La libertad de expresión y sus límites, que los tiene

La difusión de ofensas a Mahoma y la reacción posterior en la mayoría de los países musulmanes han desatado un debate muy conveniente sobre el uso de la libertad de expresión y sus límites. Varios medios de comunicación occidentales han destacado la necesidad de defender ese pilar de nuestra democracia, sin concesiones oportunistas, y algunos han elogiado la supuesta valentía de las publicaciones que, después de las protestas y la violencia, insistieron en la mofa del principal profeta del islam. El presidente Barack Obama hizo una brillante labor didáctica en la ONU para explicar a los nuevos Gobiernos libremente elegidos en el mundo árabe los enormes, aunque a veces dolorosos, beneficios del respeto a la libertad de expresión. “Yo acepto que la gente va a decir de mí cosas horribles todos los días, y siempre defenderé su derecho a hacerlo”, dijo.

El uso de la libertad de expresión y sus límites es un asunto recurrente de estudio académico, sin conclusión sencilla, como siempre que se entra en el terreno en el que compiten derechos. En este caso, la libertad de expresión compite con la estabilidad en Oriente Próximo, y su aplicación, por tanto, tiene repercusiones para la seguridad internacional.

Hay dos aspectos que no se han tenido suficientemente en cuenta en el debate actual: por un lado, la diferencia entre libertad de expresión y la provocación premeditada; por otro, la lógica gradualidad del proceso de democratización en el mundo árabe.

El primero es el ángulo más espinoso. Cuando se matiza sobre el uso de un derecho tan fundamental se corre riesgo de abrir una rendija a su restricción injustificada. Alguien podría entender como provocación el libro de Salman Rushdie, las caricaturas de Mahoma en una publicación de Dinamarca o la colocación de una bandera española en un pueblo de mayoría independentista en el País Vasco, que, por supuesto, no lo son. Los musulmanes, incluso los moderados, han visto también como provocación el vídeo de la película The Innocence of Muslims, pero, en este caso, existen dudas de que no lo sea.

La diferencia es evidente: el propósito de quien ejerce el derecho. Un escritor tiene derecho a escribir una novela por dinero o amor al arte y un ciudadano tiene derecho a proclamar su fidelidad a una bandera por orgullo o por dignidad. Sin embargo, el propósito de los autores de esa película, de la que incluso se duda su existencia, era manifiestamente el de provocar la violencia que, efectivamente, desencadenó. Con esa intención fue distribuido el tráiler y esa es la intención manifestada por sus autores, de los que, además, existen precedentes de este tipo de comportamientos.

La libertad, tal como es descrita, es para “expresar”, no para provocar. Obviamente, una persona que te pare en la calle y te llame “hijo de puta” no está ejerciendo ningún derecho protegido constitucionalmente. El periodista Anthony Lewis, famoso por su defensa a ultranza de la libertad de expresión frente a las presiones políticas, ha dicho que “si el resultado de su uso fuese la violencia, y esa violencia fuese provocada, entonces tendría el valor de un acto criminal”. Claro que también puede generar violencia el grito de ¡Viva España! en Rentería, pero es dudoso que alguien busque con esa proclamación ser golpeado, marginado o perseguido. Es ahí, donde la ley tiene que proteger al ciudadano. Como la ley debe de proteger al cristiano de Egipto que quiere acudir pacíficamente a su iglesia. Más dudoso es que deba proteger a quien, en California, hace un producto que no se justifica ni por su uso comercial ni por su uso meramente ideológico. Puede haber una ideología tan extremista que pretenda eliminar al islam de la faz de la tierra. Pero, en ese caso, el Estado democrático debería actuar con la misma energía con la que combate, por ejemplo, la reproducción del nazismo o la negación del Holocausto.

El otro aspecto a considerar es el de la evolución de las democracias árabes. El reciente discurso del presidente de Egipto, Mohamed Mosri, ante la ONU hubiera tenido mejores críticas en Occidente si, en lugar de hablar de la responsabilidad en el uso de la libertad de expresión, hubiera amparado el derecho de cada cual a insultar a cualquier figura religiosa, incluido Mahoma. Pero, pensar que Mosri u otro dirigente árabe, por muy moderno y prooccidental que sea, pueda dar ese paso es desconocer por completo la realidad del mundo actual.

Los países musulmanes viven, en efecto, en gran parte, bajo el tabú de su religión. Décadas de abusos y manipulaciones cometidas por sus dirigentes políticos, han generado, además, la paranoia de sentirse el blanco de un complot mundial, a lo que también contribuyen episodios como el de una reciente portada de Newsweek en la que, junto a una foto de musulmanes en agresivo griterío, se incluían consejos sobre cómo sobrevivir al “odio islámico”.

Todo eso, visto desde Occidente, que presume con razón de haber roto con todas las esclavitudes de carácter religioso, resulta intolerable. En Occidente, no solo es posible, sino hasta frecuente la burla de los símbolos religiosos, pero existen límites en otros terrenos. En Estados Unidos, los periodistas tratan con guantes de seda todo lo que tenga que ver con discriminación racial. En Francia, hasta hace apenas una década no se habló con claridad de algunos siniestros episodios ocurridos durante la II Guerra Mundial, como el del Vélodrome d’Hiver. En España, los medios de comunicación aceptaron una discreta autocensura sobre la Monarquía. Cada país tiene sus acotaciones a la libertad y sus particularidades.

Muchos de esos límites se justifican en la preservación de la estabilidad política o la paz social. Lo mismo que hoy aconseja cierta paciencia con la evolución de los acontecimientos en Oriente Próximo. Si se compara lo ocurrido el mes pasado —protestas minoritarias combatidas por Gobiernos democráticos— con la crisis desatada con motivo de las caricaturas danesas —muertos y un largo conflicto, alimentado por los propios Gobiernos dictatoriales—, se comprenderá lo mucho que se ha avanzado en estos años. Es con eso con lo que hay que compararlo, no con el trato a la libertad de expresión en Suiza.

Antonio Caño.

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