La libertad es respeto a la verdad

En las últimas semanas el Estado de Derecho se ha visto sometido a una presión hasta ahora desconocida. Es cierto que los intentos golpistas de 1981 y 2017 entrañaron gravísimos desafíos constitucionales, pero entonces los ciudadanos percibimos que se defendía nuestro régimen de libertades. Sin embargo, en estos días, somos bastantes los que tenemos la sensación de que no sucede lo mismo, como si el virus también hubiera infectado al Estado de Derecho.

Un real decreto del pasado catorce de marzo declaró el estado de alarma que aún padecemos. Esta norma legal no la firmó el presidente del Gobierno, sino la vicepresidenta primera, y lo hizo más de veinticuatro horas después de haberse anunciado solemnemente el día anterior.

En aplicación  de esta medida constitucional se limitaron justificadamente ciertas libertades fundamentales, pero también debemos tener muy claros otros aspectos constitucionales. El primero es que, a pesar del estado de alarma, ni el Gobierno, ni las Cortes, ni los tribunales de justicia, pueden hacer tabla rasa de la letra y del espíritu de la Constitución. Muy al contrario, es en estos momentos de fragilidad social cuando deben respetarse con mayor esmero y pulcritud de formas.

La libertad es respeto a la verdadOtra cuestión que debemos tener muy clara es que el Gobierno y sus agentes mantienen en todo momento una plena responsabilidad, incluida la penal, en la utilización injustificada o abusiva de las facultades que la normativa reguladora de dicho estado de alarma les atribuye (artículos 55 y 116.6 de la Constitución).

Por su parte, los poderes del Estado tampoco pueden interrumpir su actividad, por lo que las imágenes de un Congreso de los Diputados semivacío, con una actividad parlamentaria prácticamente paralizada, han ofrecido un pobre ejemplo a los españoles. Como tampoco parece que el Gobierno haya dado una imagen adecuada, exponiendo demasiado a altos mandos, perfectamente uniformados, pertenecientes a las instituciones más valoradas por los españoles: la Guardia Civil, la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas.

En cambio, la parálisis decretada de la vida judicial no ha impedido, por ejemplo, que el Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha haya contribuido a clarificar las cifras de fallecidos, gracias a la esperanzadora decisión de su presidente.

Por nuestra parte, los sufridos ciudadanos, hemos estado encerrados en nuestras casas, espantados por la muerte de decenas de miles de compatriotas, a quienes no se nos ha permitido rendir homenaje alguno; amedrentados por nuestro posible contagio y el de quienes nos rodean; aterrorizados por la ruina económica que se nos viene encima; y muy desconcertados por la pérdida de nuestra libertad de movimiento.

Con respecto a esto último, algunos especialistas consideran que la declaración del estado de excepción hubiera sido más adecuada que la del estado de alarma. Sin embargo, no son estos aspectos formales de la legislación los que han inquietado más a la ciudadanía, sino las formas con las que se ha aplicado la limitación de nuestros derechos al margen del estado de alarma.

En este sentido, nos ha inquietado a todos la sospecha de que no se haya protegido suficientemente el derecho a la vida de los mayores de cierta edad, o de aquellos que padecían determinadas patologías, o de quienes se encontraban en residencias para la tercera edad.

La aplicación de protocolos clínicos y de métodos de triaje propios de una guerra de trincheras es posible que haya sido necesaria en determinados momentos, pero habrá que justificar cada decisión, paciente por paciente, con sus nombres y apellidos. Se lo debemos a cada uno de los que han padecido el dolor e incluso la muerte en soledad. Como también debe investigarse lo que ha sucedido en las residencias de mayores, así como la lamentable falta de medios de protección para el personal sanitario. Todo ello, sin perjuicio de las responsabilidades patrimoniales que deberán asumir las administraciones publicas tanto por su funcionamiento normal como anormal.

Nuestra libertad de expresión y nuestro derecho a recibir información veraz también parece que se hayan contagiado por la pandemia, de tal forma que hoy, la lectura del artículo 20 de la Constitución conduce a la melancolía. Las declaraciones de ministros y altos mandos de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado sobre la monitorización de las redes sociales para eliminar presuntos bulos no han sido nada felices. Como tampoco lo ha sido la pregunta del CIS sobre la conveniencia de centralizar la información relativa a la pandemia; o los millones de euros repartidos entre algunos medios de comunicación; o las restricciones a las preguntas de las ruedas de prensa; o las contradictorias informaciones sobre las cifras de infectados y fallecidos facilitadas por los expertos. Palabra ésta, la de «experto», que tardará mucho tiempo en recuperar su prestigio de antaño.

En definitiva, es posible que, como sucede en todas las guerras, en esta en la que se lucha contra el virus, la primera víctima haya sido la verdad (Esquilo).

En cuanto a la libertad del culto religioso, garantizado por el artículo dieciséis de la Constitución y por el once del propio real decreto que declaró el estado de alarma, parece que también ha estado en cuarentena. Sobre todo, frente a determinadas actuaciones que requieren, como poco, de un debate público.

El maldito virus también ha afectado al artículo 33.3 de la Constitución, conforme al que nadie puede ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, y siempre mediante la correspondiente indemnización. La renuncia a explicar los términos de este derecho indemnizatorio es muy posible que haya influido en el desabastecimiento de productos básicos para proteger la salud de los españoles.

Con estas consideraciones no pretendo exigir una «causa general» contra el Gobierno y sus agentes, con el estilo propio del Javert de «Los Miserables», pero sí reclamar que se investigue la verdad, porque si la sociedad española renuncia a buscar la verdad de lo acontecido estos días, habremos perdido la confianza en nuestro estado de Derecho y, con ello, muchas posibilidades de un futuro en libertad.

Juan Carlos Domínguez Nafría es académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España y rector honorario de la Universidad CEU San Pablo.

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