La lucha contra la corrupción: propuesta del Banco Mundial

Tema: Pendiente de aprobación por el Comité de Desarrollo una amplia estrategia anticorrupción del Banco Mundial, en este ARI se examina el fuerte matiz político que puede adquirir la actividad del Banco cuando pretenda valorar a fondo el estado de corrupción en países miembros.

Resumen: El Banco Mundial presta asistencia regularmente para la introducción de reformas institucionales, muchas de las cuales efectivamente reducen el espacio para la corrupción. La estrategia propuesta ahora es más ambiciosa, porque las actuaciones del Banco se definirían en función de su propia valoración acerca del estado general de corrupción de cada país. Dadas las vinculaciones entre corrupción y poder, y las limitaciones estatutarias impuestas al Banco, conviene reflexionar sobre las implicaciones políticas de este enfoque.

Análisis

Personalidad muy discutida, nadie parece poner en duda que Paul Wolfowitz fue un excelente embajador de EEUU en Indonesia durante tres años de la Administración Reagan. No puede extrañar que la conferencia del hoy presidente del Banco Mundial en Yakarta el 11 de abril de 2006 estuviera salpicada de simpáticas referencias a personas e instituciones que conoció como embajador. Pero el tema principal aquel día no iba a ser sus recuerdos afectivos, sino reflexiones en torno a una práctica arraigada profundamente en la sociedad –civil y política– indonesia: la corrupción. El presidente del Banco Mundial lanzó desde Yakarta, a su audiencia local y al resto del mundo, el aviso de que el Banco Mundial se disponía a entablar batalla contra “una de las mayores amenazas al desarrollo...”.

Y la lucha continúa…

Hay poco nuevo bajo el sol. Casi exactamente diez años antes, el predecesor del actual presidente, James Wolfensohn, visitaba Indonesia y recibía información directa –al margen de los canales oficiales– acerca de algunas alarmantes peculiaridades del capitalismo local. Wolfensohn descubrió también que muchos de sus propios profesionales reclamaban acción enérgica contra la corrupción que advertían en torno a numerosos proyectos de la cartera indonesia. La experiencia global del Banco parecía confirmar que el caso no era único. Pero el Banco había preferido no enfrentarse de cara a la corrupción. Su prolífica literatura encubría el término bajo eufemismos como “suministro sub-óptimo” o “carga implícita”, más técnicos –y menos imaginativos– que el atribuido a Suharto, “lo que ustedes [en Occidente] llaman corrupción, son para nosotros valores familiares” (Sebastian Mallaby, The World’s Banker, 2004). Wolfensohn consideró que el tema era crítico, decidió afrontarlo abiertamente, y a los pocos meses sorprendió a sus gobernadores hablando sin reservas del “cáncer de la corrupción” durante la Asamblea General de 1996. Un año después, el Directorio aprobaba la primera estrategia anticorrupción del Banco Mundial.

El Banco Mundial promueve ahora un segundo intento. Formalmente, el Banco responde a un requerimiento del Comité de Desarrollo (CD) en abril de 2006, para que “trace una amplia estrategia… que ayude a los países miembros a reforzar su gobernanza y profundizar en la lucha contra la corrupción”, pero quienes estén familiarizados con los procedimientos al uso saben que en realidad tuvo que ser la propia institución la que propusiera esa línea de acción a los ministros. El Banco ha producido varios documentos de trabajo acerca del tema y las notas siguientes se basan, sobre todo, en el titulado Strengthening Bank Group Engagement on Governance and Anticorruption (GAC, 5/IX/2006), elevado a los miembros del CD para su reunión de septiembre pasado. El Comité aceptó el documento tras un largo debate, pero sólo como primer paso hacia una nueva estrategia anticorrupción, rechazando, por tanto, la pretensión de que fuese ya la estrategia definitiva. El Banco trabaja ahora sobre un nuevo texto que se elevará al CD en abril, incorporando, previsiblemente, ideas procedentes de la amplia consulta que ha lanzado a través de su página web (www.worldbank.org, Update on the Consultations, 30/I/2007). Estas notas no son más que una primera reacción muy puntual a un proceso que aún sigue su marcha.

