En una declaración ante el subcomité del Senado de Estados Unidos para la Enseñanza Postsecundaria en 1989, el por entonces presidente de la Biblioteca Pública de Nueva York, el reverendo Timothy Healy, señaló: «Una vez que se confunden la ley y la moralidad es fácil hacer declaraciones como la de que todo lo que es bueno debe ser legislado. Esta premisa ya es mala, pero mezclar el reino de la ley con el reino de la moral es fatal...». Admonición que vendría como anillo al dedo a la incontinencia legislativa que se ha apoderado en los últimos tiempos del Gobierno español, auspiciando normas de obligado cumplimiento sobre moralidad, usos y costumbres varias.
La polémica sobre la legitimidad y utilidad del intervencionismo por parte de los gobiernos, aun si éstos son de carácter democrático, ha sido una de las más destacadas y recurrentes en la Historia contemporánea; polémica que podría incluirse en otra de más fondo como es la del conflicto entre libertad individual y colectivismo. Las corrientes liberales, en su sentido más amplio, defienden el reconocimiento de las opiniones y gustos de los individuos como supremos en su esfera propia, pudiendo elegir entre diferentes formas de vida, mientras que el colectivismo aspira a organizar la sociedad entera y todos sus recursos para una finalidad unitaria, sin reconocer las esferas autónomas de los individuos y desvalorizando las fuerzas espontáneas que se dan en una sociedad libre y abierta.
La tendencia intervencionista de gobiernos y parlamentos en cada vez más ámbitos de las vidas de los ciudadanos se fue incrementando en la Europa de entreguerras, incluso en países como Gran Bretaña de importante tradición liberal, y así, ya en 1931, en el Dictamen de la Comisión Macmillan se señalaba que «el Parlamento se encuentra comprometido crecientemente en una legislación que tiene como finalidad consciente la regulación de los negocios diarios de la comunidad e interviene ahora en cuestiones que antes se habrían considerado completamente fuera de su alcance». Sin embargo, en los últimos tiempos del pasado siglo, y especialmente tras la caída del Muro de Berlín, parecía como si se hubiese producido un cierto reflujo en la fiebre intervencionista -no sólo en el terreno económico-, o por lo menos el cuestionamiento de su excesivo uso en algunos terrenos de las políticas gubernamentales. Mas en el caso concreto de España, en la actualidad con el Gobierno encabezado por Zapatero y la mayoría parlamentaria que le sustenta, el intervencionismo estatal en diferentes ámbitos -moral privada y educación, libertad de mercado, interpretación de la Historia, alimentación, salud, costumbres y gustos estéticos y culturales...- está siendo utilizado con verdaderas ansias fagocitadoras.
Algunos de los planteamientos y justificaciones para ese intervencionismo en lo que son ámbitos de la moral, de hábitos y costumbres y, en general, modos de vida de la persona, se basan en una perversión de raíz de principios básicos de las sociedades liberal-democráticas, de manera particular el de la relación entre la ley y la libertad del individuo. Para una sensibilidad liberal chirría oír al presidente Zapatero cuando dice que «los valores de la ciudadanía son los que deciden libre y responsablemente quienes representan a los ciudadanos». Porque una cosa son los mecanismos consensuados para conformar las normas básicas de la convivencia democrática, en especial las normas constitucionales, y otra, los valores de cada ciudadano en particular (la democracia es un instrumento; la libertad, un fin). La escala de valores existe sólo en las mentes individuales, escalas que pueden ser diferentes entre sí e incluso contradictorias, y para la «ciudadanía» es imposible que exista un código ético completo, entre otras cuestiones, porque no es posible que haya una opinión mayoritaria sobre todas las cosas. La felicidad, el bienestar y el modo de vida de millones de personas no pueden medirse por una sola escala de valores.
Desde la época de la Ilustración y del primer liberalismo, es constante esta preocupación entre los pensadores de mentalidad liberal. Kant dice: «No quiero que nadie me obligue a ser feliz a su manera» y Benjamín Constant: «... que el Gobierno se limite a ser justo, nosotros nos encargaremos de ser felices». Montesquieu había señalado que para asegurar el ejercicio de la libertad -para él, el bien máximo del individuo y de la sociedad- había que crear un régimen moderado, templado, basado en un mecanismo de técnica política sobre el principio de que el poder pare al poder, pero que luego, el ser libre es una acción voluntaria de la persona.
Con cierta frecuencia se da una confusión acerca de en qué consiste el Estado de Derecho. Por supuesto que el imperio de la ley es un presupuesto básico -ley que debe ser hecha por quien ha decidido la mayoría-, pero ello no es suficiente. El Estado de Derecho requiere, además, que todas las leyes se conformen con ciertos principios, entre otros, el de poner límites a los poderes de los gobiernos -también de la asamblea legislativa-, porque los poderes de cualquier mayoría temporal se deben hallar limitados por principio. Como prevenía Hayek: «Dando al Estado poderes ilimitados, la norma más arbitraria puede legalizarse, y de esta manera una democracia puede establecer el más completo despotismo imaginable».
La libertad de las personas debe estar protegida por la ley, pero hay ámbitos de libertad y de moralidad personal que se aseguran y se ejercen precisamente por la ausencia de ésta. Son esas libertades de las que ya hablaba Hobbes en el siglo XVII como las derivadas del silencio de la ley: libertad «en todos esos actos que no hayan sido regulados por las leyes». Esos ámbitos de la vida y la moralidad privadas de los individuos, que el Estado no tiene por qué controlar, esos ámbitos que conformarían el concepto liberal moderno de «libertad negativa» -en terminología usada por Isaiah Berlin-, y que vendría a responder al interrogante de en qué ámbito mando yo, en qué ámbito de mi vida no interviene el Estado.
En una sociedad abierta liberal-democrática ningún poder superior debe tener facultad para imponer coercitivamente, por ley o por otros medios abusivos, su criterio sobre la bondad o lo procedente en creencias morales o estéticas. Como ha señalado Lipovetsky: «Para que las sociedades liberales se mantengan, no es necesario que todos compartamos los mismos valores, basta con que se acepten los valores mínimos de la democracia y con que domine el ethos práctico de la tolerancia. En una democracia liberal, el objetivo no ha de ser tratar de regenerar moralmente a los ciudadanos, sino únicamente animar y valorizar las virtudes políticas necesarias para el mantenimiento de una sociedad pluralista».
Es constatable la tendencia de que el desarrollo de la civilización con frecuencia tiene como auxiliar la reducción progresiva de los ámbitos en que las acciones individuales están sujetas a reglas fijas. Incluso, en ocasiones, el progreso se ha desarrollado cuando determinadas personas, o instituciones, se han abstenido de ejercer controles que estaban dentro de sus poderes específicos.
Cuando el Estado interviene -y a través de la ley utiliza su poder coercitivo- en asuntos de la moral privada o en los actos de los individuos que no perjudican a los demás se está restringiendo la libertad individual y, también, se está promoviendo ese prototipo cada vez más frecuente en nuestra cultura actual del «ciudadano niño», del eterno Peter Pan, el «hombre menguante» que caracterizaba Pascual Bruckner, aquejado de las patologías del infantilismo y la victimización. Cuando eso sucede de manera frecuente y creciente nos estamos introduciendo en las aguas pantanosas de la fascinación por los fetiches germinados de la víctima y de su redentor, sobre lo que nos alertaba el poeta Auden.
Alejandro Diz, profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.