La levedad de un manifiesto

Entre la extemporaneidad y la obviedad, el Manifiesto por la lengua común surge como tormenta de verano agitada por un texto de una singular levedad conceptual, pero asentado, eso sí, en la pesantez de los grandes nombres que lo firman y en el fervor de los medios de comunicación que avivan la débil llama. No conviene, sin embargo, que las ramas no dejen ver el bosque, o que se haga de la anécdota categoría. El Manifiesto es ponderado en sus términos, pero trae consigo implicaciones y sugerencias de un cierto riesgo: ¿está discriminado el castellano en algunas comunidades autónomas por el hecho de que se haya adoptado -desde hace tiempo- un determinado modelo de bilingüismo? ¿Inmersión, lengua vehicular significan necesariamente imposición como prioridad? Me gustaría llevar la cuestión al terreno de la lingüística y de la política lingüística. Las líneas que siguen son algo así como un, también leve, comentario del texto del MLC.

A los manifestantes les "desazona" la situación institucional del español o castellano, siendo como es la "lengua principal de comunicación democrática en nuestro país". A un lingüista podría desazonarle la posibilidad de que cualquier lengua con un reducido número de hablantes, pero susceptible de desarrollarse en plenitud, no lo consiga justamente por limitaciones institucionales. Porque las lenguas son objetos tanto del mundo natural como del cultural, y mantenerlas y dinamizarlas (lo de "protegerlas" suena más a parque zoológico) es un deber de las comunidades socio-políticas que pueden permitírselo. De ahí que aquello de que "las lenguas no tienen derechos sino los individuos" sea un falso dilema: tienen derechos las lenguas, como los tienen las matemáticas o la música clásica; y, por supuesto, tienen derechos los individuos.

Por lo demás, las lenguas no son específicamente vehículos de comunicación "democrática" (la democracia discurre a través de muchos más vehículos) sino simplemente "vehículos de comunicación" y de más cosas: de expresión, representación, simbolización, huella de la historia, etc. Así pues, los conceptos de "bilingüismo oficial" (expresión que no aparece en el Manifiesto pero que lo sobrevuela) y de "normalización lingüística" no pueden calificarse como "atropellos", son simplemente opciones de planificación lingüística históricamente establecidas en los países avanzados; del mismo modo que no son un atropello sino una opción -a lo mejor en algún caso discutible- la educación religiosa, la existencia de aduanas o el tener un Ministerio de Defensa. Normalizar, obvio es, quiere decir convertir en normal y para que dos cosas parecidas sean normales (en este caso dos lenguas) tienen que tener similares condiciones de uso. La normalización lingüística es imprescindible cuando hay fuertes diferencias dialectales o situaciones de diglosia; la definición de esa tarea aparece en cualquier manual elemental de sociolingüística.

Por otra parte, el modelo de inicio de la escolarización en la lengua materna para llegar desde allí al bilingüismo real, no sólo está recogido en algunos Estatutos españoles desde la II República, es un modelo bastante general en los países plurilingües que tienen políticas lingüísticas explícitas y bien concebidas. Parece ocioso recordar que prácticamente todos los países del mundo son plurilingües, pero en la mayoría de ellos, lamentablemente, no se institucionaliza un modelo de coexistencia de lenguas, sino que una lengua (por lo general una de las grandes, y poderosa política y culturalmente) se erige como dueña "natural" del espacio lingüístico, generando la reducción en el uso y ulterior desaparición de las lenguas minoritarias. Este hecho preocupa mucho a los lingüistas de hoy: la Linguistic Society of America tiene una sección propia sobre "lenguas en peligro de extinción" para llamar la atención sobre este asunto. Ciertamente existen lingüistas anti-ecológicos (y los hay y ha habido en lo que se refiere al castellano) que defienden los modelos de apogeo de las grandes lenguas y juzgan inevitable la minorización de las pequeñas. Conviene decir que esos lingüistas no son mayoría entre quienes estudiamos el lenguaje humano.

Los expertos distinguen tres tipos de estados bilingües: aquellos con bilingüismo de alcance estatal, como Canadá, donde el inglés y el francés son oficiales en todo el Estado; los que contienen Estados regionales unilingües y conforman de esta manera el Estado bilingüe, el caso de Bélgica; y el tipo español de bilingüismos por territorios. El primer modelo es muy caro; el segundo aísla a las comunidades e invita a la fragmentación; el tercero es reconocido como el más favorable a la coexistencia y el más enriquecedor para los hablantes pues, como sabemos, ser bilingüe es cognitivamente muy ventajoso aparte de políticamente más templado.

Por último, no vivo en una comunidad bilingüe pero voy por ellas con frecuencia; los cinco puntos/peticiones concretos del Manifiesto me parecen más una descripción de lo que hay -con alguna excepción digna de comentario, pero no propia de manifiesto- que una indicación de lo que debe haber; a menos que la anécdota se quiera convertir en asunto constitucional o que queramos excitar a los nacionalistas excluyentes. Extemporaneidad, obviedad y, acaso, equivocación.

Violeta Demonte, lingüista, catedrática de la UAM y del Centro de Ciencias Humanas y Sociales/CSIC.