Fuerte compromiso anticorrupción

El GAC es un documento extenso, de objetivo ambicioso, que aspira a implicar de lleno al Banco en la lucha contra la corrupción en sus países miembros. No es posible analizarlo ahora en todas sus dimensiones, pero puede ser interesante, antes de la revisión por el CD en abril, calibrar su componente político. Como luego se indica, la campaña anticorrupción que propone el GAC va más allá del plano meramente técnico y empuja al Banco a adentrarse en las estructuras y relaciones de poder de los países. La legitimación del Banco Mundial para emprender este cometido suscita algunas cuestiones interesantes que parece forzoso comentar.

El Banco Mundial ofrece a los países miembros programas de impulso a reformas institucionales en áreas clave para la buena gobernanza: gestión financiera del sector público, aduanas, sistema judicial, organización de mercados, etc. Estos programas constituyen una parte muy importante de la actividad del Banco, y pueden suponer entre un 20% y un 30% de sus operaciones anuales. Junto con las autoridades, los profesionales del Banco diseñan y dan contenido a una estrategia, y luego colaboran activamente en la fase de puesta en práctica. El objetivo de estos programas ha sido muy valioso para países en fase de creación institucional. Al mismo tiempo, la asistencia del Banco ha permitido identificar y eliminar focos de corrupción que con frecuencia surgen en esas y otras áreas de la gestión pública. El Banco se considera aparentemente satisfecho –como se verá más abajo–, pero se propone ahora alcanzar metas que van mucho más lejos. Superando la práctica tradicional del consenso con las autoridades para identificar e introducir reformas institucionales específicas, quiere fijar su atención en el gran cuadro que presenta el estado de la corrupción a nivel del país. En esta dirección van claramente diversos pasajes del GAC, las preguntas formuladas por Internet, y el énfasis –subrayado expresamente por el presidente del Banco (Press Audio Call, 30/I/2007)– en que los Gobiernos no se consideren, como hasta ahora, interlocutores únicos de la institución.

Hay un documento fundamental en la operativa normal del Banco Mundial que es el CAS (Country Assistance Strategy), un auténtico business plan para las actuaciones del Banco en cada país. Las directrices de trabajo para el staff indican que este informe-país debe cubrir el área de gobernanza, incluyendo temas de corrupción, pero es un hecho que estos últimos raras veces son objeto de tratamiento ni profundo ni sistemático. La nueva estrategia revitaliza las directrices sin concesiones. Todos y cada uno de los informes-país tendrán que examinar y diagnosticar el estado de corrupción en el país correspondiente. Si se dedujera un riesgo sustancial –si el staff considerase que gobernación y corrupción obstruyen el crecimiento económico y la reducción de pobreza–, entonces “la gobernanza debe convertirse en elemento central del informe-país, probablemente como overarching theme para las intervenciones del Banco”.

¿Cómo actuaría el Banco en un país cuando el informe subrayase la amenaza de un riesgo sustancial? El documento indica algunas líneas de reacción a partir de una tipología algo simplista. En un “grupo reducido” de países que denomina “de alta oportunidad”, el Banco prestaría pleno apoyo al liderazgo político al que se supone dispuesto a eliminar la corrupción. En el “gran grupo” de países en que gobernanza y corrupción constituyen todavía un problema, pero existe, aparentemente, voluntad política de abordarlo, el Banco se propone participar activamente en todos los frentes anticorrupción, incluyendo el desplazamiento de asesores especiales y el trabajo analítico de su staff. Y habría finalmente otro “grupo reducido” de países calificados como de “riesgo excepcional”, cuyas autoridades no diesen prioridad a una campaña anticorrupción. En ellos, el Banco anuncia que se limitaría a fórmulas de colaboración restringida, establecidas, si fuera preciso, con asociados “fuera del gobierno central”. El procedimiento ofrece incertidumbres evidentes para los países. El GAC no identifica criterios para realizar una clasificación sistemática ex-ante de los países, por lo que la tipología sería, sencillamente, un cuadro ex-post, el resultado de las clasificaciones que anteriormente hubiera realizado el Banco.

