La ley de hierro

La grave tensión que se vive en Cataluña no debería ocultar la única evidencia que permite albergar alguna esperanza: nada irreparable ha sucedido todavía. Antes de que la situación siga degradándose, los líderes que nos han arrastrado hasta este punto deberían responder a la pregunta que les dirigimos como ciudadanos sobrecogidos por un horizonte al que no queremos enfrentarnos: ¿el objetivo que se proponen es que siga sin suceder nada irreparable, o, simplemente, la victoria de su programa? Si la respuesta es esta última, reconozcámoslo de inmediato: ninguna solución es posible. No estaríamos representados por líderes que se conforman con lo posible sino por fanáticos que desprecian el coste de lo improbable. Implicarnos a los ciudadanos como comparsas de su designio hará de ellos, sin duda, personajes de la historia. Pero no por haber salvaguardado valerosamente la libertad, sino por haber comprometido irresponsablemente la convivencia.

Los líderes catalanes que han desarrollado el programa de la independencia desde las instituciones establecidas por la Constitución del 78, imaginando que con un poco de arrojo y otro poco de astucia podrían transformarlas en lo que no son, se han instalado en un equívoco que puede ofrecer una imagen noble de su causa, o al contrario. Puesto que aseguran hablar en nombre de Cataluña, reivindicar la independencia de España podría presentarse en determinadas circunstancias como una causa democrática. Sólo que para dirigirse directamente a España, hablando en nombre de Cataluña, han tenido que ignorar la voluntad de los catalanes que no quieren la independencia, y en esa ignorancia hay un abuso y una imposición. Por descontado, estos líderes podrán alegar que por eso querían convocar un referéndum, y que el Gobierno central se lo impidió. Pero que el Gobierno central se lo impidiera no los legitimaba para disponer de las instituciones comunes en favor de su programa, como hicieron al decidir que unas elecciones autonómicas serían plebiscitarias, ni para aprobar en un Parlament desnaturalizado una legalidad a su medida que volvía a ignorar la voluntad de los catalanes contrarios a la independencia. Ni menos aún para sostener que los resultados de un referéndum convocado por y para los partidarios de la independencia son suficientes para comprometer el futuro de todos los catalanes.

Tal vez sus iniciativas no habrían llegado tan lejos si hubieran encontrado enfrente algo distinto de una perseverante inacción. Pero no sólo porque la inacción les ha permitido avanzar por vías de hecho, sino porque ha ido reduciendo las posibilidades de respuesta estrictamente política de las fuerzas contrarias a la independencia. Por no haber hecho a tiempo política dentro de la Constitución, el Gobierno central se ve obligado a hacer ahora política con la Constitución, convirtiéndola en el programa para Cataluña. Por esta razón, lo único que el 1 de octubre ha puesto políticamente en juego es lo único que no debería haber puesto jamás: la vigencia de la Constitución en el territorio de Cataluña. Los independentistas se proponen abrogarla mediante la consumación definitiva de las vías de hecho, y el Gobierno central está a un paso de tener que recurrir a un artículo que, como el 155, apenas consigue ocultar como una hoja de parra el recurso a la fuerza legítima del Estado; legítima sí, pero fuerza al fin y al cabo, fuerza que, cuando se aplica, deja en suspenso cualquier solución, hasta que regresa la política.

La crisis que se vive en Cataluña está produciendo una desconcertante y generalizada embriaguez, de euforia en unos casos y de indignación en otros. No es el mejor estado para adoptar decisiones, sobre todo si son decisiones que sólo buscan demostrar lo arraigada que está la voluntad de independencia en Cataluña o lo fuerte que es el Estado en España. Porque si en la refriega llega a producirse algo irreparable, si algo irreparable sucediera en las mismas calles por las que hoy marchan unos y mañana marcharán otros, lo único que habrá quedado patente una vez más es que la ley de hierro de la historia, la única ley de hierro que se conoce, ha vuelto a cumplirse en España: el mal gobierno de las instituciones antecede siempre a la catástrofe. Si, respondiendo a la pregunta que les dirigimos como ciudadanos, nuestros líderes no se comprometen con el objetivo de evitarla mientras aún se está a tiempo, sino con el de hacer triunfar su programa cueste lo que cueste, ¿qué libertad de qué nación ni qué triunfo de qué Estado podrán nunca devolvernos todo cuanto habremos perdido?

José María Ridao es escritor

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