La lista Menéndez

En los últimos tiempos, la cuestión fiscal en España parece abocada a la reiteración de realities, eso sí, debidamente aderezados con una buena dosis de numerología. En efecto, comenzando por la segunda cuestión enunciada es resaltable la familiaridad con la que, últimamente, en todos los mentideros se habla de los códigos de los impresos de diversas declaraciones tributarias (750, el de la última amnistía fiscal; 720, el de la declaración de bienes y derechos en el exterior), o del número de incluidos en la tremenda lista Menéndez (705 en la primera versión, 715 en la segunda). Quiera Orwell que no acabe todo en 1984.

La historia reciente empezó el 17 de febrero en la Comisión de Hacienda del Congreso de los Diputados, cuando el director de la Agencia Tributaria anunció las futuras penalidades que esperaban a los incluidos en una lista de 705 celebridades que, habiéndose acogido a la amnistía fiscal, eran objeto de una especial investigación del organismo. Tanto si lo hizo de modo premeditado para ondear, una vez más, la bandera del combate antifraude, como si al realizarlo cometió un descuido, el anunciante habrá podido comprobar la inoportunidad de lo anunciado.

La lista MenéndezEn efecto, la violencia del efecto bumerán desencadenado está siendo tan tremenda como podía preverse desde que trascendió la declaración. Conocer los nombres de la lista se ha convertido en aspiración de todos, sea por reivindicación ciudadana, por interés informativo o por objetivo político. Toda vez que el ordenamiento jurídico impide hacer públicos los nombres, es evidente el jardín en el que voluntaria e innecesariamente se han metido los rectores de la Hacienda pública española, creando una expectación que, por no poder satisfacer, les ha expuesto a la crítica de unos y otros.

Lo sucedido con posterioridad, por reciente, lo tenemos todos aún en la memoria y, lamentablemente, también en la retina. Primero, la filtración a los medios de uno de los nombres incluidos en la lista tremenda, sin que los obligados a custodiarla hayan dado explicación alguna a la filtración, ni anunciado ninguna investigación para identificar su origen y su responsable. Segundo, los extraños vericuetos administrativos y judiciales posteriormente recorridos por el expediente asociado al nombre filtrado. Tercero, un suceso tan poco edificante para quien anhele el respeto a los derechos de los ciudadanos en general y de los contribuyentes en particular como la retransmisión en directo (¡pan y circo!) de los sucesos del pasado 16 de abril. Y cuarto, la posterior aparición en un medio del contenido de un informe de la Agencia Tributaria, una nueva filtración, sin que tampoco el organismo responsable de la custodia de la información haya tenido a bien manifestar nada al respecto.

Es inevitable acordarse de Winston Churchill cuando vino a caracterizar la democracia como aquel sistema en el que, cuando un ciudadano oye sonar el timbre de la puerta de su casa, solo puede encontrarse a un conocido o al lechero.

Lo descrito ha venido a revelar, una vez más, la necesaria discreción y prudencia que deben caracterizar la labor fiscalizadora de la AEAT, atributos frecuentemente abandonados en los últimos tiempos. ¿Era necesario publicitar la existencia de los 705, hoy 715? ¿Se ha contribuido con ello a aumentar la eficacia en las actuaciones de la Agencia Tributaria? La respuesta es evidentemente negativa. Por el contrario, con la publicitación se ha generado una innecesaria alarma social, al tiempo que se ha extendido gratuitamente un manto de sospecha que afecta a todos aquellos contribuyentes que responden al perfil objetivo de Persona con Exposición Pública. Y todo ello, en plena campaña de la declaración del IRPF, ensombreciendo la habitual ejemplaridad con la que los funcionarios de la AEAT la desarrollan.