Sincretismo documental y ausencia de historia

Conviene –como telón de fondo– formular un par de puntualizaciones previas. Una, acerca de lo que llamaríamos el sincretismo observado en el documento. La segunda apunta una omisión llamativa.

El GAC es el tipo de documento que ve venir a los críticos, y por tanto, trata de anticiparse a ellos. Otorga al Banco notable libertad operativa sobre el terreno, asegurando a los países miembros que serán siempre respetados los principios que rigen la institución. Cualquier reserva de orden práctico que se formule (como, por ejemplo, “es dudoso que los procedimientos previstos garanticen igualdad de trato entre los países”) está contrarrestada en algún otro pasaje del documento (en este caso, rindiendo tributo al principio de igualdad de trato). Esta técnica de elaboración de documentos es bien conocida, como lo es su uso y abuso en política. Pero el demonio pasea no, en este caso, por los detalles, sino por la puesta en ejecución de la estrategia. Es legítimo preguntarse si el staff, bajo la presión del trabajo sobre el terreno, tendrá más en cuenta el potencial informativo de los datos disponibles de hecho en ese país, o el principio general de igualdad de trato: un país donde la información sobre prácticas corruptas resulte accesible podría parecer mucho más corrupto que otro donde la información sea difícil, costosa o peligrosa de obtener. Como en cualquier gran empresa, también en el Banco Mundial puede abrirse una enorme brecha entre lo que los órganos decisorios creen haber aprobado y el casuismo que se genera sobre el terreno.

Por otro lado, una estrategia que se declara sucesora de otra análoga debiera contener algo de historia: por qué no funcionó la anterior y qué elementos de la nueva van a hacer frente a las carencias o equivocaciones del pasado. Es interesante examinar el Anexo A del GAC, Lessons from a Decade…, donde figuran largas listas de ejemplos de la actividad del Banco en materia de gobernanza y anticorrupción. Son numerosos los países que parecen haber reformado sus instituciones de gobernanza o introducido programas innovadores con apoyo del Banco. La información que se transcribe es positiva: no se apuntan errores ni fracasos, ni se analiza –aspecto clave– si las reformas introducidas persisten todavía años más tarde (el fenómeno de reincidencia, que algunos especialistas denominan re-corruption). No es fácil deducir que haya algo que corregir ni que cambiar. Pero entonces, ¿para qué hacía falta la nueva estrategia anticorrupción? Solamente unas líneas sueltas permiten entenderlo. La actual dirección del Banco está insatisfecha, no debido a defectos o insuficiencias del actual enfoque, sino con el enfoque en sí, volcado tradicionalmente sobre áreas específicas de trabajo de la administración pública. El GAC introduce, desde luego, otro mucho más ambicioso.

Una deriva política

Este nuevo enfoque puede tener una enorme repercusión práctica. El Banco se plantea investigar en profundidad la gobernanza y el estado de corrupción observados en un país. El GAC no argumenta que este planteamiento sea conforme con la misión del Banco. Da por hecho que lo es. Sin embargo, cualquier observador –sea de país en desarrollo, o de país donante– tendría que sentir cierta preocupación ante una aparente incongruencia con el artículo primero (Purposes) de los Estatutos. Habría que añadir, en este punto, varias reflexiones de orden práctico:

