La libertad en disputa

Los nuevos rebrotes muestran algo terrible para los más débiles: ciertos abusos de la libertad. Antes que seres dispuestos dócilmente a la servidumbre voluntaria —la gran queja de muchos analistas tanto de la derecha como de la izquierda estos meses de confinamiento—, ¿no aparecemos ahora justo como lo contrario? Si pudiéramos hablar de un “dispositivo de poder”, este parece haber entrenado más nuestra búsqueda inmediata de desescalada y nuestro deseo de libertad como no injerencia que un supuesto “espíritu de rebaño”. Si la pandemia mostrase alguna patología social parcial, esta no tendría tanto que ver con el bovino gregarismo como con cierta incomodidad por la limitación de una libertad responsable; no tanto con el miedo, que existe, como con las inercias sociales. En este sentido, no es casual que la crisis de la covid-19 revele un uso de la “libertad” que se compadece perfectamente con posiciones autoritarias y suicidas desde el plano colectivo. Reparemos, por ejemplo, en la pancarta de seguidores de Trump con el lema “¡Cuarentena para los enfermos, no para los sanos!”.

Esto no es tan extraño si lanzamos una mirada a lo sucedido desde los años setenta. Es habitual señalar aquí el análisis de Michel Foucault del paso, siempre ambivalente, de la racionalidad disciplinaria al gobierno de la seguridad; de la estabilización keynesiana a la movilización del ser humano como “empresa”; del “encierro” fordista a la gramática de la “formación permanente”. Lo que la era covid está cuestionando es justo el proyecto de ese nuevo espíritu poskeynesiano orientado a construir el vínculo social “haciendo de todo individuo un agente de cambio en un mundo en cambio”. Ser móvil en un mundo a la vez en movimiento. Con este ideal de libertad, ¿cómo apelar con éxito a las obligaciones de inmunidad comunitaria y los imperativos de detención de lo económico? Entiéndase bien: no se trata de volver a diagnósticos moralizadores sobre el funesto narcisismo contemporáneo y su búsqueda infantil de intensidades afectivas, sino de comprender cómo esa concepción de la libertad ha sido construida, promovida y mimada durante décadas al servicio del statu quo sistémico.

Lo llamativo de nuestra situación no es, por plausible que este sea, el sometimiento de nuestras libertades a políticas totalitarias de excepción, sino la crisis de ese neoliberalismo que se construyó fundamentalmente, no sin algunas buenas razones, contra el modelo estatal keynesiano. Esto explica la perplejidad actual de actores de ese giro como Bernard-Henri Lévy, para quien lo más sobrecogedor no es la pandemia, sino “la extraña manera que hemos tenido de reaccionar esta vez. La epidemia no solo es la del coronavirus, sino la del miedo que se ha cernido sobre el mundo”.

Evidentemente, no se trata de reducir nuestra conciencia crítica y de renunciar a la vigilancia de posibles abusos estatales, sino de analizar en qué sentido la pandemia revela de forma acusada una tendencia histórica estructural forjada por décadas de neoliberalismo: un sentido de libertad voluntarista, adelgazado de peso material y de contexto social, que hegemónicamente ha organizado y movilizado con éxito el sentido común contemporáneo. Solo desde este marco de libertad ingrávida cualquier limitación de movimientos, por comprensible que sea, aparece como un imaginario coactivo insoportable: más allá de errores concretos, Fernando Simón o el ministro Illa pueden ser así percibidos como “agentes bolivarianos de Maduro” o “comunistas” que imposibilitan la libre circulación de los individuos.

A la vista, sin embargo, de esta grosera caricatura en la que recaen los críticos maximalistas de las políticas de confinamiento, ¿estaríamos a las puertas de una resurrección de un nuevo consenso social? Es decir, ¿ese reciente tránsito al neoliberalismo autoritario —demandar al Estado paradójicamente “mano dura” para garantizar la libertad— estaría quedando neutralizado por una vuelta a una “nueva normalidad” pospopulista? Está por ver.

En España, más allá de las puntuales manifestaciones de folclore nacionalista, esta ingravidez “libertaria” asume en nuestra derecha una modulación particular. Pensemos en la llamativa resistencia del gobierno Ayuso —cual aldea gala contra el invasor romano: hasta que se echó atrás— al uso generalizado de la mascarilla en el espacio público, entendiendo que es una batalla simbólica decisiva no renunciar a la defensa de su “agenda liberal”. Esta retórica también la encontramos en los irritantes mensajes recibidos en nuestros móviles. Eduardo Maura ha definido este perfil como “liberal de WhatsApp”, alguien “al que no le importa ceder masivamente sus datos y que dos docenas de apps le sigan el rastro en su teléfono móvil, pero no soporta el confinamiento y detesta que los gobiernos le digan lo que tiene que hacer”.

Nuestro escenario hoy, por tanto, no está marcado por ningún “miedo a la libertad”, sino por la lucha abierta entre dos modelos de libertad y de construcción social. Si algo resulta esperanzador de este momento histórico es que devuelve la posibilidad de luchar por un programa político en el que puedan convivir la libertad y la igualdad, la redistribución de la riqueza y las oportunidades con la autonomía individual.

Germán Cano es profesor de la UAH y fue consejero estatal de Podemos.

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