La leyenda del gran Landínez

Hay que volver a las prácticas de los años del cólera. Pensé en esto cuando asistí a ¡la única representación barcelonesa! del grupo teatral La Zaranda, que tiene callos en los pies de tanto pisar escenarios. Fue en l’Hospitalet, con menos de media entrada, en la representación de la que yo creo que es su mejor obra, El Régimen del Pienso; una parábola orwelliana del presente más obvio. En los años del cólera, el boca a boca, hubiera suplido el silencio de los medios de comunicación.

Nuestro presente cultural es imprevisible en su vulgaridad. ¿A qué nos referimos hoy cuando hablamos de cultura? No lo sé, pero me produce una desazón que me recuerda viejos tiempos; las magdalenas de Proust están más caducadas que la orquesta del Titanic. Mentiría si no dijera que llevo varios años esperando eso que en periodismo se denomina “una percha”, esa convención profesional donde colgamos una historia sin que nos pregunten “a qué viene esto”. Luis Landínez apareció muerto un 10 de diciembre de 1962 en la estación de Príncipe Pío de Madrid.

Tal que el pasado lunes de hace medio siglo, los viajeros del departamento de Primera Clase que hacían el trayecto entre Asturias y Madrid se levantaron dejando en su asiento a un señor que no se movía. Alguien debió de decir “¡caballero, hemos llegado!”, y el señor, que al parecer se había prodigado en comentarios brillantes y educados durante el larguísimo trayecto, siguió mudo. Estaba muerto. La muerte de Landínez, da que pensar.

Luis Landínez fue un personaje de leyenda. Aún quedan supervivientes en Barcelona y Santander y Madrid, que le recuerdan. Vivió en Barcelona, en un ático de la calle Praga, y me temo que algún buscador de historias con aire policial nos descerraje una novela que habremos de sufrir como best seller. Un detalle para ponérselo interesante: el entonces prestigioso premio Nadal de novela del año 1949 se dirimió entre dos autores. José Suárez Carreño, que lograría el galardón con su modesta Las últimas horas, y Luis Landínez que presentó Los hijos de Máximo Judas. Ambos eran militantes comunistas clandestinos. El primero con cierta experiencia carcelaria, Landínez aún virgen fuera de las visitas a la BPS (Brigada Político Social). Da para un guión de película: en la época más dura del franquismo dos ilegales se disputan el premio literario más importante de España. Nada que ver con la liberalidad del Régimen, sino con su ignorancia. Cuando en ese preciso 1949 a Buero Vallejo se le concede el premio Lope de Vega por su Historia de una escalera, nadie en el jurado sabe que se trata de un excondenado a muerte por su militancia comunista, dibujante excepcional al que debemos el mejor retrato de su compañero de celda, Miguel Hernández.

Luis Landínez es un personaje que exigiría un trabajo a fondo, por su talento, en primer lugar. Por su personalidad, en segundo. Por su trayectoria, en tercero y definitivo. Había nacido en un pueblo de Salamanca –Fuente de San Esteban– dentro de una familia con posibles; padre médico y madre con propiedades algo menguadas en Cuba. Estudia en la Universidad de Salamanca antes de que le caiga la guerra encima. Es aprendiz de poeta y hasta conoce a García Lorca, del que escribirá un artículo, inédito, que he tenido el privilegio de leer y que constituye una joya que hubiera emocionado el propio Federico, conferenciante aficionado en el Casino de Salamanca, vísperas de nuestra Gran Catástrofe. Landínez se libra de combatir en el lado franquista gracias a su padre, médico, a su enfermedad cercana a la tuberculosis, y a sus parientes; su cuñado, oficial de Marina, es el responsable de los “cifrados” del Estado Mayor de Franco en Salamanca. La guerra la vive, distante y silente, en el pueblo donde ejerce su progenitor, Gallegos de Solmirón.

