Decía Richard Titmus que «sin noción de viento y corrientes, las sociedades no se mantienen a flote durante largo tiempo, moral o económicamente, sacando el agua» de la balsa. Algo parecido sucede con esta Europa que hace aguas por todos los lados, como todo proyecto colectivo cuando se agotan o resquebrajan los consensos sobre su finalidad última. El paisaje de la cosa pública europea es verdaderamente desolador: generalización del discurso populista; brotes de antisemitismo e islamofobia, en plena tormenta post Charlie Hebdo; merma de derechos y libertades (primero a Los otros, luego a Nosotros) en aras de la seguridad; vuelta de las políticas identitarias, etc.
Europa ha sido progreso y civilización. Pero también suicida geopolítica de ballet imperial de Viena, clasicidio de gulags y genocidio de Treblinkas y Srebrenicas. Si vuelven fantasmas del pasado es porque no se fueron del todo. Están ahí, esperando a otro agitador de cervecería que saque partido de la angustia económica, la inseguridad frente al futuro y la debilidad de una clase política transicional, a demasiadas veces parte del problema y que lucha por contener los tsunamis que marcan estos cambios de etapa. A esto hay que añadir la moderna frivolidad selfie, que, a golpe de red social, a menudo globaliza lo absurdo y banaliza lo humano. Da lo mismo autoretratarse en los funerales de Estado de una figura épica como Mandela; encima del cadáver torturado, cubierto con cubitos de hielo, de un preso iraquí o posar como Hitler en Facebook, como hizo Lutz Bachman, el personaje que hasta la fotito lideraba el movimiento Pegida en Alemania.
La Europa post moderna intentó pasar página de la Historia, con sus luchas de clases, credos e ideologías, y adoptó un guión de final de película en base a identidades cosmopolitas, democracia, derechos para (casi) todos y economía social de mercado. Este guión estaba fundamentado en grandes acuerdos entre fuerzas políticas de izquierda y derecha, antaño enfrentadas. Dicha visión, sobre las aún humeantes cenizas de Berlín o Varsovia, intentó superar las soberanías de Westfalia (ávidas de guerras por orgullo nacional) en pos de la «unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa» y extender ese modelo de Europa no sólo en su entorno inmediato, sino también a escala internacional.
Hace años que esta visión utópica, no obstante sus logros, ha entrado en crisis, en lucha consigo misma y con nuevas realidades, dentro y fuera del continente, que la superan. El guión y sus recetas ya no funcionan como antes. Los propios estados miembros, reflejo del sentir de sus sociedades, se resisten a mayores cesiones de soberanía, salvo en situaciones de extrema necesidad, como ha sido el caso en la crisis del euro, y reconsideran o devalúan los acuerdos alcanzados cuando ya no aprieta tanto. La visión utópica de Europa conllevó una cierta idealización del proceso integrador, en el que los intereses nacionales y el equilibrio de poder (no sólo el alemán) han jugado siempre un papel central. Pero la crisis del sistema da aún mayor preponderancia a los intereses nacionales, sobre todo ante las dificultades de alcanzar compromisos entre casi 30 Estados, a menudo con culturas políticas diferentes e intereses enfrentados.
Asimismo, vuelven las ideologías populares, no sólo atractivas para el ciudadano medio, sino también, como es el caso de Alternative für Deutschland, para muchas élites. Esta lucha de modelos y de «Europas» rebasa las fronteras de la Unión y se entremezcla con geopolítica y Gran Estrategia. El maltrecho orden de seguridad en el continente se tambalea con la cruda lógica de la fuerza militar y de los «hombres verdes» en Crimea, al ritmo de una agenda que entrelaza el revisionismo histórico y orgullos heridos de Tratado de Versalles, con paneslavismo ortodoxo y una habilidad maestra en explotar las debilidades y dobles estándares occidentales. No hay nueva Guerra Fría, pero sí múltiples guerrillas frías, desde Ucrania, los Bálticos, el Mar Negro o los Balcanes, en una lucha de fondo entre proyectos y visiones, parecen irreconciliables, sobre reglas y principios básicos del espacio europeo y la naturaleza del modelo político. Este choque de visiones entre el Kremlin y la UE tiene eco en el debate doméstico europeo. Así, como muestran las votaciones sobre Ucrania y Rusia en el Parlamento europeo, el discurso del Kremlin genera apoyos entre eurófobos derechistas como Le Pen y Farage, y fuerzas como Izquierda Unida o Podemos, más allá de los habituales nostálgicos de una Unión Soviética que tuvieron la suerte de no vivir en propia carne.
