La libertad como coartada

La libertad de expresión y sus límites se han convertido en objeto de polémica en los últimos días, con motivo de algunas sentencias del Tribunal Supremo que han coincidido con iniciativas políticas y parlamentarias que invitan a reflexionar sobre la protección de algunos derechos fundamentales. La discusión acerca del derecho fundamental a la libertad de expresión debe partir del reconocimiento universal de que tal libertad está grabada en el código genético del Estado democrático y constituye un nutriente insustituible del sistema contemporáneo de libertades públicas. El problema se plantea al tratar de definir si este derecho fundamental tiene límites.

La tradición constitucional norteamericana y la jurisprudencia del Supremo se han inclinado por una interpretación maximalista del freedom of expression, presidida por la lógica del mercado libre de ideas (free trade in ideas), original construcción del juez del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes, en el voto particular más célebre de la jurisprudencia norteamericana, formulado en el caso Abrams vs United States (1919).

Por su parte, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha construido su doctrina sobre los límites de la libertad de expresión, dado que esta libertad no puede amparar expresiones que inciten al odio o a la violencia (hate speech). La sentencia del pasado 13 de marzo, en el caso de la quema de fotografías del Rey, es una muy discutible aplicación de esa ponderación entre libertad de expresión y prohibición del discurso del odio. Ésta no niega que existan límites a la libertad de expresión, pero entiende que en este caso no se han sobrepasado.

En un intervalo de apenas unos días, la Sala II del Tribunal Supremo ha dictado dos sentencias en las que se concentra lo esencial de este debate. En la sentencia de 15 de febrero de 2018 se confirmaba la condena al presunto cantante apodado Valtonyc por los delitos de enaltecimiento del terrorismo y de sus autores y de humillación a las víctimas, calumnias e injurias graves a la Corona y un delito de amenazas no condicionales. Tan solo unos días después, el Supremo anulaba la condena impuesta por la Audiencia Nacional a la tuitera Cassandra por un delito de humillación a las víctimas del terrorismo. Las razones que sustentan ambas resoluciones exigen un análisis detallado que no es posible en estas líneas, aunque sí nos permite decir que el debate sobre los límites de la libertad de expresión está vivo en la jurisprudencia.

Sin embargo, lo que resulta incomprensible es la posición defendida por algunos representantes políticos que han criticado con dureza la condena a Valtonyc con el argumento de que las letras de una canción nunca justifican la imposición de una pena privativa de libertad, imputando la responsabilidad al Partido Popular y al Gobierno de Mariano Rajoy.

«En estos tiempos de Gobierno del PP está habiendo un retroceso en materia de derechos y libertades», coreaban voces del Grupo Socialista en el Congreso o «hay una regresión en las libertades civiles», afirmaba Pablo Iglesias. Unos y otros reclamaban airados la derogación de la que llaman Ley mordaza e incluso se presentaban iniciativas con esta finalidad. La presidenta de Baleares criticaba la condena que, a su juicio, emana de la Ley Mordaza que desde la izquierda consideran que «es muy represiva y recuerda a otros tiempos».

Pues bien, la realidad es que la criticada sentencia del Supremo no cita absolutamente ningún precepto de la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana de 2015. Primero, porque los hechos enjuiciados se cometieron en 2012 y 2013 y la citada Ley se aprobó en 2015 pero, sobre todo, porque se trata de un proceso penal en el que, obviamente, se aplica el Código Penal, mientras que la Ley de Seguridad Ciudadana de 2015, como la precedente de 1992, regula sólo infracciones administrativas, no delitos.

Por cierto, ninguna infracción de la Ley de Seguridad Ciudadana se refiere a la difusión de ideas o pensamientos, de ningún tipo. En realidad, el 90% de las denuncias que se realizan con fundamento en dicha ley guarda relación con drogas, armas y explosivos y el 10% restante con una amplia variedad de infracciones relacionadas con la seguridad ciudadana.

En definitiva, no hay nada, ni una línea, en la sentencia Valtonyc imputable a ninguna Ley impulsada por el PP y, por tanto, si determinadas fuerzas políticas consideran un atentado a la libertad condenar a un cantante por sus secreciones de odio contra las víctimas del terrorismo o por injurias y calumnias graves a la Corona deben saber que esa condena es posible porque hay un Código Penal que así lo prevé, aprobado y reformado, por cierto, con el voto favorable del PSOE. Los jueces se limitan a aplicarlo.

