La Ley Trans

En su novela ‘La Peste’, Camus dice que la buena voluntad puede hacer tanto mal como la malevolencia si no se acompaña de conocimiento. Por ello hay que velar para que la buena intención de la Ley Trans -proteger a las personas trans- no cause daño por ignorar los riesgos que plantea.

El punto de partida del borrador de la Ley es el derecho a la autodeterminación de la identidad de género, es decir que cualquiera puede decidir cambiar su sexo. Para proteger la intimidad y la integridad física y moral de estas personas, no exige ningún elemento físico anterior ni tratamiento previo o posterior al cambio, ni información previa. Además, prohíbe expresamente exigir ‘informe médico o psicológico alguno’. El objetivo de esta simplificación extrema es agilizar el trámite y no patologizar la disforia sexual. Pero la norma olvida que, en general, el control de capacidad no persigue castigar a los menores o personas con discapacidad, sino protegerlos de terceros y de sí mismos. El mismo objetivo de protección lleva a la Ley a exigir para actos mucho menos importantes de personas plenamente capaces (como contratar un préstamo) exigentes requisitos de información previa.

Sin embargo, la Ley Trans permite a los mayores de 16 años obtener el cambio de sexo sin más requisito que pedirlo, y a los mayores de 12, con el consentimiento de un progenitor, sin intervención judicial ni del Ministerio Fiscal. La experiencia revela los gravísimos riesgos de una decisión inmadura. Una reciente sentencia de la High Court de Londres ha condenado al servicio de salud inglés a indemnizar a una adolescente que se arrepintió de su cambio de sexo, por no haberla informado adecuadamente ni contrastado su madurez. No se trata de un caso aislado: en los últimos años se ha producido un enorme aumento de la disforia de género entre chicas adolescentes, y los psicólogos han alertado de un posible efecto imitación en adolescentes con dificultades de adaptación. El caso también ha visibilizado los problemas de otras chicas que quieren revertir su decisión. Hay que tener en cuenta que en la práctica el cambio de sexo va siempre acompañado de tratamientos hormonales, que hacen casi imposible, y enormemente traumática, la vuelta atrás. Al mismo tiempo, un artículo del ‘Economist’ señala que diversos estudios médicos cifran entre el 61% y el 98% el porcentaje de adolescentes que, presentando trastornos relacionados con el género, se reconciliaron con su sexo natal antes de la edad adulta. En Reino Unido, Suecia y Finlandia ya se ha producido un cambio en los procedimientos, exigiendo el asesoramiento y reduciendo drásticamente las derivaciones de niños a las clínicas de género.

El que la Ley permita a los progenitores pedir el cambio de sexo de menores de doce años choca además con el carácter personalísimo de esa decisión. Y eso no cambia porque consienta el menor, por la misma razón que a nadie se le ocurre defender el matrimonio infantil cuando la niña esté de acuerdo: es evidente la posibilidad de influencia de los mayores y la insuficiente madurez para comprender todas las consecuencias. Eso no debe impedir garantizar el respeto a los niños que se manifiesten con un género distinto al físico, admitiendo incluso el cambio de nombre sin cambio de sexo.

La conclusión es que basar el cambio de sexo solo en un consentimiento que puede ser inmaduro y no informado pone en grave riesgo a personas vulnerables, especialmente a las adolescentes. Parece evidente es necesario reflexionar más y evitar dogmatismos, pues -lo decía Camus- el vicio más desesperante es el de la ignorancia que cree saberlo todo.

Segismundo Álvarez Royo-Villanova es jurista.

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