La línea roja

Por José Antonio Zarzalejos, director de ABC (ABC, 22/10/06):

UN «proceso de paz» sin el respaldo del partido mayoritario de la oposición -el Partido Popular, con casi diez millones de votos- y sin la comprensión de su sentido y alcance por las víctimas del terrorismo será siempre -al margen de otras consideraciones- una iniciativa precaria y, lo que es peor, escindirá a la sociedad española de modo trágicamente histórico. Las palabras, dramáticas pero, a la vez, rabiosamente maternales, de Pilar Ruiz Albisu que perdió a su hijo -Joseba Pagazaurtundúa- a manos de los terroristas de ETA deben ser valoradas con auténtico recogimiento moral y surtir el efecto de corregir la marcha de una política gubernamental -en alianza con los nacionalismos- que nos conduce hacia una situación irreconciliable.

Están ocurriendo episodios muy graves en España; gravísimos. El acoso -y me refiero no sólo al político, sino también al físico- al que están siendo sometidos los dirigentes del Partido Popular es infamante en una democracia. Las agresiones a Acebes y a Piqué en Cataluña; las amenazas de muerte al líder popular en aquella comunidad; el boicot a Manuel Fraga en la Universidad de Granada y las deplorables consignas de los partidos más radicales -pero bien avenidos con el PSOE- interpelan a la conciencia democrática del Gobierno y de su partido, a los que exigen un pronunciamiento nítido sobre el carácter intolerable de estas secuencias que parecen extraídas de una pesadilla.

Cunde la sensación de que el Ejecutivo y el Partido Socialista están desarrollando un calculado plan de eliminación política del PP en el que se inscribiría su marginación en el traído y llevado «proceso de paz» que -como ha informado ABC con mucha delantera sobre todos los demás medios- se encuentra en una fase avanzada de eclosión. Si se cumplen las previsiones según las cuales la banda terrorista obtendría -de modo diferido y con abundante munición de eufemismos- algunas contrapartidas por dejar las armas, el Gobierno habría traspasado una frontera que pondría en peligro al sistema constitucional en su conjunto. Si ya el nuevo Estatuto de Cataluña constituye una migración fraudulenta del Estado autonómico de 1978 hacia otro de morfología sin definir, compromisos adicionales en un futuro Estatuto para el País Vasco, acordados en una mesa extraparlamentaria de partidos a rebufo del terrorismo de ETA, terminaría por quebrar -a más de la Constitución- el alma de la convivencia nacional que se fraguó en la transición.

José Luis Rodríguez Zapatero se ha decidido desde que llegó al poder por adoptar, de entre todas las posibles, las políticas más radicales en materia social, procurando con esmero que el consenso con el Partido Popular fuera imposible. Más aún: con la ideología invisible del bien llamado buenismo, el presidente del Gobierno ha ido facturando medidas que -salvo en macroeconomía- o se han saldado con resultados ininteligibles -es el caso de Cataluña con un Estatuto menos respaldado que el anterior, el PSC en crisis y una experiencia gubernamental del tripartito por completo fracasada- o que han devenido en fiascos tan sonoros como la política exterior o la de inmigración. Sin embargo, ha existido un común denominador que le ha funcionado al PSOE y al Gobierno: la marginación sistemática del Partido Popular.

El Gobierno debe saber discernir cuáles son los debates coyunturales que distancian pero no enfrentan, de aquellos otros que, no sólo distancian, sino que, además, escinden. El del terrorismo -si el proceso diseñado sigue por los derroteros que parece- lleva a la ruptura porque más allá de las concesiones semánticas y simbólicas que pudieran hacerse, existe una realidad inamovible en el hondón de la conciencia colectiva de los españoles: las víctimas de ETA. Pocos desean lo que el fiscal general -qué desacertado estuvo Conde-Pumpido en el Senado- ha denominado «justicia vengativa» o de «trinchera». La mayoría lo que desea es que su esfuerzo colectivo de tantos años y que tantas víctimas ha costado tenga un sentido moral y político transparente y esa aspiración común es incompatible con un «proceso de paz» en el que el pragmatismo gubernamental ahogue los requerimientos éticos de un Estado y de una ciudadanía -la vasca y la del resto de España- que ha soportado antes y después de la implantación de la democracia un embate constante del terrorismo a cambio de disfrutar, ahora y en el futuro, de una auténtica libertad en la unidad, tan histórica como plural, de nuestra nación.

En este asunto no ha habido guerra carlista que finiquitar -es repugnante que se hable en esos términos de la justificación del «proceso de paz»-; tampoco ha habido enfrentamiento civil -como lo hubo en Irlanda-; ni económico, ni las víctimas -como si de un conflicto bélico se tratase- son de un lado y del otro. Lo que ha ocurrido es bien distinto: el terrorismo de ETA, nacionalista, ha sido la expresión de una hostilidad radical contra España a consecuencia de una frustración histórica que ha actuado a modo de respuesta a una serie de complejos a los que el resto de los vascos no nacionalistas y demás españoles somos por completo ajenos. Es decir: los españoles no somos responsables del terrorismo de ETA; ya amnistiamos sus crímenes cuando echamos a andar la libertad y por eso el Gobierno -éste y cualquiera- no puede renunciar a obtener la paz, pero carece de derecho a lograrla a cambio de destruir moralmente esa obra colectiva de la sociedad española trabajosamente construida durante muchas décadas.

La justicia y la victoria del Estado de derecho -y como correlato, la derrota de los terroristas- no es incompatible con la generosidad como bien dejaron acordado todos los partidos políticos -también el PP- en el punto décimo del Pacto de Ajuria Enea de 1988. Pero no se dan los presupuestos allí contemplados, ni tampoco los que el propio Rodríguez Zapatero proclamó como necesarios ante el Congreso en mayo de 2005. Este proceso de paz -por lo menos hasta el momento- carece de bases sólidas porque, a la voluntad de ETA de no desaparecer, se añade la optimización política del fracaso de la banda por su entorno y por el nacionalismo vasco -su sustrato- con la expectativa de obtener en una transacción opaca una doble contrapartida: un trozo de razón histórica a la brutal criminalidad de ETA y un saco de las nueces de un árbol que tan insistente y sangrientamente ha sacudido la banda terrorista.

El Partido Popular -es lógico-, no puede sumarse a esta iniciativa, lo cual, siendo trascendente, no es lo más importante: somos millones de ciudadanos los que -tan amantes de la paz como de la libertad- no podríamos asumir en modo alguno el pragmatismo inicuo de una paz con precio. Por eso, el Gobierno no debe traspasar la línea roja que marca los límites de la concordia nacional que es el valor superior de la convivencia.