La libertad de todos

Ninguna tradición política perduraría si no constituyera en realidad un escenario de conflicto de interpretaciones, debates y contestaciones. El liberalismo político, hoy día tan sometido a presión por diversos frentes corrosivos y apropiaciones esterilizantes, es sin duda una tradición de tradiciones que hay que reformular en estos tiempos donde tantos desvaríos se justifican tomando en vano el irrenunciable valor de la libertad. Bien está que se reivindique la libertad, pero más aún que se explique qué entendemos por ella. Judith Shklar, filósofa política cada vez más leída y apreciada en nuestro país, es una ayuda inestimable para ello. Sus escritos sobre la obligación política, de próxima aparición en la editorial Herder, constituyen una valiosa brújula para orientarnos en el peligroso momento político que atravesamos a escala mundial.

La interrogación principal que Shklar efectúa en estos textos es más urgente y útil que nunca en el marco de la crisis de las democracias liberales: ¿puede y debe un liberal político comprometerse profundamente con la sociedad en la que habita? Su respuesta es rotundamente afirmativa y para sustentarla efectúa una enérgica defensa del concepto de libertad positiva. Más allá de una mera reivindicación de no injerencia en la vida de los ciudadanos, el concepto que Shklar propone de una libertad cívica implica una consideración profunda de obligación política. Lo fascinante del liberalismo de Shklar es que esta consideración está afinada en la clave de una filosofía de lo común acompañada de la caracterización de un temperamento liberal acorde con el compromiso político inherente a esta concepción. Derechos y deberes están indisolublemente unidos en su pensamiento, de tal manera que no encontramos en ella la reivindicación tan escorada hacia un individualismo corrosivo que suele aparecer en muchas versiones más incívicas del liberalismo, sino un delicado entramado que liga los derechos de los individuos al marco normativo donde estos se ejercen y adquieren su sentido, esto es, un marco común de obligaciones y dones mutuos. Por ello Shklar nos ayuda a pensar no sólo la fuerza coercitiva de las normas sino también su impulso edificante, en el sentido de que no sólo piensa qué obliga a un ciudadano sino sobre todo qué liga a un ciudadano con un sistema normativo y con un Estado. Su liberalismo, pues, no contiene resabios antiestatalistas sino todo lo contrario: el Estado se concibe como proveedor de servicios y agente de redistribución, lo cual permite y exige un compromiso sincero de sus ciudadanos y una identificación institucional, así como la capacidad de exigir la contrapartida justa de este compromiso al propio Estado. En definitiva, al individuo liberal en el que piensa la autora no le importa sólo él mismo: lo que le importa ante todo es vivir en un sistema liberal para todos, no es un simple egoísta. Por eso Shklar no habla de una política de la moralidad sino de la dimensión moral misma de la política.

Esta dimensión moral es la razón por la que defiende enérgicamente la necesidad de ir más allá de un concepto de libertad negativa como no interferencia (“la espantosa forma en la que la dibuja Berlin”, llega a decir) hacia un concepto de libertad positiva. No se trata de que rechace la libertad negativa, lo crucial es que la concibe como inseparable de la libertad positiva y demanda por tanto una concepción que las articule correctamente. Para ello invoca el gran pecado original de Estados Unidos que fue la esclavitud. Distingue así entre la “libertad de los amos” y “la libertad de los esclavos”, retratando implacablemente la hipocresía de los esclavistas que consideraban justos sus derechos absolutos sobre otros seres humanos y sin duda se preocupaban mucho por su libertad de expresión o por su propio derecho a no ser interferidos en el ejercicio de sus libertades de propietarios. Cuando, gracias a una teoría de los derechos que combinan ambas libertades, la libertad de no vivir sojuzgados por otros se hizo extensiva a toda la población y no sólo a una parte de ella, los amos dejaron de tener el monopolio de la libertad negativa, se produjo una redistribución de la libertad y con ello la aparición de una libertad de todos. Los amos “se vieron obligados a vivir a la altura de los compromisos públicos que profesaban y las leyes que de hecho habían apoyado cuando éstas se aplicaban sólo a sí mismos”.

Esta es la esencia del “nuevo liberalismo” de T. H. Green (1836) que recupera Shklar y que tan útil nos puede resultar hoy. Un liberalismo que concibe un Estado activo en la protección de las libertades democráticas a través del combate contra la desigualdad de oportunidades y la pobreza con el que los liberales no sólo podrían sino deberían colaborar. Para Shklar, los idealistas de Green “fueron liberales profundamente comprometidos con la protección de la libertad política de los ciudadanos, pero su principal objetivo era hacerlo de modo que resultara compatible con la creciente acción del Estado para proteger a las clases trabajadoras contra la explotación y la pobreza”. El objetivo de este Estado precursor de una cierta idea de socialdemocracia no es el de adoctrinar sino el de estar a la altura de sus principios políticos democráticos. Sin duda es la hora de rescatar esta concepción, que garantiza y extiende un concepto de libertad para todos.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

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