La libertad educativa que se nos prescribe

En su Discours sur l’économie politique de 1755, Jean-Jacques Rousseau da al Estado un papel prioritario sobre el de los padres en el ámbito de la educación de los hijos, ya que considera que «la razón del hombre no puede ser el único árbitro de sus deberes» y que la educación de los niños no debe «abandonarse a los prejuicios de sus padres». Rousseau fundamenta sus principios en la idea de que «la muerte del padre sustrae los frutos» de la educación recibida por los hijos. Para Rousseau, el Estado permanece, pero la familia se disuelve. Por lo tanto, el Estado no puede contentarse con jugar un papel de subsidiaridad, sino que debe actuar como el principal educador de los niños. Para él, «empapar al niño de las leyes del Estado y de los principios de la voluntad general» le llevará al ideal de la hermandad en la igualdad. ¿Quizá fue por exceso de coherencia consigo mismo que el soñador de Ginebra dejó a sus hijos en un orfanato?

Para Rousseau, la influencia del ámbito doméstico debe limitarse a los primeros momentos de la vida del niño; luego éste necesita tener un tutor que le enseñe a vivir en sociedad cuanto antes, según marcan reglas prescritas por el Gobierno. Esa es la historieta de Émile, el niño ficticio de la novela del mismo nombre. Para los pedagogos o políticos románticos inspirados en Rousseau, se educa al niño para ser ciudadano, ante todo.

Algunos pedagogos y políticos de la educación leen Émile como si fuera un tratado de educación, pero el mismo Rousseau confiesa que esa no fue su intención al escribir el texto. Émile es, en realidad, la herramienta de implementación de un sistema político, es el manual del buen ciudadano del régimen político propuesto por el autor el mismo año en El contrato social. En otras palabras, la prédica educativo-romántica inspirada en Rousseau forma al niño para ser un ciudadano que se conforme con un modelo social definido de antemano. El margen de libertad es el molde. De hecho, no son pocos los autores que han recalcado que Émile está continuamente siendo manipulado por su maestro. Algunos autores hablan incluso de «hilos invisibles» movidos por su tutor, que llevan al alumno como si de una marioneta se tratara, engañándole en pensar que está libre. Es el legado del conductismo sensorial de Locke.

Ahora bien, como Rousseau apela a la permanencia del Estado –que debe sobrevivir a los «deseos arbitrarios» o a la muerte de los padres– y a los grandes principios de la voluntad general legislados por sus sabios dirigentes, sería bueno hacer un poco de historia y preguntarnos si el programa educativo que proponía Rousseau en Émile se consideraría hoy como algo merecedor de haber permanecido después de tres siglos. Veamos.

Rousseau defendía la educación diferenciada. Pues sí. Émile y Sophie –la mujer que debía ser su fiel y sometida esposa– debían estar educados separadamente. Esa separación no se basó en que Émile y Sophie tenían ritmos de aprendizaje distintos, sino en lo que Rousseau afirma sin rodeos: «El arte de pensar no es ajeno a las mujeres, pero sólo deben aflorar las ciencias del razonamiento». Opina que «las niñas no les gusta aprender a leer y escribir y, sin embargo, siempre están dispuestas para aprender a coser». En definitiva, para él, la mujer quiere y debe saber menos que el hombre.

Resulta insólito que una de las propuestas del renombrado ideólogo de la igualdad fue la educación para la desigualdad. Parece que algunas ideas del programa educativo propuesto por Rousseau han envejecido un poco mal. Sin embargo, en el modelo de Estado propuesto por Rousseau, esas debían ser ideas aceptadas por todos, sin excepción. Eran ideas tan universales y necesarias que justificaban que los padres las acaten en contra de sus propias intuiciones educativas. En el modelo rousseauniano, la educación parental se limita a entregar a los hijos al Estado y a confiar ciegamente en el resultado.

Estos días hemos visto debatir de si los hijos eran propiedad o no de los padres. No lo son, obviamente. Disfrazar un debate sobre la educación pública en uno sobre el derecho a vender o no los propios hijos como esclavos, es una trampa sofista poco sofisticada. Siguiendo la misma lógica, los hijos tampoco son del Estado. Esa no es la cuestión. Lo que está en juego es quién asume el rol de primer educador y quién el rol subsidiario. La subsidiaridad del Estado (en la educación y también en muchos otros ámbitos) no es baladí, pues es un principio de defensa de la libertad frente al totalitarismo. De hecho, ha quedado para la historia aquella famosa frase de Rousseau en El contrato social: «Cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo social: lo que no significa otra cosa que se lo forzará a ser libre». Se le forzará a ser libre.

Todo ello nos obliga a reconocer que existe una paradoja en la libertad sugerida por Rousseau y por todos los herederos de su pensamiento, los postmodernistas. La paradoja es que sólo se permite ejercer la libertad que se nos prescribe. El ciudadano es libre, pero para tomar las decisiones que el Estado le dice que ha de tomar. Es libre para ejercer la corrección política, o sea, para pronunciar las palabras que le deja pronunciar el Estado y para omitir las que no le deja. Es libre para dejar que el Estado eduque a sus hijos desde los cuatro meses. Es libre de pensar que la libertad educativa es monopolio exclusivo de la escuela concertada o privada. Es libre de pensar que los padres de la escuela pública nunca pueden desear un modelo alternativo al que se les ofrece (Montessori, educación sin tableta, no bilingüe o bilingüe, Decroly, escuela libre, etcétera). También es libre de pensar que el Estado conoce perfectamente a sus hijos y sabe más que él lo que está en su mejor interés. Es libre de no darse cuenta del sofismo que supone disfrazar un debate sobre la educación pública en uno sobre el derecho a vender o no los hijos como esclavos. Es libre de pensar que su propia intuición y sensibilidad parental son algo pasajero, arbitrario y despreciable. En definitiva, es libre de pensar que cualquier que se oponga al Estado debe ser señalado como un facha o un retrógrado.

Con tantas garantías de libertad, podemos preguntarnos por qué Isaiah Berlin, historiador de las ideas que fue profesor de la Universidad de Oxford, consideraba a Jean-Jacques Rousseau como un cantor del autoritarismo. Es verdaderamente insólito.

Catherine L’Ecuyer es doctora en Educación y Psicología.

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