La libertad del arte

El hombre en el cruce de caminos. Así se llamaba el inmenso mural que Diego Rivera pintó en la entrada del Rockefeller Center, a petición del padrino de la dinastía cuya madre era entusiasta admiradora del artista mexicano. A diferencia de la anarquista Anna Gabriel en su fuga hacia Suiza, Rivera y su mujer Frida Kahlo no estaban dispuestos a cambiar ni el flequillo de su peinado a fin de ser admitidos en el corazón del capitalismo mundial. De modo que el colosal pintor convirtió a Marx, Lenin y su amigo Trotski en protagonistas principales de la obra instalada en lo que por entonces constituía el rascacielos más emblemático de la ciudad de Nueva York. Nelson Rockefeller entendió que la pintura constituía toda una provocación, aunque antes de prohibirla buscó una salida consensuada y solicitó cambiar el retrato de Lenin por el de alguien distinto, a lo que el autor se negó en redondo, ofreciendo solo completar el triunvirato con un héroe americano como Abraham Lincoln. Al final no hubo trato y la pintura fue destruida, dando la oportunidad a Josep Lluis Sert de ilustrar las cúpulas del edificio en sustitución de los frescos censurados.

La libertad del arteNaturalmente ni Santiago Sierra, que no ha de pasar a la historia del arte, es Diego Rivera ni el presidente de Ifema Rockefeller, y Lenin se sentiría ofendido de que alguien le comparara con Oriol Junqueras, pero el incidente en Arco me trajo a la memoria la muy conocida historia con que comienza este relato. Y me sugirió algunas reflexiones, a comenzar por la estúpida afirmación de que la decisión de descolgar la obra Presos políticos en la España contemporánea no se trató de un acto de censura sino que respondía a la decisión libre de la galerista, aunque esta procediera a instancias de la institución que la albergaba y en ningún caso por voluntad propia. Censurar es de acuerdo al diccionario imponer supresiones o cambios en algo, por lo que la acción de Ifema fue una indudable vulneración del artículo 20 de la Constitución, que garantiza la expresión artística sin ningún tipo de censura previa. Ningún tipo quiere decir ningún tipo, se pongan como se pongan los exégetas de turno.

Lo preocupante de esta historia no es la propaganda gratuita de un deleznable objeto estético, cuya prohibición no ha hecho sino multiplicar por miles la inmerecida atención que pudiera recibir. Lo más inquietante es el entorno en que la decisión se produjo, el mismo día en que una juez secuestraba un libro sobre el narcotráfico gallego a instancias de un cacique de la zona y otro tribunal enviaba a la cárcel por más de tres años a un rapero por insultar al Rey e incitar al terrorismo con sus canciones —según la sentencia—. La consecuencia obvia de todos estos sucesos no ha sido nuevamente sino la de aumentar la venta y el consumo de los productos prohibidos, potenciando lo que aparentemente se quería evitar, y administrando cualquier cosa menos justicia. Ese ambiente no es por desgracia privativo de las mentalidades conservadoras y el progresismo puritano también ha dejado ver su ánimo justiciero. El Museo de Mánchester decidió hace unas semanas descolgar un cuadro porque en él aparecían unas adolescentes desnudas y podía considerarse que la pintura contribuía a la cosificación de la mujer. No fue una iniciativa original. Ya en las postrimerías del franquismo la alcaldesa de Santander decidió tapar con lonas las desnudas cariátides de la plaza porticada de la capital, que en su opinión ofendían a la decencia pública. Las reacciones virulentas del feminismo oficial contra el manifiesto de las artistas e intelectuales francesas preocupadas por algunos perfiles hipócritas del movimiento MeToo y un reciente artículo de Laura Freixas en este mismo periódico, estableciendo códigos de conducta para la lectura de Lolita, al igual que la declaración de la portavoz socialista justificando de manera precipitada la censura en Arco, responden a la convicción muy extendida de que el fin justifica los medios, y al intento de cada autoridad o grupo de influencia de imponer su norma moral como la única admisible.

La privatización del debate público coherente con estas prácticas está conduciendo a la política española por las vías del esperpento. El gesto del presidente del Parlamento catalán, que aprovechando que le habían invitado a una celebración reclamó la libertad para los retratados en la obra de Arco, fue respondido con el abandono del acto por las autoridades judiciales catalanas, en repetición mimética de la extemporánea actitud del parlamentario. Ambas decisiones fueron jaleadas por los partidarios de las respectivas posturas como actos de hidalguía y no como gestos de mala educación y espíritu sectario en casa ajena. El señor Torrent se mostró, lo mismo que el señor Sierra, como un provocador de poca monta, y los señores magistrados se comportaron igual que Ifema, tratando de imponer lo que se dice o no en su presencia, actitud solo permisible en su caso cuando se encuentren en sede judicial, y contribuyendo con su gesto a propagar la opinión del presidente del Parlamento, reiteración de una mentira destinada a destruir la convivencia pacífica de los españoles. Pero la iracundia pública de jueces y fiscales no hace sino socavar la confianza de los ciudadanos en la imparcialidad e independencia de la justicia, ya bastante en entredicho.

Por menores que parezcan estas anécdotas, a las que podríamos añadir el desplante de la señora Colau y del propio Torrent a la presencia del jefe del Estado en la inauguración del Mobile Congress, como si el Parlamento catalán y la Alcaldía de Barcelona fueran propiedad particular de los interfectos, todas remiten a la misma preocupante situación política en la que cada cual se convierte en intérprete de la democracia y la ley, sintiéndose capaz de establecer lo que es bueno y malo para la comunidad, lo que se puede decir y no, en función de su propia ideología o interés. Desde que Marcel Duchamp colgara en la pared su célebre urinario, las artes plásticas se encaminaron de manera cada vez más decidida por el camino de la provocación, en el marco del despertar de las vanguardias. Censurar la provocación es censurar la libre expresión y en ningún lugar está escrito que hayan de protegerse jurídicamente solo las obras de arte coherentes con el canon establecido. La respuesta de los responsables políticos frente a la creciente agresión a las libertades expresa la debilidad de las instituciones y el pánico a asumir responsabilidades. La discusión sobre los límites democráticos a la libertad de expresión está hoy sobre la mesa de intelectuales y políticos habida cuenta del aluvión de inmundicia, plagado de injurias y calumnias, que circula en Internet, pero eso ni debe ni puede ser pretexto para que el poder establezca su propia y extravagante visión de lo que es permisible y no a la hora de expresarse. Ni el poder político, ni el económico, ni el de la opinión dominante. Si la libertad del arte está amenazada, lo están las libertades de todos nosotros. Por remedar el título de la obra de Diego Rivera que acabó siendo destruida, esta es la encrucijada de caminos en la que nos encontramos.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y del comité editorial del Grupo PRISA.

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