La lucha de Obama por asumir el mando

De hecho, el conflicto entre el presidente Obama y el primer ministro Netanyahu forma parte de la lucha del presidente por asumir el mando de su propio gobierno. Ni el nefasto primer ministro de Israel, ni la cínica clase política israelí son sus principales antagonistas. Estos están en Estados Unidos, donde parte del aparato de la política exterior, el Congreso y los medios de comunicación creen o dicen creer que los intereses de Estados Unidos e Israel son idénticos. Ahora el presidente se ha unido a los diplomáticos, jefes militares y expertos en política exterior que durante décadas, y arriesgando sus carreras, han buscado una política en Oriente Próximo que tome en serio los derechos de Palestina como una condición previa para que Estados Unidos desempeñe un papel diferente en la región y en todo el mundo musulmán.

Los antagonistas a los que se enfrenta el presidente no son en modo alguno exclusiva o primordialmente judíos. El presidente conoce las profundas divisiones existentes en el seno de la comunidad judía norteamericana. Muchos judíos norteamericanos liberales y laicos (y más jóvenes) rechazan el incondicional apego a Israel de los líderes de la mayoría de las organizaciones judías nacionales. Los judíos que apoyan al presidente se identifican con Estados Unidos. Son plenamente conscientes de la paradoja del sionismo contemporáneo. De haber servido hasta ahora de hogar espiritual y de potencial refugio para la diáspora, Israel ha pasado a depender del soporte político de la diáspora y muchos de sus ciudadanos, con doble pasaporte, son ya parte de la diáspora.

Lo que ha hecho tan fuerte al lobby pro-Israel en Estados Unidos es su conexión con los principales temas de la historia norteamericana. Una lectura calvinista del Éxodo como anticipación de la conquista blanca de Norteamérica convirtió a los israelíes en yanquis honorarios. La culpa estadounidense por su inactividad respecto al Holocausto ha sido diligentemente explotada por Israel. El Estado judío fue, desde los años sesenta del pasado siglo, un aliado en la guerra fría y una baza del poder norteamericano. La campaña contra el "terror", con todas sus deformaciones y distorsiones históricas, ha reforzado la intransigencia de Israel.

Pero el presidente Obama tiene su propia y diferente lectura de la historia moderna. Su discurso de El Cairo y el actual conflicto sobre Jerusalén Este sugieren que no va a renunciar a ella.

En Europa son pocos los que habrán oído hablar de una "Coalición Americana Contra un Irán Nuclear", un grupo de presión bien financiado. Entre sus dirigentes se cuentan el presidente de la Conferencia de las Organizaciones Judías Estadounidenses, el antiguo director de la CIA James Woolsey (un manifiesto defensor del fraudulento alegato de la alianza entre el baazismo iraquí y Al Qaeda) y una miscelánea de demócratas y republicanos que dependen de su propio ingenio para sobrevivir. Guarda semejanza con The Committee on the Present Danger (El Comité contra el Peligro Actual), una coalición de demócratas y republicanos que respondió a la derrota en Vietnam exigiendo la confrontación con la Unión Soviética. Los antagonistas nacionales del Comité no eran sólo los partidarios de la paz en Vietnam sino también Kissinger, Nixon y Ford, quien, después de todo, había evacuado Saigón y luego trató de conseguir el control de armamentos con la URSS. Este Comité incluía a partidarios de Israel que exigían que cualquier acuerdo con la Unión Soviética estuviera condicionado a que ésta permitiera la emigración de los judíos. El Comité no se tomó muy en serio tal intención: la URSS no podía soportar la pérdida del capital intelectual que conllevaría la emigración judía, que también hubiera destruido sus alianzas con los países ára-bes. La situación real de la Unión Soviética y el bienestar de sus ciudadanos no eran de interés para el Comité.

De un modo similar, los dirigentes de la "Coalición Americana Contra un Irán Nuclear" no albergan preocupación ni conocimiento alguno acerca de Irán o de su pueblo. Buscan la confrontación inmediata como parte de una permanente movilización norteamericana. Una vez resuelta la cuestión de Irán, uno puede fácilmente imaginárselos aplicando la misma retórica con China dentro de una década. Aquí, los intereses de Israel y de quienes tienen intereses ideológicos y materiales en un inexorable aumento del poder norteamericano, son coincidentes.

El presidente Obama cuenta con un equipo de veteranos en nuestra larga serie de desventuras imperiales: el secretario de Defensa Robert Gates, el general James Jones, consejero de Seguridad Nacional, y el almirante Michael Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto. A diferencia de los beligerantes firmantes de las páginas de opinión, Jones y Mullen conocen la guerra de primera mano. También saben contar. Si sumamos nuestras diversas guerras habidas desde 1945, las dos ganadas por Estados Unidos lo fueron contra Granada y Panamá. Uno comprende su resistencia a atacar Irán. Nuestros ejecutivos imperiales lo tienen claro: su tarea primordial es la de prevenir nuevos desastres.

En consecuencia, las exigencias del presidente Obama respecto a Israel son también una respuesta al intento de Israel de involucrar a Estados Unidos en la guerra contra Irán. De hecho, el Comité de Asuntos Públicos Estados Unidos-Israel (AIPAC, el lobby pro-Israel) ha hecho de la amenaza de Irán el tema central de la visita del primer ministro Netanyahu. La inflexibilidad del presidente en empezar los asuntos por el principio les cogió por sorpresa. El AIPAC consiguió que algo menos de 300 de los 435 miembros del Congreso firmaran una carta declarando que, puesto que Estados Unidos e Israel mantienen una relación tan estrecha, la pública discusión de sus diferencias era sumamente desaconsejable. Pocas veces los miembros de un cuerpo parlamentario pueden haber renunciado tan sumariamente a sus derechos.

Una semana después de la confrontación, las ediciones dominicales tanto del The New York Times como del Washington Post mantenían silencio sobre la misma, pero ofrecían a sus lectores una temática familiar acerca de Irán. El Times publicaba una serie de conjeturas sobre el proyecto nuclear iraní, con una proporción entre la especulación y el dato de aproximadamente veinte a uno. El jefe de su oficina en Washington recapitulaba acerca de un trivial juego de guerra de la Brookings Institution consistente en un ataque de Israel a Irán, asunto ya tratado extensamente meses atrás. El Post publicaba una columna de William Krystol en la que instaba a la guerra contra Irán, reciclando todos los lugares comunes del pasado medio siglo. No se hacía mención, sin embargo, de la advertencia del general Petraeus sobre los peligros que implica un pleno alineamiento con Israel para los intereses nacionales de Estados Unidos. Es verdad que el políticamente ágil general ya había telefoneado al comandante en jefe de las fuerzas armadas israelíes para decirle que sus declaraciones habían sido "tomadas fuera de contexto", pero en el contexto son inequívocas.

Entretanto, la élite de Israel está en estado de shock ante la idea de que Obama pueda realmente querer decir lo que dice. La cúpula dirigente de los judíos norteamericanos está no menos atónita y parece incapaz de comprender que las ficciones que ha sustentado desde hace tiempo sean ahora objeto de debate.

Al presidente le sería de gran ayuda una firme contribución de Europa a ese debate. Más de medio millón de israelíes han volado hacia Europa con motivo de las vacaciones de la Pascua judía. Se habría ganado mucho si regresaran con la impresión de que a Israel le son exigibles unos estándares más civilizados. Diga lo que diga, incluso un personaje tan vulgar como Netanyahu sabe que, desde su visita a la Casa Blanca, nada será lo mismo.

Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Juan Ramón Azaola.