La ley del silencio

Nada une más que el fracaso. Hace dos años, todos los grupos parlamentarios, salvo el Partido Popular, suscribían una moción con la que se disfrazaba como «final dialogado» una negociación política con ETA sin precedentes. Dos años después, en el reciente debate del estado de la nación, aquellos mismos grupos que tan alegremente comprometieron al Parlamento en esta iniciativa censuraban a Mariano Rajoy que pidiera explicaciones al Gobierno sobre el uso de aquella autorización en la misma Cámara que la habilitó. La excusa es que un debate de esa naturaleza reflejaría una indeseable división entre las fuerzas políticas, argumento de peso, sin duda, pero poco creíble cuando se utiliza por quienes en mayo de 2005, sin indicio alguno de que ETA estuviera dispuesta a hace nada serio por abandonar el terrorismo, no dudaron en prescindir del partido de la oposición, representativo de diez millones de ciudadanos, para secundar la aventura de Rodríguez Zapatero.

En una actitud muy elogiada por Rodríguez Zapatero durante el debate, todos los portavoces firmantes de aquella moción mantuvieron el tabú y no se pidió aclaración alguna de lo que ha pasado ni de cómo se ha invertido la confianza depositada en el compromiso del presidente de que la paz precedería a la política. Nadie -excepto Rajoy- tuvo interés en aclarar si se habían respetado o no los límites, en apariencia estrictos, que aquella resolución imponía a los movimientos del Gobierno. Casi todos, por el contrario, quisieron incluso adornar a Rodríguez Zapatero con galones de estadista por 'intentarlo'. Hubo quien no sólo no criticó al presidente del Gobierno por equivocarse, sino que le reprochó no haberse equivocado más, argumento de la representante de Nafarroa Bai que, con gran benevolencia, le explicó al presidente que sus males procedían de su 'inacción'. El PNV, por su parte, aprovechó la ocasión para blanquear el pacto de Estella y sumarse a la lista de los virtuosos de la paz. ¿Qué les van a contar a ellos de esfuerzos fallidos por la paz si en su generosidad llegaron a comprometerse con ETA a echar al PP y al PSOE! Y mientras tanto Duran Lleida, intimista, explicaba que la legislatura había dejado en CiU «un sabor agridulce», aunque sin aclarar en qué ha consistido la parte dulce, a la vista de los tripartitos en cascada liderados por el PSC que han dejado a la coalición nacionalista en la intemperie institucional.

En el indulto político a Zapatero expresado por sus aliados hay una esperable reacción de encubrimiento del disparatado proceso en el que el Gobierno ha querido embarcar al conjunto del Estado para hacer realidad la arbitraria convicción presidencial sobre el fin de ETA. Arbitraria porque, a falta de otras explicaciones, se basó en elementos de una extrema debilidad, agrandados sólo porque era lógico pensar que Zapatero tenía datos vedados a los demás que avalarían sus intenciones. No era así. En realidad esa apariencia -creer que Zapatero sabía más y mejor que los demás- fue la primera ficción engañosa que empedró este proceso con la ocultación deliberada de la verdad en que se ha sostenido.

El cierre de filas de los aliados del Gobierno ante el fracaso de su apuesta -aquí hablar de apuesta sí es procedente en todo lo que tiene de errático- es, ciertamente, la forma de exculparse ellos mismos por el apoyo que unos sin duda prestaron de buena fe y otros, también sin duda, concedieron con la esperanza de que el proceso rescatara a ETA de la derrota. Recientemente Félix Ovejero alegaba lo mucho que sufre la autoestima cuando se trata de rectificar. Y ese sufrimiento debe ser absolutamente insoportable si la rectificación implica reconocer una brizna de razón a los críticos con el proceso dentro y fuera del Partido Popular. La negativa a dar explicaciones y el apoyo al Gobierno para que no las ofrezca forman el cordón sanitario -uno más- con el que se quiere poner distancia frente a verdades incómodas. Si la oposición no ha sido informada, si el Pacto antiterrorista con sus mecanismos de control y seguimiento está desactivado, si el Gobierno se enroca en increíbles desmentidos ante informaciones que, al margen de lo publicado por 'Gara', requerirían cuando menos no tomar por incapaces intelectuales a los ciudadanos, y si ninguna de las prácticas de relación con la oposición propias de un régimen parlamentario ha sido respetada por el Gobierno, ¿dónde y cómo habría tenido Rajoy que hacer valer su derecho y su deber de pedir que el Gobierno rinda cuentas?

Más allá de la confrontación entre partidos que la democracia sustancia en elecciones libres, habría que preguntarse si el mensaje que merecen los españoles después del fracaso de un proceso llamado de paz es el silencio. ¿Es que no hay lecciones que aprender? La estrategia del Gobierno -si es que existía- ha sido derrotada por la realidad. Pero ese fracaso no restablece la situación anterior al comienzo de esta autocomplaciente aventura gubernamental. Es puro voluntarismo presentar lo ocurrido como un simple paréntesis de efectos neutrales en la progresión de la lucha contra el terrorismo etarra. Por de pronto, desde que los concejales de ANV han tomado posesión de sus cargos en los ayuntamientos vascos y navarros, violencia y política, terrorismo y presencia institucional vuelven a ser compatibles.

Aunque sólo fuera por eso, lo ocurrido en estos años en relación con ETA no debería quedar sólo como el brumoso escenario donde la política del Gobierno quedó empantanada. La exigencia de saber, el derecho a tener un gobierno que no mienta no caducan en democracia. De la férrea ley del silencio impuesta por el fracaso de los que siguen empeñados en dar lecciones sobre su propia inanidad sólo puede salir la reincidencia en los mismos errores. El debate sobre el estado de la nación mostró que el fallido proceso está siendo tratado por los que lo promovieron y apoyaron como un incómodo secreto de familia que conviene no divulgar.

No es fácil asimilar que aquellas expectativas de paz proclamadas eran la apuesta de un precipitado oportunista y no la visión de un hombre de Estado. Pero dejar en la penumbra las causas de lo ocurrido, escamotear el enorme destrozo que ha causado el proceso en las fibras más sensibles y necesarias del sistema democrático sólo agrava el error y con él, la responsabilidad. Porque es en ese entorno de bobas aseveraciones para eludir la realidad -«es un fracaso de todos», «había que intentarlo», etcétera- en el que, por ejemplo, el lehendakari Ibarretxe exhibe el 'tupé' -según expresión castiza que tanto le gusta- de afirmar en La Moncloa, después de constatar el fracaso de la negociación, que «no hay que volver a recetas del pasado». ¿Cuáles son esas recetas del pasado? ¿El mito del final dialogado? ¿Nuevas mesas negociadoras de pacificación y normalización o tal vez algún nuevo método de persuasión que descubra la racionalidad inédita del los terroristas a través del diálogo? No, tales recetas 'del pasado' que Ibarretxe estigmatizaba como ineficaces e impracticables son, precisamente, la Ley de Partidos, el Pacto antiterrorista, el cumplimiento íntegro de las penas y la lucha contra lo que permite a ETA seguir existiendo. Después de eso, no es de extrañar que para su encendida defensa del proceso el portavoz del PNV en el Congreso llegara a citar a Confucio. Como en un buen espectáculo circense, el más difícil todavía.

Javier Zarzalejos