Una profunda crisis política ha estallado en Italia desde la negativa por parte del presidente Sergio Mattarella a nombrar a Paolo Savona, un euroescéptico manifiesto, como ministro de Economía y Finanzas en el gobierno de coalición propuesto por los líderes del Movimiento Cinco Estrellas (M5S) y la Liga, los dos partidos antisistema que surgieron como ganadores de la elección general de marzo. Savona había defendido abiertamente un "plan B" para una salida de la moneda única, y Mattarella argumentó que su designación podría haber derivado precisamente en ese desenlace.
La decisión de Mattarella inmediatamente provocó furor. El líder de M5S, Luigi Di Maio, exigió el juicio político del presidente, pero luego retiró su pedido. Matteo Salvini de la Liga reclamó nuevas elecciones que, dijo, serían un referendo sobre la libertad o la esclavitud de Italia. Y, en Francia, Marine Le Pen, la líder de extrema derecha que hizo campaña para la presidencia francesa el año pasado en base a la promesa de abandonar el euro, denunció lo que dio en llamar un "golpe de Estado".
Ésta no es la primera vez que la pertenencia continua al euro se ha convertido en una cuestión política importante. En Grecia en 2015 fue, al menos implícitamente, parte del debate sobre la aceptación de las condiciones para una asistencia financiera. En Francia en 2017, Le Pen y Emmanuel Macron explícitamente la debatieron durante la campaña presidencial. Pero ésta es la primera vez en que el euro ha sido la causa directa de una disputa legal sobre la designación de un gobierno.
Un incremento repentino de las tasas de los bonos gubernamentales refleja la ansiedad en los mercados financieros. Pero, antes que nada, la crisis plantea una cuestión de interpretación. ¿La decisión de Mattarella significa que los votantes no pueden cuestionar la pertenencia al euro? ¿Qué implica esto para la elección democrática? Éstas son cuestiones fundamentales con consecuencias de amplio alcance para todos los ciudadanos europeos.
Mattarella fue explícito sobre sus motivaciones. No estaba objetando el derecho de los italianos a cuestionar la pertenencia al euro. Su argumento era que esto exigía un debate abierto, basado en un análisis serio y profundo, mientras que la cuestión no había sido planteada en la campaña electoral. Cuando el primer ministro designado Giuseppe Conte y los líderes del partido detrás de él se negaron a proponer a algún otro candidato para el puesto, el presidente concluyó que su obligación constitucional era oponerse a respaldar el nombramiento.
Al hacerlo, Mattarella trazó una línea que separa las opciones constitucionales de las opciones políticas. Su lógica fue que las opciones políticas pueden ser hechas libremente por un gobierno que cuenta con una mayoría parlamentaria, y que el presidente no tiene ningún derecho de cuestionar esas opciones.
Las opciones constitucionales, por el contrario, requieren un tipo diferente de procedimiento para la toma de decisiones -un procedimiento que asegure que los votantes están correctamente informados sobre las potenciales consecuencias de su decisión-. A falta de un debate de estas características, razonó Mattarella, la obligación del presidente es la de preservar el status quo e impedir que cualquier opción con consecuencias derive de expectativas auto-cumplidas del mercado.
En principio, esta distinción tiene bastante sentido. Prácticamente en todas las democracias, las constituciones protegen los derechos humanos fundamentales, definen la naturaleza del régimen político y asignan responsabilidades a los distintos niveles de gobierno. Estas estipulaciones no pueden -afortunadamente- ser modificadas por un voto de mayoría simple en el parlamento. Las constituciones se pueden enmendar, por supuesto, pero sólo de manera lenta y siempre mediante una supermayoría o, en algunos países, un referendo. Esta inercia les brinda a los ciudadanos una garantía de que sus preferencias profundas se mantendrán.
Esto plantea dos interrogantes. Primero, ¿cuáles son las cuestiones verdaderamente constitucionales? En Europa, la pertenencia a la UE es parte de la ley fundamental de muchos países. La salida no puede ser decidida por el parlamento a través de un procedimiento ordinario. Pero el alcance constitucional es más amplio: en términos legales, todas las estipulaciones de los tratados de la UE caen allí dentro. Y ahí es donde empiezan los problemas. Obviamente sería absurdo objetar un debate político sobre las estipulaciones del tratado de la UE respecto, por ejemplo, de la industria pesquera o las telecomunicaciones, o inclusive sobre el marco fiscal. Estas estipulaciones deberían entrar dentro de la legislación ordinaria (definir esta distinción más claramente era uno de los objetivos del fallido tratado constitucional de 2005). Sin embargo, en lugar de ofrecer una delineación precisa, la frontera legal entre estipulaciones constitucionales y ordinarias crea confusión política. A los ciudadanos no se los puede culpar por no tener una idea clara de qué pertenece a cuál categoría.
Segundo, ¿qué tipo de procedimiento de decisiones debería aplicarse a las opciones verdaderamente constitucionales? El Artículo 50 del Tratado de Lisboa, como hemos visto, le permite a la UE decidir cómo gestionar la decisión del Reino Unido de retirarse. Pero la mayoría de los países no tienen un artículo en su propia constitución que defina cómo decidir si terminar o no con la UE o la pertenencia al euro. Kenneth Rogoff de Harvard calificó de "ruleta rusa para las repúblicas" el hecho de que el Reino Unido se basara en un referendo de mayoría simple para poner fin a una alianza de 55 años, porque el procedimiento no incluía los sistemas de controles y equilibrios que una decisión con tantas consecuencias debería haber requerido.
Mientras la pertenencia a la UE y al euro contaba con un amplio consenso, estas distinciones eran una cuestión de interés sólo para los expertos legales. Eso cambió y es poco probable que el debate sobre estas distinciones termine pronto. Por lo tanto, es hora de hacer de la distinción entre compromisos europeos genuinamente constitucionales y no constitucionales una parte explícita del orden político de nuestros países.
La línea divisoria del presidente italiano es correcta en principio: como la moneda común es una institución social fundamental, por los vínculos que implica con los países socios y por las importantes consecuencias financieras, económicas y geopolíticas de una potencial salida, la pertenencia al euro debe formar parte del reinado constitucional. Pero la postura de Mattarella habría sido aceptada más fácilmente si hubiera sido explícita desde un principio. El hecho de que su decisión fuera anunciada recién cuando estalló un conflicto entre la presidencia y los líderes de la mayoría parlamentaria ha generado dudas sobre su legitimidad y ha ofrecido a sus oponentes la oportunidad de adjudicarse la instancia moral suprema.
La tarea vital que enfrenta Europa es la de reconciliar el derecho de los ciudadanos a hacer elecciones radicales con la necesidad de garantizar que las decisiones que conduzcan a una agitación constitucional sean objeto de suficiente deliberación pública, y bien informada, que resulte en una expresión inequívoca y en un plazo coherente de la voluntad del pueblo. La UE y el euro no deben ser prisiones constitucionales; tampoco deberían ser objeto de decisiones apresuradas. Alcanzar el equilibrio correcto exige procedimientos que cuenten con la legitimidad necesaria.
Jean Pisani-Ferry, a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris), holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute and is a Mercator senior fellow at Bruegel, a Brussels-based think tank.