La lucha anticorrupción fue desmantelada en Centroamérica

Juan Orlando Hernández, presidente de Honduras, en agosto de 2019. Credit Michael Reynolds/EPA vía Shutterstock
Juan Orlando Hernández, presidente de Honduras, en agosto de 2019. Credit Michael Reynolds/EPA vía Shutterstock

En el Triángulo Norte de Centroamérica asistimos a una ofensiva de las élites políticas y económicas contra los avances antiimpunidad. En los últimos meses, los gobiernos de Honduras y Guatemala desmantelaron dos mecanismos supranacionales anticorrupción que habían permitido, por primera vez en nuestra historia, que los personajes más poderosos comparecieran ante la justicia.

En 2006 y 2016, cuando se instauraron la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) y la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (Maccih), parecía que la impunidad que desbordaba a ambos países por fin iba a tener un dique de contención. Pensábamos que se iniciaría un proceso —difícil y gradual— de independencia de la justicia de los designios de los grupos de poder. Pero esa promesa esperanzadora terminó en unos meses: el mandato de la Cicig —un organismo respaldado por las Naciones Unidas— fue tajantemente abolido en agosto de 2019 y la Maccih —un ente respaldado por la Organización de los Estados Americanos— tuvo que finalizar sus actividades la semana pasada.

Es un escenario desalentador en Honduras y Guatemala, que por demasiado tiempo han sido penetrados por la corrupción sistémica. Y es por eso que como ciudadanos debemos defender los logros de ambos organismos y buscar continuar con su objetivo: impulsar un Estado de derecho y la institucionalidad pública en nuestra parte del mundo.

En los años en que funcionaron ambas instituciones, los centroamericanos aprendimos una lección muy dura: mientras las redes de corrupción sigan controlando los mecanismos principales de poder en nuestros países, no será posible esperar avances significativos en la lucha contra la corrupción e impunidad. Tampoco en la reducción de la pobreza y en la solución la profunda desigualdad social que asola a Centroamérica.

Pero, como ciudadanos, es posible avanzar hacia esos objetivos. Tanto la Cicig como la Maccih se instalaron como resultado de la demanda y presión social. El descarado desfalco del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS) en 2015 fue el inicio de un vigoroso movimiento de indignación ciudadana que reclamaba la instalación de una comisión internacional contra la corrupción. Ese mismo año, en Guatemala comenzó un llamado masivo de la sociedad civil que pedía la renuncia de su entonces presidente, Otto Pérez Molina, quien dimitió y fue juzgado. En los dos países, la presión ciudadana es la que finalmente logró que los gobiernos de turno se vieran obligados a crear la legislación que permitiera el funcionamiento de estas misiones anticorrupción.

Desde su instalación, la Maccih padeció múltiples bloqueos. El congreso nunca atendió su propuesta de reformar la Ley de Secretos Oficiales —que impedía el acceso a la información pública en áreas clave relacionadas con la corrupción—, tampoco aprobó la Ley de Colaboración Eficaz, enviada al congreso desde septiembre de 2017. Y en los últimos meses, todos los diputados del Partido Nacional, el partido en el poder, y sus aliados del Partido Liberal cerraron filas mediante la aprobación de varios instrumentos jurídicos que restablecen la inmunidad parlamentaria que fue abolida en 2003.

Pese a eso, en sus cuatro años en funcionamiento, la Maccih logró instalar una nueva institucionalidad en el país, conocida como circuito anticorrupción, sustentada en la creación de la Unidad Fiscal Especial Contra la Impunidad de la Corrupción (Ufecic) y en la constitución de los tribunales especiales en materia de corrupción. Con este diseño, el binomio Maccih-Ufecic logró judicializar 12 casos de corrupción, que involucraron a más de cien personas, entre funcionarios públicos y particulares. Por primera vez una ex primera dama, esposa del expresidente Porfirio Lobo Sosa, no solo fue procesada judicialmente, sino que también fue condenada a 58 años de prisión por los delitos de apropiación indebida y fraude.

Pero acaso lo importante de la labor de la Maccih es que develó la manera en que operan las redes de corrupción que han cooptado el Estado: mediante una sociedad de funcionarios públicos, empresarios privados e incluso capos de la droga, el drenaje del dinero público se da a través de fundaciones privadas y del sistema financiero nacional, así como el uso fraudulento de leyes e instituciones públicas (por ejemplo, en contratos de concesión de recursos naturales).

Ahora, con el cese definitivo de la Maccih, los hondureños tenemos un sentimiento de orfandad, nacional e internacional. Y es que los retrocesos en nuestra lucha por instaurar un estado de derecho también se explican por la geopolítica. En este caso, por el apoyo crucial que instituciones internacionales y regionales y países como Estados Unidos han prestado a la lucha contra la corrupción en Centroamérica.

El presidente estadounidense, Donald Trump, ha trazado dos políticas contradictorias hacia el Triangulo del Norte: por un lado, apoya a los líderes que han impuesto una cruzada antidemocrática contra las instancias que combaten la corrupción. Y por otro ha procurado detener la inmigración centroamericana a toda costa. La tolerancia estadounidense hacia los actuales regímenes corruptos en la región solo nos conducirá a sociedades más pobres, desiguales y excluyentes, donde segmentos importantes de la población continuarán viendo a la migración como única salida a sus vidas.

Si la respuesta no está en Trump o en la comunidad internacional, nosotros, en Honduras, tenemos que retomar las lecciones de las movilizaciones ciudadanas masivas de 2015 cuando miles de personas se unieron en las calles de todo el país con un reclamo, pacífico pero decisivo: es hora de acabar con la corrupción. Ese reclamo impulsó a la Maccih y ahora debe activarse de nuevo.

La arremetida de los gobiernos de Honduras y Guatemala contra de los avances de institucionalidad debe ser respondida a través de una firme y permanente presión ciudadana.

Gustavo Irías es economista y director ejecutivo del Centro de Estudios para la Democracia (CESPAD).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *