La línea de sombra

Por Ignacio Camacho, director de ABC (27/11/05):

Lo peor que le podía pasar al Estatuto de Cataluña es que saliese a defenderlo ETA, y ya ha pasado. Con más de media España en estado de cabreo por el zarpazo egoísta a la cohesión nacional que Zapatero pretende permitirle a sus socios, lo único que faltaba para complicar las cosas es que la banda asumiera como propia la reivindicación nacional catalana. Ya sé que nadie tiene la culpa de que ETA, con su perversa intuición para acentuar las debilidades del sistema, se apunte a la defensa del nacionalismo de moda, pero con esa clase de gente conviene estar en desacuerdo. Por decencia, más que nada.

Sin embargo, el pasado viernes, todavía estaban estudiando los agentes antiterroristas el último comunicado etarra cuando el jardinero Benach, elevado a la Presidencia del Parlamento de Cataluña por una carambola del principio de Peter en su enésima potencia, le pasó por la cara al Príncipe de Asturias media docena de veces la cantinela de la nación catalana. No se trata de un gesto de descortesía, sino de falta de decoro moral. Cuando se pertenece al partido cuyo jefe se reunió en Perpiñán con Josu Ternera y Mikel Antza, es menester elegir al menos con cuidado el momento en que se dicen las cosas.

Porque es que, aunque el Gobierno se irrite, están ocurriendo demasiadas coincidencias. Pertenezco al numeroso grupo de ciudadanos que inicialmente tomaron por tremendista el discurso admonitorio de Jaime Mayor Oreja en torno a la «línea de sombra» que según él une el conflicto vasco con la génesis del Estatuto catalán, pero a estas alturas parece necesario admitir que el sombrío diagnóstico del ex ministro del Interior se corresponde al menos con unos preocupantes indicios de la realidad. Y la responsabilidad de que ello suceda no es en modo alguno del que lo señala, como pretenden los ministros que se han lanzado a degüello contra Mayor, Acebes y otros dirigentes peperos que, en el peor de los casos, no hacen sino poner de manifiesto ciertas tercas sospechas que más valdría aclarar para tranquilidad de todos.

Mientras el presidente guarda el silencio de costumbre -últimamente cuando lo rompe suele ser para enseñar colmillos amenazadores bajo su sonrisa-, el difícil panorama político español está arrojando síntomas que no invitan precisamente al sosiego. El más intranquilizador de ellos lo constituye la hipótesis de que todo el monumental lío estatutario responda a un plan de La Moncloa para crear un escenario a la medida de ETA, con el que tener algo que ofrecer llegado el caso de esa negociación que la banda reclama y el Gobierno sueña. Por el momento, lo mejor que se puede pensar es que, si ETA está exigiendo que se abra el proceso, es que el Gobierno no se lo ha concedido. Otra cosa es que no lo desee.

Lo que los indicios apuntan es a la teoría de la línea de sombra. Una línea que pudo empezar en Perpiñán -hasta el momento, Cataluña sigue siendo territorio virgen para la escasa y testimonial actividad de ETA- y acaba, de momento, en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, donde el Estatuto empezará a debatirse en febrero. Se trataría de crear un escenario de negociación en el que el mundo etarra pudiese ver una salida: la de cambiar el abandono de las armas por una legalización política en la que Batasuna -o cualquiera de sus marcas sucedáneas- viniese a desempeñar un papel similar al de Esquerra Republicana. Con el concepto de nación encima de la mesa, para empezar a hablar.

Claro que la cosa es mucho más complicada. Exige un cese de la violencia que al menos debería empezar por esa tregua que los terroristas niegan porque a todas luces desean que comience primero el baile y sea el Gobierno el que salga a la pista. Si lo hace, Zapatero se habrá suicidado políticamente. Por eso existe tanta ansiedad en La Moncloa por ese alto el fuego que ETA, con su calculada estrategia de tensión, se resiste a proclamar para dejar que los nervios causen estragos en el adversario de esta compleja partida.

¿Y Cataluña? Pues Cataluña vendría a ser el tubo de ensayo, o más bien el piso piloto en que la banda podría ver cómo quedan los muebles después del arreglo. Pero no es tan sencillo, desde luego. Entre otras razones, porque la política catalana tiene sus propias lógicas internas, que impiden conducir razonablemente ningún proceso ordenado de antemano. Porque la ciudadanía se ha levantado en ira, porque la nación -la nación constitucional, es decir, España- tiene un cabreo de aquí te espero, porque Zapatero se desploma en las encuestas y porque cunde el miedo a no saber adónde vamos. Y lo peor -Alfonso Guerra lo reconocía en privado hace pocos días-, el miedo a que no lo sepa el que maneja el timón.

En este caso, la autoconfianza infinita del presidente no vale como salvoconducto, porque depende de demasiada gente y de demasiados factores. Depende de la insaciable y oportunista voracidad de ERC, de las veleidades erráticas de Maragall y sus «pijos por el cambio», de la poco contrastada responsabilidad de un Artur Mas que se ve gobernando con el PSOE a medio bien que le salgan las cosas, y sobre todo depende de la imprevisible capacidad de movimiento de ETA. Excesivas piezas para un tablero en el que Zapatero ni siquiera se mueve con la comodidad del respaldo de los suyos, que son los primeros que están asustados, asomados a la borda del barco gritando la proximidad de unos arrecifes con muy mal aspecto.

El optimismo antropológico tiene la ventaja de que permite confiar en la bonanza del desenlace, pero tan legítimo como ser optimista es lo contrario. Y el pesimismo histórico, que a veces no es más que un optimismo bien informado, lo que apunta es que cuando existen muchas posibilidades de que ocurra un desastre, lo más lógico es que en efecto acabe ocurriendo. En este sentido, el presidente ya ni siquiera pide confianza. No está tan ciego como para ignorar que el panorama no invita precisamente a prestársela.