mayoría de los ciudadanos españoles, los que no leen, y por tanto para la mayoría de los políticos, que tampoco, una figura delicada y remota, tan digna de respeto como superflua. Es tan grande la agitación interior y el desconsuelo de la ciudadanía, tan airada la indignación contra nuestros representantes con mando, que los intelectuales, inesperadamente, han cobrado un valor de uso electoral, por encima o fuera de sus obras. Filósofos, catedráticas de Humanidades, novelistas, poetas, cineastas; más que los nombres concretos, que pueden aumentar a lo largo de un año electoral abierto a los sobresaltos y los virajes, lo sintomático es el énfasis puesto en su oficio.

Apenas se repara en que Ángel Gabilondo ya fue ministro con los socialistas, que Luis García Montero es un militante y activista destacado dentro de Izquierda Unida, muchas veces en compañía de Almudena Grandes, con quien está casado, o que Carmen Amoraga, la novelista galardonada en el Nadal y el Planeta, desempeñó una concejalía en su localidad natal valenciana; en ellos, y en los demás candidatos anunciados por los partidos (Ángeles Caso, Fernando Delgado, Eva Alcón, etcétera), importa más que su compromiso ideológico su impronta.

Naturalmente, no serán los primeros dentro del llamado mundo de las artes y las letras que, caso de ser elegidos, intervengan en la gobernación de un país o comunidad. Lo hicieron en la historia del siglo XX, por citar a unos pocos, José Vasconcelos en México, Manuel Azaña en nuestra Segunda República, Václav Havel en la antigua Checoslovaquia, y más cercano a nosotros y vivo, el gran filósofo Massimo Cacciari, dos veces alcalde de Venecia; todos validaron su misión política en las urnas, como también lo hizo otro extraordinario escritor, Mario Vargas Llosa, derrotado en los comicios presidenciales de su país de nacimiento. Junto a ellos, los compañeros de viaje, los groupies, los valientemente comprometidos en causas muy específicas: Susan Sontag en Sarajevo, enfrentada en ese letal conflicto serbo-croata a otro escritor de calidad, el proserbio Peter Handke; Fernando Savater tomando iniciativas civiles y escribiendo con inteligencia y audacia contra los matones de ETA y sus asociados; o García Márquez, apoyando hasta la muerte la dictadura castrista. Este último caso es un paradigma —por la magnitud literaria del colombiano y por su aborrecible postura— de que escribir hermosos versos o novelas sensacionales no es garantía de ecuanimidad, de altura moral ni de clarividencia: estoy pensando en otros premios Nobel como Saint-John Perse, Neruda, Camilo José Cela. ¿Qué tienen entonces en la España actual las gentes de letras que las hace deseables a los dirigentes políticos y, hablo por mí, tentadoras para los votantes?

En un primer movimiento, impulsivo, podría pensarse en la frivolidad, siempre que se acepte la premisa, discutible, de que “ser conocido” sin ser leído es un timbre de gloria en nuestra cada vez más extendida sociedad del espectáculo. Recuerdo la ocasión, hace no muchos años, en que Álvaro Pombo, que apoyaba entre otros escritores a UPyD, participó en un mitin en un barrio madrileño en el que habló, en calidad de candidato del partido creado por Rosa Díez; su candidatura era al Senado, y él la juzgaba simbólica, convencido de que los votos requeridos no llegarían a su lugar en la lista (que yo voté por sintonía más pombiana que rosadiana). Pombo sería simbólico, pero su presencia en el estrado fue contundente. A mi lado, en la parte trasera del espacio al aire libre donde trascurría el mitin, una señora rondando los 40, con uniforme de enfermera bajo el chaquetón, escuchó la fogosa intervención del novelista santanderino y quedó subyugada, abriéndome espontáneamente su corazón: “Yo la verdad es que pasaba por aquí y me he quedado a escuchar a estos, sin saber quienes son. Pero el señor de la barbita… Hay que ver qué postinero. Yo, que no voto desde los 20 años, podría volver a votar a alguien que habla así y no como los políticos, y que no promete el oro y el moro, pero se explica tan bien. Me lo he de pensar. Y dice usted que este señor escribe libros. Voy a recordar su nombre y a ver si leo algo suyo”.

No todos los escritores tienen la inteligente elocuencia de Pombo, ni tampoco en los hemiciclos se oyen sólo simplezas y anacolutos; hay señorías, de todos los sexos, que son piquitos de oro, mientras que narradores de largo aliento y poetas mercuriales en la página escrita llegan a un recital o a una charla y se quedan mudos, cuando no pasmados ante el público. Y entonces, si no es la elocuencia ni la clarividencia, ¿qué puede ser?

Yo diría que es algo misterioso, como la propia literatura y toda forma de arte. Bellísima persona o truhán, la novelista y el poeta son, por naturaleza, seres imaginarios, no sólo imaginativos (en los mejores casos). Viven por la palabra y de ella se nutren, luchando por lograrla y sirviéndola, mimándola con su pleitesía y su entrega, que admite pocos rivales. Algunos escritores tienen también ideas, disparatadas a veces e incongruentes en libro, pero su aplicación, por fallida que resulte, no trae la desgracia del destinatario; a lo sumo el tedio. El lector puede abandonarles sin remordimiento, y buscar en la estantería otro título; no hay obligación de seguir atado cuatro años a un mismo autor.

En un momento en que la realidad vivida nos resulta agobiante y odiosa, desesperante y para tantos españoles desesperada, la irrupción de los fabuladores entre los obedientes al organigrama de un partido es, más que refrescante, lenitiva, aunque no nos cure de todos los males. Cuando el lenguaje de los más altos dignatarios ha caído en el descrédito, llegan los escritores, gente de palabra; hablan en otra lengua de otros mundos, incluidos los mundos irrealizados, sin duda los que más necesitamos. Pero ¿y si al final del mandato resultan, ellos también, incapaces o embusteros, y hay que quitarles la confianza y el voto? Nos habrían decepcionado en su papel de intermediarios civiles, sumándose así a los demás representantes políticos. Con una diferencia. Acostumbrados, en su mayoría, a no hacerse ricos con su oficio habitual, su regreso a la ficción, y no al escalafón, podrá reconciliarnos con ellos en el trabajo que es el suyo de siempre: la promesa de un disfrute de bajo coste y alto rendimiento emocional.

Vicente Molina Foix es escritor.

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