La Liga de los canallas

No es una novedad decir que el partido del sábado pasado entre el Espanyol y el Barça fue un ejemplo, en la segunda parte, de lo que no debe ser un espectáculo deportivo. Bandas de delincuentes organizados irrumpieron en el estadio vulnerando las normas de seguridad legalmente establecidas, creando graves riesgos para los asistentes e, incluso, para los deportistas. Parecían desterrados los choques entre bandas simpatizantes de equipos rivales, pero la ausencia de una política efectiva de erradicación de esas barras bravas, cuyos nombres producen escalofríos, ha hecho posible que esos choques sigan y parece que a buen ritmo.

La normativa legal para impedir estos actos de violencia, internacional, estatal, autonómica y federativa, tiene ya tiempo y empieza a ser ingente. Sin embargo, lo más decisivo es la falta de voluntad en aplicarlas por parte de clubs y federaciones, echando el muerto a las autoridades públicas que, como en el caso del sábado, se ven razonablemente imposibilitadas de actuar.
Para empezar, los clubs deberían seguir lo que ya hace seis años llevó a cabo el Barça: expulsar de las instalaciones deportivas sin contemplaciones ni excepciones ni perdones a estos pandilleros. Las federaciones correspondientes deberían, además de dar varias veces la vuelta al mundo durante los eternos mandatos de sus dirigentes, dar un ultimátum de 15 días a las entidades federadas para que impidan el acceso a los campos a estos delincuentes y cierren radicalmente toda colaboración ellos: cesión de locales, entradas, viajes a precios de todo a 100- Si un equipo necesita esos animadores para motivarse, debe ser expulsado de las competiciones, pues tal animación hace que el dopaje sea una broma.

Superada esa complicidad abierta de clubs con alborotadores profesionales, al igual que se hizo en la temporada 97-98, gastando más de 200 millones de euros, en su mayor parte, públicos, para automatizar la entrada en los campos de fútbol, deben revisarse las instalaciones deportivas. No se trata solo de sentar a todos los espectadores, prever arquitectónicamente salidas ordenadas en caso de emergencias --hoy por hoy, aún lejos de lo deseable-- o instalar bocas antiincendio. Han de modificarse, entre otras cosas, las gradas, evitando pendientes excesivas y ampliar pasillos; como se vio en el Lluís Companys, el diseño dificultó la actuación de los Mossos: una carga en esos lugares hubiera comportado más de una desgracia.

Las directivas, en este caso la del Espanyol, deben prever mejor los peligros potenciales de un partido de alto riesgo, no colocando a los descerebrados de una afición en una posición de dominio estratégico sobre el resto de los espectadores. Pero aún más importante, deben impedir la entrada, procediendo a un cacheo concienzudo a estos tipos patibularios de sobra conocidos por las organizaciones de seguridad públicas y privadas: no hace falta ser Sherlock Holmes para detectar estas bandas en acción.

Finalmente, se ha echado en cara a algunos jugadores azulgranas el que celebraran su triunfo brindándolo a su hinchada. Ello, en sí mismo, es irrelevante, pero el buen sentido aconseja en tesituras como las del sábado pasado ahorrarse la euforia hacia la grada. Pero hay más: alguien de la directiva, en cualquier equipo, debería aprovechar sus inoportunas visitas al vestuario para exigir a los jugadores que no efectuaran gesto alguno hacia esos bárbaros. El mismo ímpetu que ponen los capitostes futbolísticos en amordazar a sus pupilos, mandándoles callar cuando conviene, deberían mostrar en aleccionarles: a los violentos ni agua.

Ahora, al margen de las sanciones administrativas necesariamente graves por los hechos de Montjuïc, la justicia penal ha entrado en juego. De entrada, cinco de los alborotadores han ingresado en prisión, lo cual parece razonable, pues la pena en juego es de hasta cuatro años y seis meses de cárcel, aparte de la prohibición de asistir a los estadios hasta tres años después de cumplida la condena. Si bien el sistema no pudo evitar los desmanes, con evidente riesgo para las personas, gracias a un trabajo policial bien hecho, la Justicia ha actuado con celeridad.

Con todo, como apuntaba más arriba, es mucha la tarea que queda por hacer y corresponde esencialmente a los clubs. Empieza a ser un hartazgo que se cuelguen de los presupuestos generales, paguen fichas de infarto, se mezclen en operaciones cuando menos poco claras y sean incapaces de poner orden en su casa. No es falta de medios, es falta de ganas.
Es hora ya de garantizar un espectáculo pacífico, donde pasárselo bien, gozar de las jugadas o sufrir lo indecible, donde los niños no tengan que salir llorando devastados por una tensión fruto de la combinación no siempre azarosa de peligrosos indeseables y condescendientes organizaciones. No es hora ciertamente ni de sacar pecho por cumplir con lo obligado ni de denunciar a los demás para tapar incompetencias propias. En fin, no es justo que nos priven de una emoción que esperamos ansiosos por que tanto jerifalte balompédico no sabe hacer bien su trabajo. Esperamos que aprendan la lección y no volvamos a acordarnos de santa Rita, que es patrona de los imposibles pero no de los que miran para otro lado.

Joan Queralt, catedrático de Derecho Penal de la UB.