La libertad de De Juana

Mucho se ha hablado en las últimas semanas del caso De Juana Chaos. Y hemos podido leer y escuchar las más variadas e incluso variopintas opiniones, frecuentemente trufadas de un previo posicionamiento ideológico. Un completo análisis del asunto pasa por distinguir cuatro planos.

En primer lugar, la - para muchos escandalosa- libertad de De Juana después de haber sido condenado a más de tres mil años de prisión por cometer multitud de asesinatos y otros muchos delitos de carácter muy grave. El antiguo Código Penal, bajo el que fue juzgado De Juana, limitaba el cumplimiento efectivo de las penas a un total de treinta años, estableciendo diversos mecanismos que aún acortaban el cumplimiento efectivo. En estricta aplicación de aquella normativa, De Juana extinguió su condena cumpliendo dieciocho años de prisión. Podrá pensarse que ello es injusto, o hasta escandaloso, pero un Estado de derecho debe basarse en la primacía de la ley, sin que sea bajo ningún concepto permisible inaplicarla por razones de oportunidad política o mayor o menor alarma social. Si la ley se muestra insatisfactoria en su aplicación práctica, el legislador debe tomar nota y cambiarla - cosa que ya ha hecho, pues hoy rige un distinto Código Penal-, pero todos - y eso incluye a los declaradamente antisistema o contrasistema- debemos saber que nadie podrá ser condenado a cumplir pena distinta de la legalmente prevista en el momento de la comisión de los hechos.

El segundo aspecto es la condena impuesta a De Juana por sus dos artículos haciendo apología del terrorismo. La Audiencia Nacional le condenó a doce años de prisión y el Tribunal Supremo ha reducido la condena a tres. No es tanto el momento - ni el lugar- de opinar jurídicamente cuál de las dos sentencias es más ajustada a derecho - personalmente creo que la del Supremo-, sino de recordar que el sistema de recursos forma parte del haz de garantías procesales constitucional e internacionalmente protegidas. Cualquier ciudadano condenado - y eso incluye a De Juana- tiene derecho a que su condena sea revisada por un tribunal superior. En ocasiones - las más- para confirmar la primera sentencia; pero en otras muchas para modificarla, al alza o a la baja. Todos los abogados en ejercicio sabemos que ello pasa cada día. Son las reglas del juego. A veces nos gusta más la sentencia del tribunal inferior, pero la que prima es, obviamente, la dictada por el tribunal superior. Ningún tribunal - compuesto por seres humanos- es infalible, pero el obligado acatamiento de las sentencias firmes - aquellas contra las que ya no cabe nuevo recurso- es otro de los pilares del Estado democrático. Por descontado que son permisibles - e incluso saludables- la discrepancia y la crítica. Pero por simple rigor intelectual, esa discrepancia o crítica debería basarse en argumentos jurídicos, es decir, en razonar si la sentencia es más o menos ajustada a derecho, cuestión siempre opinable, pero no es de recibo la crítica basada en argumentos de carácter retributivo del tipo "lo que se merece por su sangriento historial previo", que tanto han proliferado en las últimas semanas.

La tercera dimensión atañe al régimen penitenciario desde una doble perspectiva. El vigente Reglamento Penitenciario, de 1996, otorga un gran margen de discrecionalidad a la Administración respecto del régimen y condiciones de cumplimiento de las penas privativas de libertad. Desde el régimen cerrado hasta el abierto o semiabierto, pasando por la libertad vigilada sometida a control telemático. Desde un punto de visto ético es opinable si la Administración - la Administración en general, y la penitenciaria en particular- puede impedir o debe permitir que un ciudadano muera por huelga de hambre. ¿Pueden los bomberos derribar la puerta de una vivienda para evitar que un ciudadano salte desde el balcón? ¿Puede hacerse una transfusión de sangre a la fuerza, contra las convicciones religiosas del enfermo o sus progenitores? Obsérvese que, conceptualmente, el debate es idéntico. El caso tiene también una dimensión política. Partidarios y detractores de la vía del diálogo analizan el caso De Juana desde la perspectiva de la conveniencia o inconveniencia de "hacer concesiones o crear un mártir". Pero no debemos olvidar que cada poder del Estado - y debemos revelarnos contra quienes pretendan la muerte de Montesquieu- tiene sus propias reglas de funcionamiento. El Ejecutivo tiene mayor margen de discrecionalidad política y ahí es donde puede jugar con una interpretación más o menos laxa o estricta del reglamento penitenciario. El Judicial está, por el contrario, sometido al imperio de la ley y no debe - no debería- nunca razonar en clave de oportunidad política. Pero las leyes requieren ser interpretadas y, desde siempre, "la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas" ha sido uno de los criterios "hermenéuticos" consagrados en nuestra legislación para la adecuada interpretación de las normas jurídicas. Los jueces no deben actuar por criterios políticos, pero no pueden tampoco ignorar la realidad social de cada concreto momento histórico.

Se comprenderá que, con todos los ingredientes apuntados, el caso De Juana permite muchas valoraciones. Instituciones Penitenciarias ha acordado "por estrictas razones sanitarias" que, tras el alta hospitalaria, De Juana, que ya ha cumplido más de la mitad de la condena de tres años, quede eximido de pernoctar en prisión, debiendo permanecer en su domicilio sometido a seguimiento telemático continuado. Y el juez de vigilancia penitenciaria ha aprobado la propuesta destacando que "sin perjuicio del enorme rechazo social y jurídico que merecen determinados comportamientos", la medida es procedente en "estricto cumplimiento de la legalidad vigente". La medida puede parecer - todo es opinable- más o menos acertada, adecuada, oportuna o conveniente. Pero desde el punto de vista jurídico es totalmente impecable.

Jaume Alonso-Cuevillas, profesor de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.