  • Investigar la corrupción en el sector público de un país exige al staff acceso a numerosos rincones de la organización política y, sin duda, a los protagonistas de la corrupción, individuos que a menudo forman parte de las estructuras administrativas o de sus niveles de mando político. Sistemas electorales, financiación de campañas, conflictos de interés en las clases dirigentes, las limitaciones institucionales al ejercicio del poder o las vías legales para canalizar y dar satisfacción a reclamaciones –cada uno o todos estos aspectos de la organización política pueden registrar insuficiencias regulatorias que abran paso a prácticas corruptas–. Sistemas formalmente correctos pueden degenerar por efecto de prácticas deliberadas de miembros del ejecutivo o de otros órganos del Estado, de sus familiares o de funcionarios a su cargo. Al analizar el estado de corrupción de un país, estos serían algunos de los puntos neurálgicos que atraerían la atención del Banco. Pero, ¿está legitimado el Banco Mundial, a partir de su énfasis en la corrupción, para enjuiciar las estructuras políticas de un país y tal vez proponer alternativas, o para someter a cuestionamientos directos a la clase política? ¿Está capacitado/legitimado el Banco para esta irrupción en la esfera política de países miembros?
  • En segundo lugar, la propiedad (ownership) del país sobre un programa –esto es, autoría, dirección y responsabilidad– es un principio establecido lo mismo en el FMI que en el Banco Mundial. Pero muchos países saben por experiencia que los organismos internacionales no siempre permanecen fieles a los principios que ellos mismos proclaman. Una campaña anticorrupción, que a menudo implicará un penoso ejercicio de depuración y saneamiento en las esferas del poder, es un ejemplo claro en que el respeto a la ownership del país resulta imperativo. Con seguridad ocasionará fricciones de todo tipo en la vida política, a las que sólo el pleno compromiso y responsabilidad de sus gobernantes –ciertamente, ningún tercero– pueden hacer frente.
  • Pero el Banco se manifiesta dispuesto a trabajar, además de con el Gobierno, con la sociedad civil, los medios y las comunidades locales y, como antes se ha dicho, no excluye colaborar primordialmente con estas instituciones en caso de desinterés del Gobierno. Este puede ser punto de partida de un arriesgado activismo en la vida política de un país. Los aliados que busca el Banco no son precisamente instituciones de naturaleza técnica o apolítica. La que llamamos sociedad civil se caracteriza por su objetivo (por supuesto, legítimo) de influir sobre aspectos de la vida política en defensa de intereses determinados. Por su parte, sería ingenuo pensar que los medios no estatales son necesariamente órganos independientes de expresión movidos por el bien común. Las comunidades locales son generalmente una parte del sector público, más o menos alejado del centro, pero con sus propias agendas políticas. Cualquiera de los potenciales aliados puede estar participando, de forma más o menos encubierta, en la corrupción general, o generar la suya propia. No sería acertado partir de una premisa que localizase la corrupción exclusivamente en los órganos de Gobierno. En definitiva, la dinámica generada por los conflictos de política interna, algunos de cuyos actores tal vez quieran “utilizar” al Banco para sus fines, puede colocar al Banco en posiciones sumamente comprometidas.

El comunicado del CD explícitamente recuerda al Banco que ownership y liderazgo son claves para el éxito de una estrategia anticorrupción, y que para ello los Gobiernos deben ser sus interlocutores clave. Admite, por supuesto, que el Banco pueda relacionarse con otras instituciones domésticas, pero con dos reservas: “teniendo en cuenta elementos específicos de cada país” y “dentro del mandato” recibido por el Banco. Las dos reservas son muy importantes. La primera obliga al Banco a valorar con atención –y respeto hacia la institucionalidad vigente, por débil que sea– factores complejos de economía política. El Gobierno legítimo de un país pequeño, por ejemplo, puede ser especialmente vulnerable a la influencia de la oposición política sobre los sectores civiles en que se apoye el Banco. La segunda reserva recuerda que los países miembros han querido evitar toda interferencia de la institución en las esferas del poder. “El Banco no se implicará en los asuntos políticos de un país”, dicen los Estatutos, art. IV/10, bajo un encabezamiento de tono cortante: Political activity prohibited.

¿Es la única estrategia posible?

A la vista de los comentarios precedentes, ¿qué suerte cabe anticipar a la propuesta contenida en el GAC (revisado) cuando la considere el CD en su reunión de abril?