Pues bien, el pasado martes, y de nuevo en sede parlamentaria, se anuncia que los datos sobre los contribuyentes disponibles por la Agencia Tributaria son la repera patatera. En un planteamiento escolástico, deben contemplarse dos hipótesis. Una, que se trate de ¿otro? descuido, lo que resultaría difícilmente explicable. Dos, que responda a una táctica premeditada. En este supuesto, la cuestión a dilucidar es cuál era el objetivo pretendido, toda vez que resulta indudable que la afirmación realizada no hace sino acrecentar el interés social, mediático y político sobre la cuestión. De ponerlo en relación con la respuesta dada al portavoz socialista de la comisión (“señoría, en la lista hay de todo, de todo, de todo…”), pareciera que se quiera aplacar la exigencia de publicidad reiterada por el principal partido de la oposición. Si así fuera y, consiguientemente, se tratase de una suerte de advertencia, convengamos que esta tampoco resultaría edificante.

Sin duda, la presión generada y no atendida ha pesado en la decisión del último Consejo de Ministros en la que anuncia la proyectada reforma de la legislación tributaria para habilitar la publicación de las listas de morosos y defraudadores con la Hacienda pública. Se camina así en la dirección fabulada por Orwell, despreciando las posibles consecuencias derivadas del esperpéntico reality tributario que se está diseñando.

Para reclamar la vuelta a la sensatez, debe recordarse la evidente causalidad que existió entre la publicidad dada antaño a los datos tributarios de los contribuyentes y el secuestro que el mayor de ellos (Luis Súñer) sufrió a manos de la banda terrorista de ETA, con la consiguiente exigencia del correspondiente rescate.

En todo caso, de insistir en la insensatez, resultaría exigible la obligada reciprocidad. En este sentido, de consumarse la voluntad de publicar la relación de los contribuyentes que mantienen deudas con la Hacienda, es exigible que se publique también la deuda de esta con aquellos, por sobrepasar reiteradamente los plazos legales para realizar las devoluciones tributarias, de lo que pueden hablar especialmente los exportadores españoles.

En la misma dirección, de acabar haciéndose públicos los nombres de los condenados por delito fiscal, cabe exigir que se publique también la identificación de los responsables de aquellas denuncias por delito que los tribunales acaben considerando infundadas. Eso sí, después de haber provocado al infundadamente denunciado un largo periodo de zozobra e incertidumbre, amén de un considerable coste económico para afrontar su defensa procesal.

Sin duda, lo proyectado se enmarca en el vendaval contrarreformista que, en materia de derechos de los contribuyentes, viene azotando a nuestro panorama fiscal (dónde quedó el espíritu de 1996, que iluminó la Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes), y cuyo paradigma viene constituido por las consecuencias previstas ante el incumplimiento de la declaración del reseñado modelo 720. Así, en un Estado en el que prescriben hasta los delitos de sangre, resulta que incumplir (por un día sobre el plazo legal) la obligación de presentar una declaración tributaria de carácter informativo persigue a un contribuyente hasta su muerte (en definitiva, de hecho, se ha configurado una infracción sin plazo de prescripción). Además, la suma de la cuota tributaria resultante y de la sanción prevista (150%) puede exceder del valor del bien no declarado. Se trata de una pirueta claramente confiscatoria y, en consecuencia, presumiblemente anticonstitucional. Confiemos que el expediente por infracción recientemente abierto en Bruselas corrija ambos desmanes.

En función de lo expuesto, bueno sería que la sociedad española recondujera a nuestra Hacienda pública a la senda de la seguridad jurídica para evitar que, dentro de un tiempo, y parafraseando a Bertolt Brecht, tengamos que lamentarnos recitando:

“Primero vinieron a por los empresarios, pero como yo no era empresario, no me importó; después fueron a por los artistas, deportistas y periodistas, pero como yo no lo era, tampoco reaccioné; más tarde se llevaron a los expolíticos, pero como tampoco lo soy, seguí sin hacer nada. Hoy vienen a por mí, pero… ya es tarde”.

Ignacio Ruiz-Jarabo Colomer fue director general de la Agencia Tributaria. Es actualmente socio director de Carrillo & Ruiz-Jarabo.

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