La literatura según Menéndez Pelayo

Desde 1987, en que recibió el galardón Octavio Paz, se repite puntualmente cada año la entrega del Premio Internacional Menéndez Pelayo en el Palacio de la Magdalena, sede santanderina de la UIMP, para mantener en estado de vigilia la inmensa herencia cultural del prócer. Como me ha correspondido a mí este año el recuerdo, he acudido a la lectura de la Introducción y Programa de Literatura Española que Menéndez Pelayo preparó para su oposición a cátedra de la Universidad Central en 1878. Trata de diseñar en él el mapa de los estudios de literatura española, estableciendo en lo posible los límites diferenciadores de toda producción que no cupiera bajo ese nombre.

De entrada, se opone don Marcelino a los que defienden el «exclusivismo castellano» para la noción de «literatura española». Ni las razones de nacionalidad ni las de lengua le parecen convincentes. Pocos, salvo los nacionalistas acérrimos, estarán hoy en desacuerdo con don Marcelino cuando descalifica la pretensión de condensar todas las fuerzas vivificadoras de un pueblo «en una unidad pan-teística, llámese estado, genio nacional, índole de raza». También se puede aceptar que son lábiles las fronteras semánticas entre los términos «nación» y «estado», habida cuenta, por ejemplo, de que hoy la gran nación norteamericana está compuesta de estados, mientras que el Estado español agrupa naciones (o «nacionalidades»).

La literatura según Menéndez PelayoMenéndez Pelayo se resiste a identificar literatura castellana con literatura española, pues, planteado el proyecto como la historia de la literatura salida del solar de la Hispania romana, resulta efectivamente chocante que Alfonso X sea considerado español como historiador y no como poeta «porque las Cantigas están escritas en gallego». ¿Por qué fijarse en Castilla y no en Portugal y Cataluña?

Y no se reduce esta integración a la situación de la Edad Media. Dice con razón que «ni siquiera la historia literaria de los siglos XV y XVI la podríamos comprender desde el punto de vista exclusivamente castellano. Haríamos un cuadro del Renacimiento sin que en él apareciera la corte napolitana de Alfonso V, una historia de la novela picaresca en que faltara el precedente del Livre de les dones, un catálogo de libros de caballería sin Tirant lo Blanch, no apreciaríamos en su justo valor las innovaciones métricas de Boscán y Gil Polo, al buscar los orígenes de la novela pastoril, dejaríamos olvidado el autor de Menina e moça al paso que tendríamos que incluir a Jorge de Montemayor, tan portugués como aquel, solo porque escribió en nuestro romance. Aparecerían los géneros acéfalos, ni sabríamos de dónde vienen ni a dónde van las tendencias literarias».

Así las cosas, literatura española sería la escrita por españoles y por tales hay que tener a todos los habitantes de la Península Ibérica. Se acoge don Marcelino a las afirmaciones de Almeida-Garret: «Mientras Castilla estuvo separada de Aragón y ya mucho después de unida, nosotros y las demás naciones de España, aragoneses, castellanos, portugueses, todos éramos, por extraños y propios, comúnmente llamados “españoles”, así como hoy llamamos “alemán” al prusiano, sajón, hannoveriano, austriaco: así como el napolitano, el milanés, el veneciano y el piamontés reciben indistintamente el nombre de italianos. La pérdida de nuestra independencia política después de la jornada de Alcazarquivir dio el título de reyes de las Españas a los de Castilla y Aragón, título que conservaron aún después de la gloriosa (sic) restauración de 1640».

Dice el programa que no se minusvalora el componente de la lengua en la determinación de la identidad de una literatura, pero que no se puede reducir tal identidad a la adscripción lingüística. Se aduce el hecho del latín renacentista en que escribían como «lingua franca» los académicos del renacimiento. ¿No habría, pues, que acoger como literatura española los textos latinos del siglo XVI?

Según Menéndez Pelayo hay una cuestión de «estilo» en eso de la nacionalidad literaria. No parece dudoso que se esté refiriendo al supuesto del Volksgeist, aunque haya que matizar que ese «espíritu del pueblo» se materializa en la lengua por la modalización que introducen en ella hechos e historia de una cultura y, a la vez, se configura en sus perfiles por la formalización que a toda cultura somete la lengua en que se expresa.

Llegamos a una preconcepción de «nacionalidad literaria» compuesta por los textos de una nación-cultura, la Hispania romana, cuyas lenguas, por ser derivadas de una misma lengua, el latín, y por tener textos en esa lengua, el latín del humanismo, presentarían una determinada unidad en lo idiomático (hablamos «dialectos» del latín) y una cierta unidad en lo «estilístico» (son innegables las relaciones con los antecedentes de la literatura latina, y entre sí, del conjunto textual en cuestión). Y se sigue con un salto hacia delante. «¿No sería acéfala nuestra historia, si en ella faltase la literatura hispano-romana, ya gentil, ya cristiana?», se pregunta don Marcelino.

Un programa así bien podría considerar literatura española no solamente la producción de España y América Latina hasta Rubén Darío, sino que podría volver a considerar unitariamente la literatura que se escribe, así como en España, en Argentina o Chile, Colombia o Venezuela, Puerto Rico, Cuba o Perú en esta hora de la mundialización. Los círculos concéntricos no tendrían límites y las fronteras geográficas o las divisiones administrativas no se impondrían como algo absoluto. Acabamos de citar en nuestra relación a Puerto Rico, Estado Asociado de los Estados Unidos de América del Norte, y podríamos añadir la literatura producida en los Estados Unidos por hispanos.

No es aquí la ocasión de volver a repetir una vez más lo inabarcable que es el mapa diseñado como programa por don Marcelino y la imposibilidad que tuvo en efecto de investigar completa cualquiera de sus rutas. Al releer a don Marcelino, no queremos tampoco proponer ningún anacronismo. Estamos admirando una actitud que suma y no divide, integra y no separa. Y es ajena a todo imperialismo. No postulamos que se llame literatura española a lo que no esté escrito en español ni por un autor de otra nación que España. Simplemente, en estos tiempos de exclusivismos, recordamos con envidia un modo de sentir y de pensar cuya meditación podría hacernos alumbrar felices conclusiones.

Miguel Ángel Garrido Gallardo, Premio Internacional Menéndez Pelayo 2016.

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