La libertad, sin histerismo

Rhazes, Abulcasis, Avicena, Avenzoar… son sólo algunas cumbres señeras del Himalaya que fue la medicina en la edad de oro del islam. Sus avances en las ciencias de la salud, y entre ellas la cirugía —en tiempos en que en Europa ese aborrecible oficio de ensuciarse con el cuerpo humano se dejaba en manos de los barberos—, fueron formidables; mas a pesar de ello, este gran paradigma científico no fue capaz de superar la barrera que había levantado ante él la religión, con su prohibición de profanar el cuerpo humano, que debía ser cuidado y entregado de nuevo a su dador, Dios, de la mejor manera posible.

Si bien esta creencia era compartida por todas las religiones del libro, Europa se mostró mucho más capaz que el mundo islámico para liberarse de ella, matizándola con inteligencia, ya desde los albores del siglo XII, practicando autopsias y avanzando en el método experimental. Gracias a ello tomó el relevo del mundo islámico, que, en medicina como en el resto de ámbitos, quedó atado a lo que para los musulmanes era lo más sagrado.

Porque lo más sagrado es siempre un muro infranqueable, como el cristal para las moscas. Su carácter insalvable se percibe con especial dramatismo en los momentos de crisis, cuando se yergue ante las sociedades como un non plus ultra, que las lleva a bajar los brazos ante los desafíos y cobijarse en su zona de confort hasta eclipsarse.

Ese lo más sagrado es una creencia básica, tal como las definió Ortega y Gasset: es el suelo que pisamos, es también nuestro asidero, es esa clase de pensamientos con los que damos sentido a nuestras vidas y a todo aquello que experimentamos. Como explicó asimismo el filósofo, mientras que las ideas se tienen, en las creencias vivimos.

Y esas creencias no se dan solo en la esfera de la religión. También hay creencias científicas, filosóficas, políticas… Si nos preguntamos, por ejemplo, qué es lo más sagrado en nuestras sociedades abiertas y secularizadas de Occidente, es altamente probable que la respuesta sea esta: la libertad. La libertad es nuestra principal creencia, en sentido orteguiano; nuestro ADN.

Por eso en estos días de confinamiento los medios aparecen saturados de encendidas proclamas en favor de la libertad. Es más que comprensible esta reacción, pues para encontrar una época con restricciones de libertades semejantes a las que estamos sufriendo sería preciso remontarse no años ni décadas, sino siglos atrás. Y también es necesaria, porque es vital mantenerse alerta para proteger aquello que consideramos como lo más sagrado.

Sin embargo, toda defensa de lo más sagrado esconde su peligro. Lo más sagrado gusta del dogma y no admite matices, cambios, mientras que en el mundo todo cambia, y en nuestros tiempos ese cambio se actualiza con una aceleración exponencial. También impide nuevos enfoques de la realidad, y muy especialmente cuando estos implican enfrentarnos a verdades impopulares y a escenarios de futuro que ponen patas arriba nuestro presente.

La defensa de la libertad no debería hacerse de una manera simple, sin tener en cuenta la complejidad de los retos a los que nos enfrentamos. Sería un populismo muy peligroso.

Defender con acierto la libertad exige, de entrada, no mezclar churras con merinas al señalar cuáles son sus amenazas. No es lo mismo utilizar a la Guarda Civil como una nueva policía del pensamiento orwelliana que hacer uso del seguimiento mediante apps de la población infectada.

No es lo mismo bloquear cualquier voz crítica ya sea en medios de comunicación como en redes sociales que aprovechar la capacidad del big data para combatir el coronavirus. No es lo mismo limitar la labor de control del Parlamento o anular de manera torpe e indiscriminada los derechos civiles y la libertad de empresa que introducir sistemas de geolocalización para detener la extensión del virus.

Son, en efecto, dos amenazas a la libertad, pero de categoría muy distinta. E igualmente distintas han de ser sus críticas. Por un lado, tenemos una necesaria reprobación de la amenaza que representa un gobierno compuesto por personas peligrosamente incapaces y con no menos peligrosas pulsiones totalitarias; por otro lado tenemos un precipitado rechazo hacia nada más y nada menos que el sector clave —económico, social, político, cultural, filosófico— sobre el que se va a construir el futuro.

La defensa de la libertad ante esa segunda amenaza tiene que ser mucho más fina. No debe hacerse desde el reduccionismo dogmático de quien salvaguarda lo más sagrado.

Nos consolamos señalando las maldades del régimen autoritario chino en una suerte de disonancia cognitiva colectiva, perdiendo de vista que la contraposición de libertad y seguridad es una falacia de la argumentación, un falso dilema. Porque sin seguridad no hay libertad posible, y lo cierto es que son los avances en las nuevas tecnologías de la información implementados en la lucha contra la epidemia los que explican el éxito de países de Oriente democráticos, como Taiwán o Corea del Sur.

Lo más sagrado no deja a las potencias occidentales percibir su propio ridículo. Desenfoca su mirada provocando una semiceguera voluntaria, autoindulgente.

Ante el abismo de ese mundo es lógico sentir vértigo. Pero la sobrerreacción ante la amenaza a la libertad que supone el nuevo paradigma tecnológico puede llegar a ser tanto o más nociva que la amenaza. Sobre todo, porque no hay alternativa. Con la vigilancia digital y el mundo de los macrodatos sucede algo similar a lo que ya Platón señaló en la política: el precio que debe pagar aquel que se desentiende de ella es acabar siendo irremediablemente gobernado por quienes no se desentienden… y son peores que él.

Los dueños de los datos serán los dueños del futuro, y quienes llevan la delantera en esa carrera son, desde el punto de vista de la libertad, los peores. La defensa histérica de la libertad podría favorecer precisamente a quienes menos respeto sienten por ella.

La lucha contra el dataísmo emprendida por filósofos de tanto peso como el surcoreano Byung-Chul Han es, en el fondo, un ludismo de nuevo cuño, una actualización de un melancólico ludismo que acaso podría llegar a ser atractivo y tranquilizador para quienes, como un servidor, comparten el quevedesco placer de retirarse en la paz de los desiertos para vivir en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos, pero que no es una opción viable para el conjunto de la sociedad. Nada más peligroso para la libertad que abandonar la hegemonía en manos de las sociedades disciplinarias.

Poner fronteras a la vigilancia digital no es posible. Las sociedades occidentales deben afrontar esa amenaza sin ingenuidad, tomando el mando de ese futuro para liderarlo y orientarlo hacia el escenario más acorde con lo que consideramos lo más sagrado. Tienen que evitar caer en la trampa de la dicotomía entre libertad y privacidad, para no quedar a los pies de los regímenes con menos escrúpulos. Los macrodatos pueden fortalecer tanto el autodominio de los ciudadanos como su control externo. Las tecnologías en sí mismas son neutrales y nos permiten elegir.

Pero para eso hay que saber leer la realidad y juzgarla críticamente, sin prejuicios ni trazo grueso. Hay que matizar con inteligencia nuestra creencia, como se hizo con la citada al inicio de este artículo. Hay que huir de esas defensas histéricas de la libertad que no pueden tener otro resultado que el de propiciar que sean otros, y peores, quienes den forma al futuro de nuestros hijos.

De otro modo podríamos acabar dándole la vuelta a la célebre frase del gran Benjamin Franklin: Sacrificamos la seguridad por la libertad, y nos quedamos sin ambas.

Pedro Gómez Carrizo es editor.

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