La llamada del encuentro a la política

La reciente visita del cardenal Parolin a Madrid para pronunciar una conferencia en torno a la política del encuentro, siguiendo el magisterio del Papa Francisco, merece algunas reflexiones sobre las prácticas que favorecen el diálogo auténtico en la conversación cívica de una sociedad pluralista y los trabajos que se hacen por el bien común desde el Evangelio. Es una ocasión propicia para pensar sobre la misión de la Iglesia en el mundo poniendo el foco en la cultura del encuentro.

Por la Encarnación del Hijo de Dios, personas, comunidades e instituciones católicas no pueden renunciar a aportar su orientación moral sobre lo que afecta a la dignidad humana; pero tampoco pueden aceptar de buen grado un ‘pluralismo agnóstico’ que da libertad para tener convicciones religiosas a condición de que se queden reducidas a la vida privada. La Iglesia no puede renunciar a la búsqueda de la verdad en el ámbito público y los fieles estamos llamados a compartir nuestra comprensión de la justicia que brota de la fe en la plaza pública, a difundirla, a someterla al riesgo del encuentro con otras creencias e ideologías en un debate abierto, y a la arriesgada empresa de descubrir lo que significa la pertenencia a la comunidad eclesial en unas circunstancias totalmente nuevas, en el seno de sociedades multiculturales y multirreligiosas. Pero todo esto tiene que hacerse de ‘buen espíritu’; cualquier forma no es válida, solo aquellas que dirigen al bien común.

Sé que algunos piensan que hoy no es el encuentro, sino la confrontación dura la vía más certera y apropiada por cómo se silencia y ningunea a las personas e instituciones de la Iglesia. Sin embargo, el Papa pide que, a mayor desprecio, más perseverancia en el arte de dialogar, escuchar, proponer, justificar, persuadir…, sin perder la pertenencia a la comunidad eclesial. No quiere fanáticos ni sectarios ni consensualistas acomodaticios, sino sujetos personales, comunitarios e institucionales de espíritu y con la solidez de varias virtudes dialógicas: hacerse inteligibles, accesibilidad e integridad.

En primer lugar, está la disposición de hacerse inteligibles en público, es decir, la habilidad de elaborar la posición propia de un modo comprensible para aquellos que hablan en lenguajes religiosos o morales diferentes. El esfuerzo por traducir la propia posición en un lenguaje comprensible no significa -ni mucho menos- que tengamos que renunciar al simbolismo bíblico o al lenguaje religioso; sí a usos sectarios o fundamentalistas. Jürgen Habermas lo ha comprendido muy bien. Una cosa es decir que todos los ciudadanos -religiosos o no- han de poner todos los medios para que su participación en el debate público sea comprensible para los demás, y otra muy distinta es pasar a defender que la inteligibilidad siempre suponga arreligiosidad en el fondo y la forma de la argumentación pública. Esta suposición privatiza la religión y la reduce a los templos, al considerarla irracional, olvidando que la razón humana es suficientemente profunda para captar la justicia que viene de la fe y suficientemente amplia como para ser inteligible a todos los hombres y mujeres, de cualquier creencia o cosmovisión.

En segundo término, está la accesibilidad pública, que consiste en la práctica habitual de defender los diversos puntos de vista de modo que los argumentos utilizados en el discurso público estén abiertos al examen y al escrutinio públicos, para que puedan contribuir al entendimiento recíproco y al respeto mutuo, indispensables para el desarrollo de una ética cívica en una sociedad pluralista. Cuando uno entiende las razones del otro, aunque no le convenzan, normalmente sí permanece en mutua solidaridad y así no se quiebran los puentes de encuentro.

En tercer lugar, el diálogo cívico requiere siempre integridad moral en un triple sentido: a) que la posición que se tiene en los asuntos de política pública no venga determinada por pura ventaja particular o interés partidista; b) que el interlocutor se pueda reconocer en la interpretación que se hace de su posición e incluso que el diálogo se establezca entre lo mejor de uno y otro; y c) que los interlocutores procedan con coherencia entre el discurso y la vida, la base más efectiva para generar una narrativa veraz sobre la dignidad y los derechos humanos y el camino para dar respuestas eficaces. Muchas veces serán iniciativas humildes, arraigadas en lo local y de encuentro entre personas de diferentes culturas y religiones, pero actuarán de revulsivo solidario para la sociedad civil y las administraciones públicas.

El empeño por el diálogo no impedirá que, en determinadas ocasiones, los miembros de la comunidad eclesial -sobre todo los pastores- tengan que alzar una voz de denuncia profética ante la injusticia y el mal. De acuerdo con la comprensión de sí que adquirió en el último Concilio, la Iglesia se siente llamada por Dios a ser «luz» y «sal» en medio del mundo. Son imágenes que apuntan hacia una compenetración discernida y no a una identificación ingenua: la Iglesia aprende cuando es capaz de vivir e interpretar la experiencia humana a la luz del Evangelio; y el mundo aprende del Evangelio, si no desprecia soberbiamente su fuerza benéfica y se deja interpelar por él.

En el mundo tan complejo como el que nos toca en suerte, los cristianos estamos obligados a afrontar la realidad como viene, sin perder el carácter profético y contracultural que brota del Evangelio y moviéndonos entre polos en tensión: el de no perder la propia identidad cultural, moral y religiosa, en favor de una mítica neutralidad, y el de no ceder al sectarismo que nos aísla del mundo. Vivimos entre la utopía y el realismo, entre la tradición y la innovación, entre lo local y lo universal, entre el ninguneo del poder y la presencia significativa, entre la necesidad de utilizar medios materiales costosos y la sobriedad que genera solidaridad, entre el deseo de formar cristianamente a los más capaces y el deseo de abrirnos a los pobres, entre tratar de implicar a los que más influencia pueden ejercer y no perder la comprensión del poder como servicio… En medio de esos dilemas, gracias al discernimiento podemos navegar en las aguas procelosas y agitadas por las tensiones.

Mantenerse en los contrastes sin polarizaciones ni dogmatismos es la ardua tarea del discernimiento, cuya entraña es tanto espiritual como moral. Convertir las tensiones en contradicciones que polarizan la sociedad e impiden el encuentro humano no es valentía evangélica, por más que algunos la quieran vender como tal; es signo de mediocridad.

El compromiso cristiano no es para imponer a los demás la Verdad, ni para disolverse en un magma de sincretismo, ni para retirarse a refugios de resistencia cultural. Llama, desde la identidad no disimulada, al diálogo y al argumento, a buscar puntos de encuentro con todos, también con los que no comparten las convicciones cristianas, pero sí comparten la amistad social que proviene de ser conciudadanos. Queremos ser inteligibles y accesibles sin perder la identidad católica de nuestras voces íntegras.

Julio L. Martínez es teólogo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *