La libertad en internet y los principios para un mundo conectado

En 2016, Timothy Garthon Ash, historiador y analista británico, publicó el libro Freedom of Expresion. Ten Principles for a Connected World. En él, establecía una serie de nociones mínimas para que, en medio del tropel de voces y posturas que transitan en la esfera digital, se buscara preservar la libre expresión y, al mismo tiempo, “civilizar” el conflicto inherente a la diversidad de la red. Cinco años después, la libre expresión en el mundo conectado que analizaba Garthon Ash, se ve amenazado por nuevos elementos que, si bien no son del todo inesperados, sí ameritan una reflexión.

La organización no gubernamental Freedom House elabora desde hace once años el reporte Freedom on the Net, que evalúa el estado de la libertad digital en el mundo. Los entornos digitales se clasifican como libres, parcialmente libres o no libres, de acuerdo con una metodología que considera tres elementos: el primero, obstáculos para usar aplicaciones o tecnologías digitales, impuestos por el gobierno, o bien, provocados por barreras económicas o legales; el segundo, censura al contenido publicado en la red. Y el tercero, trasgresiones a los derechos de los usuarios, incluyendo las represalias por publicar contenido, y violaciones a la privacidad.

De acuerdo con estos informes, la posibilidad de acceder sin restricciones a la red y de expresarse libremente en el entorno digital ha venido deteriorándose de manera continua en la última década. El proyecto, que considera 70 países y a casi el 90% de los usuarios de internet, ha documentado que, en 2021, solo el 33% de la población conectada habita en un entorno digital plenamente libre. De los nueve países latinoamericanos considerados, solo Argentina y Costa Rica califican como entornos libres; México, Nicaragua, Colombia, Ecuador y Brasil se consideran parcialmente libres; y para Cuba y Venezuela se concluye que no hay libertad digital.

La multiplicación de trabas para expresar posturas sociales y políticas, la suspensión del acceso a plataformas específicas en momentos de tensión e incertidumbre, como la celebración de elecciones; la abierta censura de información que invita a movilización colectiva, o la utilización de programas espía son algunas de las señales de alarma que documenta el reporte. Estos intentos de asfixiar las redes son indicador del potencial que tiene la red para organizar acción colectiva, estructurar comunidades y conectar con discusiones globales. Finalmente, no había existido un momento en la historia en el que fuera tan sencillo difundir públicamente las ideas, tan poco costoso y con tanto potencial expansivo. Además, la acelerada digitalización del entorno laboral y educativo que trajo el encierro pandémico incrementó, en intensión y extensión, la utilización de las redes entre gran parte de la población.

Hasta hace no pocos años, la visión extendida era que un acceso más libre a la red era, por definición, un mejor acceso; que las redes digitales tenían un potencial democratizador y de empoderamiento de la sociedad civil, y que constituían algo así como la materialización de la esfera pública descrita por Habermas. Pero, más allá de la posibilidad de conexión sin cortapisas, ¿qué ha sucedido con el ejercicio de la libertad dentro de las redes? Roger Deibert, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Toronto, ha identificado que las redes sociales, por un lado, impulsan un modelo de capitalismo de vigilancia, basado en la utilización y comercialización de datos personales, que son entregados en muchas ocasiones por los usuarios mismos; y por otro, que las redes no son necesariamente democráticas ni impulsan un modelo democrático. El desdibujamiento de las fronteras dentro de las que ejercen influencia las redes digitales, entendidas como corporaciones privadas trasnacionales, genera dos elementos especialmente problemáticos: la regulación unilateral del discurso y la inacción selectiva frente a malas prácticas y a una utilización abiertamente autoritaria de los instrumentos digitales.

La pregunta que se impone es si las redes sociales pueden tomar atribuciones para restringir globalmente la difusión de cierta información. Un ejemplo reciente es la decisión tomada por un grupo de ejecutivos de Twitter de bloquear la cuenta del expresidente Donald Trump, por considerar que sus mensajes incitaban a violencia. Este suceso, como documentó The New York Times, generó importantes divisiones dentro de Twitter. Otro caso similar fue la restricción que impuso Facebook a diversos usuarios durante el golpe militar en Myanmar por considerar que difundían información nociva. La discusión latente después de estos casos es si las redes sociales deberían decidir qué información se difunde, considerando que es imposible atribuir a los corporativos privados una neutralidad en sus valores e intereses, y que es probablemente excesivo atribuirles esa responsabilidad.

The Guardian y The Wall Street Journal han documentado profusamente omisiones y prácticas incongruentes en las que ha incurrido Facebook, dependiendo del tipo de usuario y del país en el que se registren. Está, por ejemplo, el caso de la campaña de manipulación política basada en interacciones infladas y perfiles falsos, desplegada por Juan Orlando Hernández, que resultó reelegido presidente en Honduras. Facebook tenía conocimiento de que, por ejemplo, casi el 80% de las respuestas a sus publicaciones provenían de perfiles falsos, pero no tomó ninguna medida al respecto. Hay también evidencia de campañas similares en Ecuador, México y Venezuela, ante las que Facebook también fue indiferente. Más allá del entorno político, Facebook también ha sido omiso frente a publicaciones que propician el tráfico de personas o el comercio ilegal.

Garton Ash señalaba en su libro que, en lo que refiere a restringir o habilitar la libertad global de expresión, las corporaciones detrás de las redes tienen más poder que la mayoría de los Estados. Si cada usuario de Facebook fuera un habitante, continúa Garton Ash, la plataforma tendría más población que China, y quizás más influencia que Francia, por ejemplo. ¿Cómo garantizar entonces la libertad de expresión en este entorno donde se borran las fronteras entre lo digital y lo real, lo público y lo privado, lo estatal y lo corporativo?

Frente a todo esto es inevitable preguntarse si pueden las redes generar un rasero universal para regular las publicaciones de sus usuarios; y, sobre todo, si es deseable que lo hagan, a la vista de sus propios sesgos. La respuesta parece ser negativa. La incógnita entonces es a quién le correspondería regularlo, y bajo qué principios, que aplicaran a toda la comunidad digital global, podría preservarse la libre expresión.

Grisel Salazar

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