El cinismo crece si observamos las iniciativas parlamentarias impulsadas por esos mismos partidos que se escandalizan del supuesto retroceso de libertades que, según ellos, ha patrocinado el PP.

Así, en el Congreso se ha iniciado la tramitación de una Proposición de Ley contra la discriminación por orientación sexual, presentada por Podemos. En la finalidad de erradicar la discriminación todos los grupos parlamentarios coinciden. Precisamente porque tales expresiones constituyen una bajeza moral, el artículo 510 del Código Penal ya castiga a quienes promuevan el odio, la hostilidad o la discriminación contra una persona o contra un grupo por razón de su orientación o identidad sexual.

Sin embargo, lo que no han explicado las fuerzas parlamentarias que apoyan esta iniciativa es por qué las infracciones recogidas en la Ley de Seguridad Ciudadana que tanto escandalizaron a la izquierda se tacharon de inconstitucionales, mientras que las del texto que se tramita en la Cámara se consideran oportunas. En ambos casos las sanciones las impone la Administración y no los jueces pero la izquierda propone declarar inconstitucionales las primeras al tiempo que celebra las segundas. Tampoco explican por qué las infracciones de la proposición de ley son necesarias si existe un delito específico en el Código Penal para castigar esa misma conducta.

La incoherencia llega al extremo cuando analizamos las enmiendas que el Grupo Socialista ha presentado en el registro del Congreso a la mencionada proposición de ley entre las que se encuentra la propuesta de elevar la cuantía máxima de las sanciones desde los 45.000 euros del texto original de Podemos a 500.000 euros, por infracciones escuetamente definidas como, por ejemplo, «las conductas de acoso discriminatorio». La página web que el PSOE elaboró en 2015 contra la Ley de Seguridad Ciudadana calificaba las infracciones de inconstitucionales afirmando que se trataba «tipos sancionadores abiertos y multas desproporcionadas».

Desafortunadamente, ésta no es la única iniciativa legislativa en la que anida la contradicción y el dogmatismo ideológico. El propio PSOE ha presentado una proposición de Ley para modificar la Ley 52/2007, conocida como Ley de la Memoria Histórica que, entre otras novedades, pretende incluir en el Código Penal un nuevo delito que castiga con hasta cuatro años de cárcel a «las autoridades o funcionarios que hubiesen votado en contra de medidas que supongan la aplicación y desarrollo de leyes o disposiciones de carácter general relativas a la memoria democrática y a la reparación de víctimas de la Guerra Civil española y del franquismo, resultando en el bloqueo e incumplimiento de las mismas». Además de muchas otras consideraciones, la duda que plantea semejante precepto es por qué no se condena también como inductor del delito a quien somete el asunto a votación, teniendo en cuenta que sólo es posible votar a favor y que se corre el riesgo de ir a la cárcel cuatro años si se vota en contra. Es fácil entender y compartir que las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo o su memoria merezcan protección frente a expresiones que incitan al odio. Lo que resulta imposible compartir es que no merezcan esa misma protección las víctimas del terrorismo o su memoria.

La calificación de las ideas a través de leyes sancionadoras no es otra cosa que la manifestación de un prejuicio mayúsculo, al servicio de la ingeniería social, del rédito electoral o de ambos, pero nunca de la defensa de la libertad de expresión, que se convierte en una mera coartada. Lo difícil de considerar la libertad de expresión ilimitada es aceptar que al amparo de la misma se protejan discursos abominables, sean cuales sean y ofendan a quien ofendan. Si, por el contrario, entendemos que la libertad de expresión debe tener límites y que el discurso del odio nunca puede refugiarse en ella, serán merecedoras de reproche todas las formas de discriminación y serán dignas de protección las víctimas de todas las ofensas rezumantes de odio. Cobijar a unas bajo durísimas normas sancionadoras e indignarse en nombre de la libertad de expresión cuando los tribunales castigan otras no es más que una preocupante forma de hipocresía.

Francisco Martínez Vázquez es diputado y profesor de Derecho Constitucional.

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