La llave y el duro

La penuria de recursos privados y públicos que nos va a acompañar durante un tiempo nos brinda la ocasión de poner orden en algo tan importante como es nuestra ordenación territorial: la distribución de población, actividades y recursos por todo el país. Las fuerzas que determinan el auge y la decadencia de los territorios son muchas y muy diversas –aunque, a toro pasado, historiadores y políticos quieran reducirlas a una o dos– , de modo que uno no puede pretender analizarlas, menos aún dominarlas. Si a nuestra ignorancia añadimos el hecho de ser España un mosaico extraordinariamente diverso –cuyos componentes no están muy bien trabados entre sí–, veremos que la prudencia aconseja no querer imponer desde el centro un gran diseño al conjunto, sino ofrecer a las distintas partes del mosaico la posibilidad de experimentar. En un artículo anterior sugería que las indudables mejoras que el Estado de las autonomías ha hecho posible compensan con creces los errores, algunos de ellos egregios, en que sus responsables han incurrido. Como, por otra parte, los sucesivos gobiernos centrales tampoco están libres de culpa, lo mejor será admitir que una redistribución de competencias y recursos no tiene por qué ir, como parece desear el Gobierno central, en una sola dirección. Aceptada la idea, queda por definir en qué ámbitos pueden experimentar las autonomías, qué criterios generales deberían seguir sus experimentos y quién debería correr con los gastos. Ahí es donde tropieza uno con los dos obstáculos a los que hacía referencia mi anterior artículo, que están siendo causa de agravios por un lado y de despilfarros por otro: la discrecionalidad y la envidia.

Una anécdota ilustra el origen de la discrecionalidad: cuando preguntaron a un miembro del Gobierno, al inicio del proceso que desembocó en la Constitución de 1978, si no temía que del reparto de competencias se derivara la pérdida de control por parte del Gobierno central, contestó aquel que no, porque este se reservaría la legislación básica. “¿Y qué será la legislación básica?”. “Será lo que yo diga”, fue la respuesta. La frase ilustra un vicio persistente en la aplicación de nuestro ordenamiento: no sólo resulta que apenas si hay competencias cedidas por entero, sino que ninguna lo está de forma irrevocable, lo que limita las posibilidades de que cada territorio busque su camino, sometido como está a la amenaza de una legislación contraria a sus proyectos en ámbitos en los que creía tener plena competencia. El resto lo hace la envidia, disfrazada con invocaciones a la historia o con referencias a la justicia: “¡No vamos a ser menos!”. O, en tono más práctico: “¿Es que no nos merecemos un AVE?”. La discrecionalidad ha tendido a igualar las competencias por abajo (ya que el café ha de ser para todos, que sea la mínima cantidad posible), y la envidia, a igualar el gasto por arriba, en particular el gasto en administración y en infraestructuras. La operación de ambos principios ha dado como fruto un descontento general, del que Catalunya es un caso extremo, y una situación financiera precaria, que comparten Estado y autonomías, en grados diversos.

La experimentación ha dado algunos resultados excelentes: el País Vasco ha logrado mantener su industria, reduciendo así más que cualquier otra región tanto el paro como el abandono escolar, lo que no ha sucedido en Catalunya; en Catalunya, la creación de una red de investigadores internacionales y nativos comparable a otras de muchos países avanzados ha sido un gran éxito; hay otros en otras autonomías. Por el contrario, la aplicación del “no vamos a ser menos” en el ejercicio de las competencias de las autonomías ha dado como resultado a menudo museos vacíos, edificios polivalentes que no sirven para nada, lonjas sin comercio, espacios culturales sin cultura… La razón es sencillamente la diversidad que caracteriza las regiones del país, y que hace que, salvada la provisión de las necesidades más elementales, cada región haya de desarrollar sus propias posibilidades sin copiar a la vecina: las autonomías siempre serán diferentes entre sí. En particular, no hay que esperar que incluso en un proceso de desarrollo bien llevado todas las autonomías disfruten del mismo nivel de ingreso: seguirá habiendo regiones más pobres y regiones más ricas. A mi entender es un error pretender igualar esas diferencias de renta mediante transferencias más allá de lo necesario para proveer las necesidades básicas (sanidad y educación). El problema es que una región pobre suele ser una región que no ofrece posibilidades de trabajo. La transferencia de renta no es, a lo sumo, más que una solución parcial, porque quien tiene un puesto de trabajo recibe mucho más que un ingreso, y quien se ve privado de él pierde mucho más que el sueldo. Por desgracia, las políticas de atracción de actividades económicas no son muy eficaces. El presidente de una autonomía se quejaba hace unos años de que en ella había quien llevaba décadas (tres décadas, precisaba el presidente) esperando un puesto de trabajo. Uno puede pensar que quien eso hacía había elegido una vía equivocada: como en España no hay fronteras interiores, podría haber emigrado a una región más prometedora. No deja de tener interés el hecho de que en España, un país con grandes flujos de migración interior, esta se detuviera casi en seco con la entrada en vigor del Estado de las autonomías. Es posible que algunas autonomías hayan de aceptar que se reanude.

Todo esto necesita una revisión del modelo de financiación, cuyos resultados sería uno completamente incapaz de prever. La exigencia de disponer de AVE venida de zonas en que un transporte tan caro no tiene justificación pone de manifiesto el divorcio que existe entre el beneficio y el coste; el malestar que existe en Catalunya en torno a las balanzas fiscales muestra que algunos consideran excesiva la redistribución interregional en España. Trabajos recientes ponen de manifiesto que, en efecto, el sistema actual tiene un efecto nivelador comparable al que proporciona el alemán, y que una aplicación del modelo desarrollado en el Estatut de Catalunya disminuiría sensiblemente ese efecto. Por último, la revisión del modelo organizativo –las competencias de cada región y las instituciones necesarias para desarrollarlas–, así como la distribución de los recursos, implica necesariamente una redistribución del poder político. Es posible, pero ni mucho menos seguro, que en esa distribución, que mejoraría la calidad de nuestra economía, el centro perdiera algo de su capacidad de control sobre la periferia. Es más que probable que, ante esa eventualidad, el centro se esté resistiendo a cualquier posibilidad de cambio. Sería de lamentar que ello fuera así, porque uno puede pensar que vale la pena ceder algo de poder para recuperar algo de autoridad. En Catalunya, “la llave y el duro” es lo que antaño pedía un chico a sus padres antes de salir de noche: la llave para entrar en casa, el duro para gastos. En el Estado de las autonomías nadie debería sentirse en la posición del chico, menos aún cuando se trata de alguien que, por lo menos en tiempos de bonanza, trae dinero a casa.

Alfredo Pastor, profesor de Economía del Iese

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