Los hermanos Rothschild hicieron su inmensa fortuna gracias a la velocidad con que recibían y emitían información. Desde luego que también contaba su endemoniado olfato financiero, su arrojo y su legendario talento para introducirse en los círculos del poder de medio planeta. Pero estas cualidades necesitaban de la velocidad para transfigurarse en el imperio que consiguieron forjar.
La fortuna de los Rothschild tiene su origen en los negocios de compra-venta que hacía en Fráncfort el patriarca, Mayer, a mediados del siglo XVIII, pero desde 1810 la familia se dedica casi exclusivamente a comprar y vender dinero.
Si rastreamos el origen de la crisis económica que padecemos, de esas operaciones financieras instantáneas que en un momento enriquecen a un individuo y ponen en jaque a un país; si tiramos de ese hilo a lo largo de la historia, llegaremos a las primeras operaciones financieras de los Rothschild.
Pongamos, como ejemplo, la batalla de Waterloo (1815). La Bolsa de Londres esperaba con nerviosismo el resultado: si ganaba Napoleón caía el valor de los bonos consolidados ingleses y, si perdía, el precio de estos bonos aumentaba. Los Rothschild, al tanto del valor que tenía la información en las operaciones financieras y, sobre todo, de que esta tenía que llegar a toda velocidad, implementaron un sistema propio de correos, donde había palomas mensajeras y personas que corrían o cabalgaban o navegaban de un lugar a otro, con valiosa información en las alforjas.
Nathan Rothschild, el hermano que llevaba los negocios en Inglaterra, fue a plantarse personalmente al puerto de Folkestone, a esperar el velero donde venía uno de sus hombres, que había embarcado en Ostende, con un periódico holandés, de tinta todavía fresca, que llevaba la noticia de que Napoleón había perdido la batalla. Nathan se desplazó a toda velocidad a la Bolsa de Londres y, en contra de la lógica bursátil que imperaba entonces, procedió a vender esos bonos que estaban llamados a subir de precio. Como era el hombre más influyente del mercado financiero, un gesto suyo bastaba para hundir o levantar una emisión, pues todos sus colegas seguían su ejemplo. Una vez hundido el valor de los bonos, un minuto antes de que fuera demasiado tarde, Nathan compró, por un precio irrisorio, un paquete enorme de esos bonos cuyo precio, al conocerse la noticia de la derrota de Napoleón, se iría a las nubes.
En aquella época la velocidad de la información era la de los caballos, la del jinete que cabalgaba llevando la noticia, hasta que unos años más tarde, también los Rothschild, comenzaron a desarrollar el ferrocarril, una máquina más veloz, que en su momento fue vista con escepticismo e incluso con temor.
El tren democratizó los viajes por tierra, pero antes, a pesar de esas bondades que hoy nos parecen tan evidentes, tuvo que vencer la reticencia de la gente que, como pasa cíclicamente desde el principio de los tiempos, recela y hasta teme a los nuevos inventos. Pensemos, por ejemplo, en la desconfianza que produce hoy el libro electrónico, que se parece a la que en su tiempo acompañó al teléfono móvil y al microondas, que emitían perniciosas radiaciones. Un temor fundamentado en la desconfianza que producen la ignorancia y la inexperiencia, parecido al que hoy acompaña a los videojuegos de la Play Station: “Te vas a convertir en asesino serial”, “te vas a volver idiota”, se le augura, sin mucho fundamento, al niño.
Para atenuar el desconcierto que producían los primeros trenes al pasar por los pueblos europeos, se contrataba un jinete que iba a todo galope en su caballo, quinientos metros por delante de la máquina, avisando a gritos que venía el tren, tocando frenéticamente una trompeta y espantando animales y gente que todavía no asociaba los rieles con la locomotora, y a esta con un porrazo mortal.
A pesar de los gritos y las trompetas de aquellos esforzados jinetes, la prensa de la época arremetía con saña contra el nuevo invento. En Austria, por ejemplo, se aseguraba que el sistema respiratorio humano no resistiría una velocidad continuada de más de 15 millas por hora sin averiarse, y que los pasajeros llegarían a su destino sangrando por la nariz, los ojos y las orejas. En Francia los periódicos vaticinaban que las chispas que producía la máquina provocarían incendios devastadores que terminarían transfigurando al país en un desierto; o que a su paso las locomotoras generarían estampidas de ganado y que el hollín que se desprendía del humo marchitaría las flores y provocaría infecciones cutáneas en los niños.
Aquel horror pasó pronto, como pasa cíclicamente con algunos inventos, y unos meses más tarde los trenes circulaban sin jinete por delante, sin pasajeros sangrantes y sin desertizar a su paso los campos. La humanidad digirió a aquel monstruo y quedó lista para el siguiente miedo.
Con el tren los negocios de los Rothschild adquirieron más velocidad, igual que la información, y que la vida misma, que a partir de entonces se desembarazó de la lentitud de escala humana y comenzó a correr desaforadamente.
En este milenio, el viaje que hacen los periódicos para llegar frente a los ojos del lector ha cambiado radicalmente, ha pasado de la velocidad del tren, de la furgoneta o del avión, a la velocidad de la Red, que es la del instante. Y cuando las noticias no tardan más que un instante en llegar, generan un vacío temporal —ese que ocupaba su desplazamiento— que obliga a producirlas, las haya o no, a la misma velocidad. Y luego hay que sumar las noticias que van montadas en la radio o en la televisión, que ya nacieron así, moviéndose con inaplazable urgencia, a esa velocidad que también se cuela por el móvil, por el ordenador y la tableta, y que termina contaminando todos los estratos de la vida.
Estamos saturados de noticias veloces, que no siempre son importantes y, quizá, sería mejor no saberlas porque consumen un tiempo, y un espacio, que podríamos aplicar en otra cosa. ¿Y de qué nos sirve a usted y a mí, personas normales que no esperamos noticias urgentes para hundir o levantar el mercado bursátil, tanta velocidad?, ¿a qué viene tanta prisa?
En la película El discreto encanto de la burguesía, del genial Luis Buñuel, un escuadrón militar departe en el comedor de una familia, en una casa campestre; charla animadamente mientras le van sirviendo la comida. De pronto, llega un mensaje de la comandancia que los obliga a levantarse precipitadamente de la mesa, y salir al campo a batirse a tiros con el enemigo. Ignorando la velocidad que acaba de imponerles la comandancia, el jefe del escuadrón ordena a sus soldados que regresen a la mesa y pide a uno de ellos que cuente lo que soñó la noche anterior. El soldado, que por lo visto posee una excepcional riqueza onírica, comienza a narrar despaciosamente su sueño y la velocidad se interrumpe, se impone la calma, se establece un territorio en el que los soldados se refugian de la precipitación y de la prisa.
Un paisaje, un acontecimiento, una experiencia vividos a toda velocidad, son distintos si se viven con lentitud: se encuentra uno con esa experiencia como si fuera la primera vez. Para conseguir esto basta con seguir los pasos del personaje de Buñuel, bajarse de la vida veloz y abrazar la vida lenta.
La lentitud. El desplazamiento a escala humana nos permite practicar la arqueología interior, hacer un viaje hacia adentro en busca de astillas y fragmentos que nos conduzcan hasta un descubrimiento crucial que termine reorientándonos la vida; un descubrimiento que difícilmente vendrá del exterior. No sé si sea exagerado decir que tanta velocidad nos impide conocernos.
La vida lenta. Hacer largas caminatas mientras se ensaya esa arqueología interior, conversar sin prisa y de manera arborescente, contar historias alrededor del fuego, observar con mucha atención, durante mucho tiempo, cómo se mueve la hoja de un árbol, o de qué forma pasa el viento sobre la hierba, porque ahí está la verdadera información, la verdadera noticia que es el misterio del mundo.
Jordi Soler es escritor.