Cuenta el editor, novelista y marchante Manolo Arce el primer encuentro con Landínez en 1948. “El primer sábado de septiembre apareció en la tertulia nocturna del bar Flor (Santander) un personaje a quien nadie conocía. ‘Me llamo Luis Landínez, soy escritor y vendedor de libros‘. Nos hizo gracia su manera de presentarse. Había llegado de Asturias aquella misma tarde. Era un hombre de unos treinta y tantos años y un metro ochenta de estatura. Nos dijo que en Oviedo el profesor Emilio Alarcos Llorach le había dado una carta de presentación para Ricardo Gullón. Era un hombre amable, atento a cuanto se le decía, con un suave tono en su manera de hablar y una cierta elegancia en el movimiento de sus manos. Vendía libros a domicilio”. Les contó que había escrito una novela, Los hijos de Máximo Judas y desapareció tres días más tarde.

Los periódicos de la época conservan recuadros sobre las conferencias de Landínez por toda España. Se expresaba bien, y su cultura le permitía hablar extensamente y con conocimiento de Juan Ramón Jiménez, Unamuno o de los lugares que tenían para él mayor valor sentimental y artístico: San Vicente de la Barquera, Bermeo, Ampudia de Campos, Paredes de Nava, Zuera, Cala-Ratjada, Pobla de Segur, Ronda y Arcos de la Frontera. En 1952 le publicaron en Zaragoza un libro de versos – Sobre esta tierra nuestra– con prólogo de Paco Indurain “el Viejo”, que le hace un sentido homenaje, y donde aparece un soneto hermoso: “Que repose la frente, fatigada de perseguir, en tensas soledades, el vuelo de difíciles verdades sobre el plano infinito de la Nada…”.

Es un escritor que hace de viajante de libros comprometidos por toda España, militante clandestino del Partido Comunista. Su novela Los hijos de Máximo Judas, finalista del Nadal, se traduce en los países socialistas del Este de Europa, incluso China. Sabemos que viajó por ellos, siguiendo una tradición poco conocida de nuestros eruditos de la literatura, según la cual, compensaban los supuestos derechos de autor, con los viajes de placer militante por el socialismo real. En el fondo se trataba de un recurso del PCE para permitirles unos ingresos modestos que no les crearan problemas con la policía política franquista.

Tras intensas pesquisas conseguí que el Archivo Histórico Nacional me permitiera leer el único informe policial disponible sobre Luis Landínez. El misterio no estaba en Landínez propiamente sino en un funcionario que había puesto en el expediente un tampón que decía “acogido a la amnistía de 1977”, lo que hacía imposible consultar el informe. Con mucha paciencia y bastantes dosis de benevolencia por parte de las archiveras logré que comprobaran que se trataba de un error. No podía acogerse a la amnistía del 77 un tipo que había fallecido en 1962. El informe policial, apenas dos folios, tiene muchas interpretaciones, la mayoría poco felices. Probablemente le chantajearon y debió decir más de lo que las condiciones de clandestinidad permitían.

Marchó a París hacia 1960 y siguió escribiendo. En una vieja y hermosa casa de Santander pude descubrir su famoso manuscrito El aprendiz de genio, que no es una obra maestra pero tiene páginas memorables. También otros textos de mayor valor, inéditos. El secreto mejor guardado es que Luis Landínez fue el argumento que sostuvo la dirección del PSUC cuando en los años 60, Jaime Gil de Biedma solicitó el ingreso en el partido. No es verdad que Manolo Sacristán le dijera que no lo admitían por homosexual. Como militante disciplinado que era, Sacristán consultó con su superior jerárquico en la organización comunista, en este caso, Miguel Núñez, quien le respondió: “Después del caso Landínez hay que tener mucho cuidado con los homosexuales en la clandestinidad. Son más susceptibles a chantajes”. Probablemente Sacristán no sabía quién era Landínez, pero Núñez sí. Y así quedó este enigma aún hoy sin resolver. ¿Quién era realmente Luis Benito Landínez, independientemente de sus inclinaciones sexuales? Ni siquiera tenemos otra certeza que aquella del 10 de diciembre de 1962, en la estación madrileña de Príncipe Pío, cuando un pasajero se quedó en su asiento, muerto.

Gregorio Morán

1 comentario


  1. Enhorabuena, admirado por tu lenguaje periodístico y por el modo de narrar la desconocida vida de un autor tan valioso!

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