Es previsible que, con el lenguaje apropiado, un nuevo GAC supere con éxito la agenda del CD y permita al Banco iniciar la puesta en práctica del propuesto enfoque de lucha anticorrupción. En último término, cuestiones como la conformidad estatutaria pasan a segundo término ante un tema –lucha contra la corrupción– que puede calificarse como bien público global, y al que ningún país quiere oponerse frontalmente. Integran el CD 24 ministros de países miembros. Los ministros de países donantes, que representan a contribuyentes celosos del buen fin de sus aportaciones al desarrollo, pueden explicar a sus representados que ahora encomiendan a una gran institución multilateral la responsabilidad de combatir la corrupción en los países receptores de ayuda. Los ministros de países receptores no querrán arriesgarse a que una posición crítica se identifique como defensa de prácticas corruptas en sus países. Unos y otros descansarán en sus 24 representantes en el Directorio del Banco para la difícil tarea de vigilar la ejecución de la estrategia y de evitar que la institución desborde su marco estatutario.

En defecto de la estrategia propuesta en el GAC, ¿sería posible que el Banco hiciese frente al fenómeno de la corrupción? La respuesta tiene que ser positiva. La desconfianza hacia las aspiraciones del Banco y sus potenciales implicaciones políticas no equivale a rechazar otras vías de acción del propio Banco en la lucha contra la corrupción.

De un lado, porque hay un área donde el Banco tiene obligación de actuar con suma diligencia, que es la de sus propios proyectos (Estatutos, art. III/5(b)). El llamado riesgo “reputacional” es máximo para el Banco cuando alguno de sus proyectos registra desviaciones injustificadas de fondos. Por eso, el Banco ha sido siempre un celoso agente fiduciario, dispone de un potente equipo de investigación profesional y no ha vacilado en tomar medidas drásticas al descubrir prácticas corruptas en la ejecución de un proyecto. Al mismo tiempo, ha hecho un enorme esfuerzo por reformar y utilizar –bajo su propia supervisión– las normas nacionales en materia de contratación pública (country systems), de forma que respondan a las mejores prácticas, limiten la discrecionalidad administrativa y cierren así vías posibles de corrupción. Es esta, por tanto, una herramienta muy valiosa en la lucha contra la corrupción dentro del país beneficiario del proyecto.

El GAC contiene una sección con propuestas para intensificar el control sobre los proyectos, pero parece excesivamente preocupado por los mecanismos de seguimiento, control y penalización. Hay aquí dos problemas. Uno es el desinterés por los country systems: el GAC los menciona, pero no contiene propuesta alguna de ampliación o mejora de la práctica vigente. Y, sin embargo, constituyen una forma eficaz de responsabilizar a los países en la conversión a normas nacionales de estándares internacionales y, sobre todo, en su aplicación transparente. Y el segundo es el peligro de que al extremar medidas precautorias, se disparen de modo imparable los costes de transacción con el Banco. El documento menciona el ejemplo de un programa de carreteras, “blindado” convenientemente, cuya preparación requirió dos años. En opinión general, compartida por muchos responsables del propio Banco, la pesadez y lentitud de sus procedimientos son ya notables y resultan prácticamente disuasorias para más y más países sobre todo cuando, en épocas de liquidez abundante, les es posible captar fondos de fuentes alternativas, quizá algo más costosos, pero sin sujeción a condiciones, a exigentes informes-país previos o a “blindajes” anticorrupción. El problema de conciliar el control de los fondos prestados con los deseos y necesidades de los clientes debiera concentrar todo el esfuerzo posible de la institución.

De otro lado, porque existe un movimiento anticorrupción muy elaborado internacionalmente sobre el papel, pero de eficacia, hasta ahora, más bien dudosa: el de los convenios internacionales, como, entre otros, el de las Naciones Unidas o el de la OCDE. Este último es especialmente interesante, porque cubre la corrupción “transnacional”, la oferta de atractivos –hasta hace poco, considerada como coste deducible en muchas economías avanzadas– con que las empresas tratan de desviar en su favor la atención de los funcionarios de quienes depende la concesión de un permiso, una liquidación de impuestos o la adjudicación de un contrato. Los países signatarios no han reconocido al Banco un papel relevante en el desarrollo práctico de los convenios –cuando menos, como registro y supervisor crítico de su cumplimiento (tarea que, en el caso del convenio OCDE, se esfuerza en realizar una ONG)–, pero parece evidente que una campaña anticorrupción con el alcance que pretende el Banco debiera articularse mucho más estrechamente con estas iniciativas internacionales. El GAC propone, como se ha visto, una seria implicación del Banco en países corruptos, pero su capítulo dedicado a acciones colectivas es meramente descriptivo.

