La Ley y la calle

Desde hace unos días la opinión pública española contempla asombrada el escándalo de la que ya se llama «beca Errejón». Gracias al revuelo que este escándalo ha generado, nos acabamos de enterar de que es posible que un profesor universitario, militante o simpatizante de un determinado partido político –en este caso de Podemos–, pueda convocar ad hoc una beca de investigación y, a continuación, concedérsela a uno de los dirigentes de ese mismo partido político, que la puede disfrutar sin cumplir ni una sola de las obligaciones que figuraban en la convocatoria. Y eso que era una convocatoria preparada a la medida del candidato.

Lo primero que este escándalo nos ha enseñado es que los dirigentes del partido que pretende presentarse como el partido de los incorruptibles, como el detergente ideal para erradicar la corrupción de la vida pública española, ya han demostrado, con su comportamiento en este asunto de la beca Errejón, una descarada soltura para utilizar lo público en beneficio propio. Y eso que todavía no han llegado a tener responsabilidades de gobierno en ninguna administración. Utilizar el dinero público en beneficio propio, aunque los dirigentes y los seguidores de Podemos lo quieran disimular, es la perfecta definición de la corrupción.

Pero, además, esta beca Errejón ha puesto de manifiesto la arbitrariedad y la falta de control que en las universidades españolas existe sobre el dinero público (ese dinero que, según algunos, no es de nadie, y que, según yo, es de todos), con la excusa de la autonomía universitaria.

Son muchas las instituciones fundamentales de nuestra Patria, como acabamos de ver en el caso de la Universidad, que dan síntomas de estar atravesando por momentos de crisis.

Pero las tres crisis fundamentales en las que estamos metidos son, sin duda, la económica (en la que nos encontramos desde 2008 y de la que ya hay síntomas de recuperación), la del modelo de organización territorial del Estado (con el desafío secesionista de los nacionalistas catalanes) y la de desconfianza hacia los políticos (agravada sustancialmente por el descubrimiento de innumerables casos de corrupción).

No es la primera vez en la Historia que un país tiene que afrontar complicadas crisis de esta índole. Sin ir más lejos, ahora mismo, con similar virulencia, son muchos los países europeos que también están viviendo situaciones parecidas (salvo, quizás, la del desafío separatista). Por no hablar de las grandes crisis que, a lo largo de la Historia, han sacudido a los países occidentales.

Pues bien, una de las primeras consecuencias de esas grandes crisis es la aparición inmediata de algunos que ganan cierto favor popular a base de ofrecer soluciones de apariencia muy sencilla a problemas muy complicados. En España lo estamos viendo en estos difíciles momentos.

Ante la posible necesidad de encontrar un marco adecuado para satisfacer –en lo que tienen de legítimas– las aspiraciones de los ciudadanos de Cataluña, los partidos nacionalistas se han descolgado con una propuesta de apariencia muy simple, la del «derecho a decidir». Sin tener en cuenta que, con esa propuesta aparentemente sencilla, se dinamita la existencia de la propia Nación española, y se acaba con el sujeto de la soberanía, que no es otro que el pueblo español en su conjunto.

Algo parecido ocurre con las propuestas que hace Podemos para acabar con la corrupción –antes, eso sí, de que se descubrieran los casos de corrupción en su seno– y para resolver la crisis económica. Hablar de pobres y ricos y proponer como solución para acabar con los pobres la de acabar con los ricos es una propuesta de apariencia muy sencilla, que busca seducir a muchos ciudadanos, aunque sea una propuesta muy antigua que ya ha demostrado cumplidamente su fracaso siempre que se ha aplicado.

Tanto los nacionalistas catalanes como los comunistas de Podemos, además de ofrecer falsas soluciones sencillas para auténticos problemas complicados, tienen en común su tendencia a utilizar la calle como herramienta política para conseguir sus fines. Como si las manifestaciones, por muy numerosas que sean, pudieran sustituir a las leyes de la democracia o como si las protestas callejeras tuvieran que ser tomadas más en cuenta que lo que dicta la Ley democrática.

La historia de la llegada de los totalitarismos al poder está llena de grandes marchas, desfiles, manifestaciones o concentraciones que congregaron a muchas personas –nunca a una auténtica mayoría real– con la ilusión de que iban a encontrar solución a sus difíciles problemas en las propuestas de los líderes que allí les ofrecían falsos paraísos o utopías inalcanzables.

El último ejemplo de este uso de la calle para imponerse a la Ley, del que especialmente los españoles deberíamos aprender, es el de la Venezuela de Chávez y Maduro. Para llegar al poder y a implantar el actual régimen –que se dirá democrático, pero que tiene en la cárcel al jefe de la oposición; que la semana pasada acusó de asesinato a la opositora María Corina Machado; donde han prohibido la prensa libre y suprimido la justicia independiente– utilizaron las manifestaciones callejeras. Ahora los chavistas se siguen apoyando en la calle cuando lo necesitan.

Vivimos tiempos difíciles, tenemos abiertas muchas crisis, pero optar por el populismo, por el oportunismo, por las soluciones aparentemente fáciles, y, sobre todo, optar por contraponer la calle a la Ley es el mejor camino para descarrilar y para añadir otro problema más a los que ya tenemos. No hay democracia fuera de la Ley. Que se sepa, y que todos sepamos defender la Ley frente a los que quieren saltársela.

Esperanza Aguirre, presidente del PP de Madrid.

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