La ley del silencio

Va para unos meses que un dirigente político, socialista, me advirtió enfáticamente sobre la distancia que existe entre quienes hacen política y quienes la comentan, quienes están en la política y quienes la analizan. Pero de ser aceptada plenamente tal afirmación la posibilidad de criticar sería proscrita y la propia libertad terminaría desapareciendo; ya lo decía Moratín en la 'Derrota de los pedantes': «De hoy en adelante a todo crítico se le llamará envidioso, a toda prueba calumnia, a toda censura libelo, y a todo raciocinio insulto». Tampoco creo que el político profesional que me advertía sobre la cuestión hubiera leído a Spinoza, que remarca en otro sentido las diferencias entre la acción política y la ciencia social. Supongo que se refería al ámbito oscuro de presiones y pasiones entre las que se desenvuelve, mayores porque tienen que ver con el poder.

La ley del silencio
NIETO

Creo que la crítica, no la descalificación o el insulto, la crítica política hace aún más poderosa la condición de ciudadanía. Del ciudadano pleno se espera el cumplimiento de sus obligaciones, la reivindicación de sus derechos y la crítica a sus representantes políticos. Y ejerciendo ese derecho a la crítica he venido expresando frecuentemente mi disgusto con el gobierno de coalición entre el PSOE y los neocomunistas de Podemos. No recuerdo ningún ejemplo en la historia en el que el acuerdo entre los socialistas y los comunistas fuera beneficioso para el país que lo sufriera y tampoco me viene a mano ninguna alianza de esta naturaleza que no llevara a un quebranto histórico a los primeros. Sin embargo, siendo tan claros los negros presagios fueron pocos los socialistas que coincidieron con tal apreciación o, mejor, que la hicieran pública al principio de la legislatura, que ya emboca su final entre la esperanza melancólica de los adeptos y el caos político que aseguran sus frecuentes divergencias. Comprenderán que la extrañeza ante este silencio era y es mayor porque los socialistas al unísono habían expresado durante la campaña electoral su apasionado rechazo a la coalición con Podemos.

Se incrementó mi disgusto cuando el gobierno de coalición, ya en sí mismo inconveniente, tuvo que reconocer la necesidad de encontrar apoyos parlamentarios en ERC, partido con una historia tenebrosa de traiciones, y protagonista reciente de un golpe de Estado en Cataluña. Para más irritación, estos socios indeseables en cualquier circunstancia, nunca negaron su intención de volver a repetir el intento de 'suicidio político catalán'. Tampoco en ese momento fueron muchos los socialistas que desde la política activa rechazaran el acuerdo con los independentistas, que, por otro lado, había provocado unos años antes la crisis más grave del socialismo español desde 1977. Las posibles justificaciones para este notable silencio las encontraron tanto en la necesidad de estabilidad para el Gobierno, concepto que traspasados ciertos límites pierde su sentido primigenio y se convierte en una palabra vacía, como en los futuros y salvíficos resultados de la acción benéfica del gobierno de izquierdas… para la gente.

Aún quedé más indignado cuando el abanico de apoyos del Gobierno se abrió a Bildu, partido que sigue fortaleciendo la leyenda romántica de la banda criminal ETA. Confirmando una vez más que todo lo que puede empeorar suele hacerlo, al final de la legislatura los herederos abintestatos de ETA se han convertido en los protagonistas indispensables de algunas de las medidas estrellas de la mayoría parlamentaria (para llevar la sorpresa a la máxima expresión vimos cómo presentaban la Ley de Memoria Democrática, mientras seguían defendiendo a quienes habían combatido con asesinatos y secuestros el proceso político que realizamos de la dictadura a la democracia). En fin, no estaban equivocados quienes piensan que el Gobierno de España debe su 'estabilidad' y gran parte de su gestión a Bildu.

En el espacio público las palabras pierden su significado fácilmente, tanto porque se les da un significado que no tienen como por la pérdida de autoridad de quien las pronuncia, de tal modo que la posición y las declaraciones del Gobierno contrarias a las alianzas del PP y Vox, a las que me opongo con la misma intensidad que a las de la actual mayoría parlamentaria, pierden la eficacia moral que pretenden.

No han tenido en cuenta que una vez que uno empieza a deslizarse por la pendiente suele ser imposible detener el descenso. Así, ante los perplejos ojos de los ciudadanos, sobre todo de los que nos consideramos progresistas, vimos cómo modificaron el Código Penal a impulsos del Ejecutivo para beneficiar a personas con nombre y apellidos, quebrando todos los principios ilustrados del Derecho. En esta ocasión la extravagante decisión fue confirmada con un alevoso, nocturno y abrumador aplauso, que sellaba el compromiso de llegar juntos hasta el final costara lo que costara. Refiriéndome a la supresión del tipo de sedición y la modificación del de malversación, me resulta curiosa la justificación de un veterano ministro socialista: «Se ha reformado la malversación y la sedición... y el país no se ha hundido. Las cosas se sacaron de quicio»; siguiendo este hilo argumental lo mismo podría decir un francés después de la ocupación nazi: «…¡los autobuses funcionan!».

Pero este cúmulo de esperpentos no terminó ahí, inmediatamente después se aprobó a instancias del Gobierno un bodrio ideológico con pretensiones normativas, que denominaron la ley del 'sí es sí'. Una parte del Gobierno, la mayoritaria, abrumada por los efectos colaterales de la ignorancia y la soberbia que presidió la elaboración de la norma, tuvo que apoyarse en la oposición para modificarla. Por desgracia el remedio vergonzoso y tibio no impidió los beneficios penitenciarios provocados por la fechoría legislativa. Todo este desastre político, provocado por la incuria ideológica de las dirigentes de Podemos, se intentaba solucionar mientras las ofendidas llamaban fascistas a los socialistas, un término que sigue siendo un insulto aunque su profusa utilización lo haya devaluado mucho.

Todo esto ha pasado. Y llega la reunión del máximo órgano de discusión del PSOE, tal vez la penúltima de esta legislatura, y nadie dice nada. Se están jugando los resultados electorales y, lo que es más importante, el prestigio que heredaron, y parecen estar todos conformes. Debe ser esa la distancia que existe entre la política y la crítica o simple, como decía Aristófanes en Los Caballeros: «¡Estoy perdido, ese viejo en su casa es el más agudo de los hombres, pero en cuanto se sienta en la piedra (la asamblea del pueblo en el caso del griego, el Comité Federal en este artículo) se queda boquiabierto, como si estuviera atiborrado de higos secos».

Nicolás Redondo Terreros fue secretario general del PSE-PSOE.

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