Y, finalmente, porque la tarea para la que el Banco dispone de recursos mejor experimentados es la de estímulo al crecimiento económico de los países en desarrollo. No se puede pensar en que países sin crecimiento, o con gran volatilidad de ingresos, vayan a disponer de los medios necesarios para estructurar reformas institucionales que nieguen espacio a la corrupción. Es muy probable que sólo el crecimiento sostenido proporcione una base sólida para que la sociedad haga frente a la corrupción y pueda eliminarla de modo gradual. El fenómeno no admite extirpación quirúrgica inmediata. Muchos países avanzados han conocido un pasado de corrupción rampante, que superaron no mediante programas expeditivos de acción rápida, sino gracias a procesos que desencadena el propio crecimiento económico. La expansión del mercado genera usos mercantiles, impone normativas y reclama instituciones públicas que son incompatibles con estados de corrupción generalizada y relegan el fenómeno a casos individuales –a veces, sin duda, muy llamativos– de los que se hace cargo la rutina de las instituciones reguladoras o judiciales.

Este tema –las pautas de interacción entre corrupción, instituciones y crecimiento económico– es de gran complejidad y en absoluto existe una visión unánime en la literatura. El GAC toma partido por la hipótesis de que la corrupción es un freno al desarrollo, aunque no debiera desconocer la dificultad de reconciliar la hipótesis con la persistencia de fuertes tasas de crecimiento registradas en países –democráticos o no– con niveles notables de corrupción. Sería una lástima que el Banco fundamentara en esta opinión su prioritario enfoque sobre la corrupción, olvidando su compromiso histórico con el crecimiento y el cúmulo de incógnitas que el debate científico no ha resuelto todavía. Es interesante releer a Ben Friedman (The Moral Consequences of Growth, 2005) cuando argumenta en favor del crecimiento económico como el factor dinámico capaz de generar el progreso moral de las sociedades. Junto con el impulso a estructuras democráticas y a instituciones protectoras de los derechos individuales, el progreso moral –que Friedman reinterpreta a partir de los autores de la Ilustración– engloba también los hábitos de transparencia y responsabilidad que paulatinamente hacen insostenibles prácticas generalizadas de corrupción.

Conclusiones: Los países miembros (y propietarios) del Banco Mundial deben ser conscientes –si, a través del CD, aprueban en sus grandes líneas la estrategia comentada– de que están reorientando por vías de hecho la actividad de la institución. Hasta ahora, han visto en el Banco una potente institución de apoyo –financiero y técnico– a estrategias gubernamentales de crecimiento, inclusive políticas de reforma administrativa y de mercados, sin necesidad alguna de que se implicase en los procesos de política interna de los países. Pero el Banco difícilmente podrá abordar los programas de trabajo anticorrupción que se apuntan en el GAC sin colocarse al límite mismo, o más allá del límite, del mandato estatutario que formalmente le veda el acceso a la actividad política.

Por otra parte, sería importante que los países miembros no se vieran obligados a aceptar la estrategia propuesta porque la consideren como única línea de entrada del Banco Mundial en la lucha anticorrupción. Desde la introducción de reformas institucionales hasta la financiación o asistencia técnica a proyectos de desarrollo, el Banco ha cumplido y puede seguir cumpliendo una misión crítica en favor del crecimiento económico cuyos efectos sobre la corrupción, aunque indirectos, no pueden ignorarse. Y en ejercicio de su obligación fiduciaria, el control estricto de los fondos prestados permite al Banco colaborar con los países para elevar estándares nacionales de rigor financiero que alejan posibilidades de corrupción. Por fin, los países signatarios de convenios internacionales contra la corrupción debieran ampliar la misión de mero “apoyo” que hoy reservan al Banco e implicarle en la supervisión de su cumplimiento.

Luis Martí, Técnico Comercial y Economista del Estado.