Once años de “guerra contra las drogas” en México han provocado la muerte de más de 125.000 personas, que 30.000 sigan desaparecidas y que más de 250.000 hayan sufrido desplazamiento forzado. El año pasado fue el más violento en la historia contemporánea de México (desde que se registran tasas de homicidio en el país): en promedio, fueron asesinadas 70 personas al día.
El aumento de la violencia se debe en buena medida a la continuidad de una estrategia que ha probado ser ineficaz para combatirla: la militarización. Ese fracaso podría ser el legado histórico del gobierno de Enrique Peña Nieto. Y, si la violencia sigue aumentando al ritmo de los presupuestos militares, podría ser también el legado del próximo presidente.
La elección presidencial del 1 de julio es un buen motivo para preguntarse si se debe continuar con la estrategia de sobreexplotar a los militares para combatir la violencia o si es mejor buscar alternativas. Esas vías han sido planteadas por dos de los candidatos a la presidencia: José Antonio Meade —el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), del Partido Verde Ecologista de México (PVEM) y Nueva Alianza— y Andrés Manuel López Obrador —el candidato por Morena, Partido del Trabajo (PT) y Partido Encuentro Social (PES), y quien es líder en las encuestas—.
En una visita a Guerrero a principios de diciembre, López Obrador habló de la necesidad de explorar otras rutas para resolver los problemas de seguridad. Entre ellas incluyó la posibilidad de dar amnistía a algunos criminales. A mediados de enero, el presidente Enrique Peña Nieto le contestó: “Para que la sociedad cuente con seguridad y justicia no puede haber ni perdón ni olvido”.
La respuesta del presidente no sorprende. Coincidir con López Obrador significaría admitir que la estrategia de más de una década ha sido la equivocada. Para entender este fracaso es necesario remontarnos a diciembre de 2006.
En el primer mes su mandato, Felipe Calderón inició una lucha contra el narcotráfico a la que llamó la “Guerra contra el narcotráfico”. La palabra “guerra” le permitía justificar retóricamente el uso indiscriminado del Ejército y la asignación de los recursos presupuestales militares para enfrentar al crimen organizado. Dado que el Congreso mexicano no está facultado para legislar sobre seguridad interior y el uso presidencial del Ejército invade el ámbito de competencia de los gobiernos locales, la decisión de Calderón era también inconstitucional.
Durante su gobierno, Calderón trató de encontrar un marco legal que regulara la labor de los militares en la seguridad pública del país, pero fue hasta el año pasado que el PRI, en alianza con el Partido Acción Nacional (el partido de Calderón), así como con el PVEM, Nueva Alianza y un par de diputados del PES aprobaron la ansiada justificación legal: la Ley de Seguridad Interior, que legitima el uso de las fuerzas armadas para combatir la violencia.
Respaldar la Ley de Seguridad Interior es optar por un plan destinado al fracaso, que además deberá pasar el filtro de las impugnaciones que diversos actores están interponiendo ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pese a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos expresaron sus reservas, fue aprobada la Ley de Seguridad Interior, sin además contar con un sistema de asignación de responsabilidades y contrapesos al poder militar que permitiera combatir o visibilizar posibles violaciones a los derechos humanos por parte del Ejército.
Meade, el candidato del PRI, dijo que la ley es “un paso adelante”. Darle continuidad a esta ley confirma la ausencia de autocrítica en el gobierno: se sigue creyendo que militarizar la lucha contra el narcotráfico es la manera más adecuada de frenar la violencia. En suma: la ratificación de un fracaso.
López Obrador, por su parte, propuso explorar vías alternas. Esbozó una mezcla de políticas que incluían la posibilidad de amnistía a los líderes del narcotráfico e iniciativas más convencionales y militaristas, como la idea de activar una Guardia Nacional.
En uno de los países más violentos de América Latina y uno de los epicentros mundiales del narcotráfico, poner sobre la mesa la amnistía a los criminales es controversial. Esta apertura del debate se ha interpretado como una celebración a la impunidad, un modo de pactar con los criminales. El poeta y activista por la paz en México Javier Sicilia dijo que la propuesta es un llamado a la amnesia.
Luego de que López Obrador lo presentó como su elegido para la Secretaría de Seguridad Pública, Alfonso Durazo aclaró que se daría amnistía solo a campesinos pobres que siembran marihuana o amapola para sobrevivir. Es decir, a las víctimas históricas del sistema criminal mexicano. Aunque solo sea por esa razón, hablar de la amnistía es un acierto.
Plantear una amnistía en México no es un exabrupto. El acuerdo de paz en Colombia prometió amnistía para algunos delitos de antiguos miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y a personas “que participaron directa o indirectamente en el conflicto armado”. No todos los delitos son objeto del perdón. Delitos graves como el secuestro, la tortura, el asesinato serán penados; también algunos delitos comunes. Aunque la puesta en práctica de algunos puntos del acuerdo ha sido deficiente en evitar la represión y la violencia hacia los pueblos cocaleros, hay mucho que aprender de lo logrado en Colombia.
Otra propuesta de López Obrador recibió menos atención: activar una Guardia Nacional que incorpore a las fuerzas armadas y las policías bajo un mando único que responda al presidente. Como la articula López Obrador, la iniciativa tendría efectos nocivos: las fuerzas armadas no se retirarían de las labores de seguridad pública y podría prestarse, de nuevo, al capricho del presidente.
El centralismo presidencial y la vía militar no sirven para resolver un problema que es de seguridad pública (la violencia) ni un problema de salud (la adicción a las drogas). Nuestra historia narcótica nos lo ha confirmado.
Ante las dos vías, Meade elige la continuidad de un proyecto infructuoso y contraproducente, mientras que López Obrador se debate entre la necesaria experimentación y las medidas convencionales. La amnistía podría ser o no una solución al problema de la seguridad en México, pero sería un avance admitir el error en el que hemos estado en los últimos once años.
Frente a la lista de infortunios que la “guerra” contra las drogas nos ha dejado, experimentar con nuevas alternativas es la única opción. Prever desde ahora las posibles consecuencias de la inminente legalización de la marihuana en Canadá y en más estados de Estados Unidos, así como buscar formas de pacificar las regiones violentadas por el narcotráfico, son pasos ineludibles para salir de la adicción al fracaso de los gobiernos de México.
Mientras no se consideren vías alternas a la militarización, el aumento de la violencia no será solo la herencia de Calderón y Peña Nieto, sino el signo del México del siglo XXI.
Froylán Enciso es un historiador sinaloense. Colabora como analista sénior del International Crisis Group y es profesor del Programa de Política de Drogas del CIDE.