La lengua prostituida

Por Irene Lozano, periodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005 (ABC, 10/01/06):

EL catalán está a punto de dejar de ser la gran lengua en la que Ramón Llull describió las maravillas del mundo, Mercé Rodoreda recreó la opresiva Plaça del Diamant o Joanot Martorell narró las hazañas de Tirante el Blanco. La elite política catalana la quiere para limitar el acceso al mercado laboral de los ajenos a la tierra y para la aculturación de las nuevas generaciones, como recoge el proyecto de Estatuto. O sea, para prostituirla al servicio de sus intereses.

Hay quien ve en el idioma un instrumento de sus fines políticos, aunque por suerte aún queda mucha gente para la que una lengua es una oportunidad. El presidente electo de Bolivia ha venido a España y ha hablado en español, como hizo en Cuba y en Venezuela, a pesar de que su lengua materna es el aymara, uno de los tres idiomas oficiales de su país. Pero a Evo Morales no se le ocurriría renunciar a las oportunidades que le brinda un idioma de 400 millones de hablantes. El valor que se da al español en lugares como Bolivia no lo tiene en Cataluña o, para ser exactos, sí se lo conceden ciudadanos que llevan siglos viviendo una realidad bilingüe -pisoteada durante la dictadura franquista-, pero no las leyes elaboradas por políticos que parecen ver en ese bilingüismo una anomalía de la historia que ellos están llamados a enderezar.

Más allá de aspectos sentimentales, resulta pasmoso que se vaya a aceptar un régimen lingüístico para Cataluña que no es que sea inconstitucional, es que tritura la letra y el espíritu de la Constitución. En ella se deja muy claro que las cuatro lenguas de España no son iguales y por tanto no gozan del mismo estatus. Primero, porque una es la lengua común de todos los españoles y las otras son lenguas particulares; segundo, porque una es oficial en todo el Estado y las demás son cooficiales en sus respectivos territorios. De esas dos diferencias se deriva la tercera: existe el deber de conocer el castellano y no las demás. Esa obligatoriedad da respuesta a una realidad inapelable: el castellano es la lengua en la que se entiende un tipo de las Navas del Marqués con otro de Azcoitia y uno del Port de la Selva con uno de Cedeira. Como dijo William Blake, «una misma ley para el león y para el buey es opresión».

Con menos literatura, pero más solidez jurídica, lo expuso el Tribunal Constitucional (sentencia 84/1986), al declarar inconstitucional la obligatoriedad de conocer la lengua gallega incluida en la ley de normalización lingüística de esa Comunidad. Argumentó el TC entonces que el deber de conocimiento del idioma gallego «no viene impuesto por la Constitución y no es inherente a la cooficialidad de la lengua gallega». En cambio, decía que el conocimiento del castellano «puede presumirse en cualquier caso, independientemente de factores de residencia o vecindad», algo que «no ocurre con las otras lenguas españolas cooficiales». Sostenía por último el TC que este distinto trato «no puede considerarse discriminatorio, al no darse respecto de las lenguas cooficiales los supuestos antes señalados», es decir, el ser lengua común y oficial de todo el Estado.

Ese distinto estatus de las lenguas ha servido incluso para evitar la discriminación verdaderamente importante: la de los ciudadanos. Frente a las exigencias del Gobierno vasco de saber euskera para optar a ciertos cargos en la Administración autonómica, el TC argumentó que «sólo se puede alegar válidamente el desconocimiento de lenguas distintas de la castellana» (sentencia de 26-VI-1986).

¿Es esperable que el Constitucional mantenga ahora esta doctrina? La respuesta es: vaya usted a saber. Como tampoco podemos predecir si dará por buena la consagración del catalán como única lengua de la educación. El artículo 35 del proyecto de Estatuto establece que «todas las personas tienen derecho a recibir la enseñanza en catalán», algo que no se dice respecto al castellano, y que «el catalán debe utilizarse normalmente como lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza universitaria y no universitaria». A continuación se asegura que todo el mundo deberá conocer las dos lenguas al finalizar su educación, aunque no se sabe bien cómo van a lograrlo quienes hayan recibido toda su educación en catalán. Le dan a una ganas de ponerse caricaturesca y preguntarse si el Estatuto no pretenderá que se acabe abriendo un Instituto Cervantes en las Ramblas. Pero no lo haré porque esto es muy serio. La lengua culta sólo se aprende en las aulas: un niño de seis años entiende unas 13.000 palabras, y al final del Bachillerato, unas 60.000. Esas 47.000 palabras de diferencia constituyen la lengua culta, es decir, todo el vocabulario científico, técnico y literario que contienen los libros de texto y las lecturas escolares.

Es verdad que la inmersión lingüística lleva practicándose más de una década en Cataluña, y que la constitucionalidad de ese modelo de enseñanza fue aceptada por el TC, pero en la medida en que trataba de corregir «la situación histórica de desequilibrio» entre el catalán y el castellano, es decir, como algo temporal destinado a un fin concreto (sentencia 337/1994). ¿Sigue siendo así cuando se recoge en un estatuto, de mayor fuerza normativa y más difícil de modificar?

No faltará quien diga que el derecho a la opción lingüística estaba recogido en las leyes y lo estará igualmente en el nuevo Estatuto. Sí, y de adorno queda muy bonito. La última vez que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña condenó a la Generalitat por no informar a los padres de su derecho a elegir la lengua de la educación de sus hijos fue hace sólo unos meses. ¿No se estará buscando dejar bien atado un sistema educativo que, en su afán de exaltar los valores identitarios y simbólicos de la lengua catalana, priva a los escolares de la oportunidad que representa el castellano para su proyección en el resto de España y en el mundo?

La sociedad catalana es bilingüe se pongan como se pongan los muñidores de nacionalidades de ocasión, y la regulación de las lenguas que hace el proyecto de Estatuto no responde a esa realidad, sino que da pasos agigantados hacia el monolingüismo, que tendrá que desandar una futura generación de catalanes con mayor altura de miras. De los que hoy gobiernan no podemos esperar gran cosa: que eduquen en el aldeanismo e impongan deberes lingüísticos para utilizarlos a modo de filtro laboral -ya se viene haciendo en la Administración autonómica y quizá se intente extender a la empresa privada-. No quiero dar ideas, pero las Oficinas de Garantías Lingüísticas no auguran nada bueno. Se trata de asegurar el ascenso laboral y social a los del terruño, a los más catalanizados, a los nacidos en Lérida antes que a los de Albacete y, desde luego, antes que a los de Camerún.

Tal vez esa actitud resulte coherente con los postulados de partidos que anteponen la pertenencia tribal y la identidad a consideraciones más universales, como la dignidad humana, la libertad o la justicia, y a preocupaciones cotidianas como el salario, la hipoteca o la salud. Pero ¿lo es con el ideario de un partido que se dice socialista y obrero?