En esta lucha de utopías, ideas y visiones sobre Europa, los extremos forman matrimonios de conveniencia y fagocitan las opciones moderadas. No debería por ello sorprender la alianza de gobierno en Grecia entre el victorioso Syriza y el partido de los Griegos Independientes, de perfil de derecha nacionalista, coincidentes con aquél en lo económico, pero no en otros aspectos como los derechos de los homosexuales. Habrá más.
Estos movimientos sobrevaloran la soberanía de los pueblos y su capacidad de influencia de los acontecimientos en el anárquico mundo globalizado en el que vivimos. Pero toman muy bien el pulso de los tiempos que corren, dominan magistralmente los instrumentos del siglo XXI para la movilización de masas, e inspiran, algo que hace tiempo que no logran los partidos mainstream europeos. Ponen de manifiesto las contradicciones de una Europa demasiado remota frente a miedos y cuestiones sociales inmediatas que catalizan grupos como Pegida. Una Europa que, enzarzándose en un choque de legitimidades que sólo puede perder, tira piedras contra su propio tejado al decir a quién tienen que votar los griegos y a quién no. Una Europa que, con el discurso de «no hay alternativa» a la austeridad y a las políticas de la Eurozona en general no logra sino catapultar alternativas (deseables o no, pero europeas también) en Grecia, Francia, Alemania o España. Una Europa que, negándose a menudo a abordar los problemas puestos sobre la mesa por populistas, deja que el debate político esté copado por las propuestas, visiones y percepciones de éstos, a menudo erróneas. El guión europeo habitual frente a los populismos y la crisis no funciona y, a menudo, es contraproducente. Los líderes europeos deberían tenerlo en mente, no tanto por Grecia, sino sobre todo por lo que pueda pasar en otros estados clave, como Francia, Reino Unido o la propia Alemania, de los que depende la misma viabilidad de la Unión.
Toda utopía está destinada, tarde o temprano, al fracaso, relativo o absoluto. Hoy, más que nunca, no caben soluciones simplistas, sino imperfectas, como el mundo incierto en el que vivimos. El poder está hoy demasiado fragmentado, el mundo demasiado interdependiente y los desafíos demasiado grandes. A las ilusiones de hoy seguirán las decepciones de mañana, pues no todos los intereses son reconciliables. La paradoja es que Europa necesitaba una catarsis, pero hoy por hoy profundizamos en el choque de legitimidades y de democracias, pues no sólo se enfrentan «pueblos» o «ciudadanos» y «casta» o la demonizada Troika (el mensaje fácil), sino también demos europeos, como Alemania y Grecia.
En estas circunstancias, Europa necesita otra vez grandes consensos que refuercen la legitimidad del proyecto común y le den una nueva narrativa que vuelva a inspirar (y no sólo alienar). Acuerdos que impulsen la prosperidad y la competitividad de Europa, y que defiendan nuestro modelo de libertades en un mundo hostil e inseguro. Lo que se dice fácil, cierto: hay demasiados dilemas, demasiados intereses en medio y la política es lo que es. Pero lo que está claro es que de este brete no nos sacarán ni el discurso de siempre ni los demagogos de hoy, de izquierda o derecha.
Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR).