La lucha dinástica por el legado fujimorista

La familiar de una víctima asesinada por un grupo clandestino por órdenes del gobierno de Fujimori en Lima el 25 de enero de 2018 Credit Martín Mejía/Associated Press
La familiar de una víctima asesinada por un grupo clandestino por órdenes del gobierno de Fujimori en Lima el 25 de enero de 2018 Credit Martín Mejía/Associated Press

El menor de los hermanos Fujimori, Kenji, ha conseguido lo que el antifujimorismo nunca logró: quebrar Fuerza Popular, el partido político más importante del Perú, liderado por su hermana Keiko Fujimori. Y lo ha hecho, además, aliado con su padre, el exdictador Alberto Fujimori, libre gracias al indulto humanitario concedido por el presidente Pedro Pablo Kuczynski (PPK).

Parece un trabalenguas, pero es la ridícula lucha dinástica a la que se ha reducido la política peruana, dominada hoy por tres Fujimori.

Por un lado, Keiko Fujimori, hasta ahora la depositaria principal de la herencia fujimorista y que, a pesar de que perdió dos elecciones presidenciales (2011 y 2016), en ambas llegó a la segunda vuelta y en las últimas consiguió una mayoría absoluta en el congreso que le permitió, hace dos meses, poner en jaque al gobierno de PPK.

Por el otro, su hermano menor, Kenji Fujimori, el congresista más votado en esas dos elecciones generales, quien —junto a otros nueve congresistas de la bancada fujimorista— salvó la cabeza de Kuczynski cuando el congreso peruano votó una moción de censura en contra del presidente. Tres días después del inesperado apoyo de Kenji y sus aliados, el exdictador recibió el controvertido indulto presidencial.

Cuando Alberto Fujimori abandonó la presidencia en el año 2000 después de diez años en el poder, huyó a Japón y solo volvió al Perú tras una extradición desde Chile para enfrentar cargos criminales. En 2009 fue condenado a 25 años de prisión por delitos de corrupción y asesinato.

Luego de 18 años de democracia, cuatro de los cinco presidentes peruanos —incluido PPK— se encuentran presos, prófugos o acusados de corrupción. Pese al crecimiento económico de las dos últimas décadas, para una parte de la ciudadanía la promesa democrática palidece ante el recuerdo adulterado del hombre fuerte que supuestamente pacificó al país y que ahora en libertad vuelve a ocupar una posición central en la escena política peruana.

En marzo de 2017, la encuestadora GFK preguntó a los peruanos por su visión del legado del gobierno de Fujimori. A los encuestados se les presentaban dos opciones:

a) Fujimori fue un gobernante de mano dura, que perpetró crímenes contra la población e implantó una dictadura.
b) Fujimori fue un gobernante de mano dura, que acabó con el terrorismo y disminuyó los conflictos sociales.

El 37 por ciento optaba por el primer enunciado; un 55 por ciento, por el segundo. Esto pese a que ha sido demostrado que la derrota de Sendero Luminoso se consiguió a espaldas de la cúpula del gobierno de Alberto Fujimori: no fue la guerra sucia diseñada por el exdictador y sus cómplices, sino el silencioso trabajo del Grupo Especial de Inteligencia de la Policía el que consiguió arrestar al líder senderista Abimael Guzmán. De hecho, Fujimori se encontraba fuera de Lima el día del operativo conocido como “la captura del siglo”.

Esa mayoría que recuerda al exdictador como “un gobernante de mano dura, que acabó con el terrorismo y disminuyó los conflictos sociales” no es un asunto menor en un país donde casi el 40 por ciento de los ciudadanos muestra inclinaciones autoritarias.

Durante su carrera política, sabedora de que una parte del capital político de su partido reside en la valoración positiva del gobierno de su padre, Keiko Fujimori ha combinado la celebración del legado con las críticas tibias a los “errores cometidos” en los años noventa.

La lideresa de Fuerza Popular se precia de haber construido un nuevo fujimorismo, menos dependiente de la popularidad del exdictador. Sin embargo, sus propios votantes no lo tienen tan claro. En 2016, una encuesta preguntaba a los votantes fujimoristas a quién apoyarían si existiera un conflicto entre Keiko Fujimori y su padre: 49 por ciento señaló que se alinearía con la nueva lideresa y 40 por ciento con el exdictador.

Por su parte, Kenji Fujimori jamás ha ocultado que su principal propósito político era conseguir la libertad de su padre, a quien sigue considerando el líder del fujimorismo.

Tras el indulto, las ambiciones políticas de Kenji han crecido. El presunto apoyo de Alberto Fujimori le ha despertado sueños presidenciales. Los índices de popularidad le favorecen ligeramente: un 33 por ciento de aprobación frente al 29 por ciento de su hermana. Esa simpatía, sin embargo, no se traduce directamente en intención de voto. Según una encuesta publicada el lunes 12 de febrero, ante la pregunta “Si fueran mañana las elecciones, ¿por quién votaría?”, un 21 por ciento mostró su apoyo a Keiko y un 11 por ciento a Kenji.

En el último año, el menor de los Fujimori ha trabajado en ensanchar su base de apoyo. Para ello, ha llamado a la reconciliación nacional y al diálogo entre fuerzas políticas. Se ha enfrentado a la agenda de conservadurismo duro de Fuerza Popular en asuntos como derechos de las minorías sexuales (en su cuenta de Twitter subió una imagen en la que lleva la bandera LGBT), se ha declarado a favor de las investigaciones de abusos cometidos dentro de la Iglesia católica y sus referencias a la cultura popular son frecuentes.

Kenji Fujimori ha demostrado talento para pintarse como la cara moderna del fujimorismo, pero aún está por verse si puede vestirse con el manto del heredero y administrar el legado del padre, la viva encarnación de esa mano dura que algunos peruanos recuerdan y anhelan.

Como me dijo el politólogo Carlos Meléndez, estudioso del fenómeno fujimorista: “Ese valioso capital político del padre es el motivo de la pugna, pero no hay que equivocarse: Keiko y Kenji son fujimoristas, ambos tienen ese ADN que los hace ser capaces de ir hasta las últimas consecuencias”.

En efecto, expulsar de la bancada al hermano apoyado por el padre, como hizo Keiko Fujimori, habla de ese pragmatismo político marca de la casa. Al igual que la arriesgada maniobra de su hermano menor: renunciar al partido llevándose a nueve congresistas. En su peor versión, esa temeridad política que caracteriza al fujimorismo sirvió, en los años noventa, para justificar un autogolpe de Estado y crímenes de lesa humanidad.

Ahora, con el control absoluto del partido, la cuestión para la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, es cómo apelar al voto de base fujimorista —que añora la mano dura de los noventa— sin el respaldo de su padre.

Para Kenji Fujimori, en cambio, el dilema reside en encontrar la forma de celebrar el legado paterno y a la vez mostrarse como el fujimorista moderno y hasta progresista que viene interpretando.

Tenemos tres años para ver cómo los hermanos Fujimori resolverán esas contradicciones de cara a las elecciones presidenciales de 2021. Y también para ver cómo reaccionará el otro gran “partido político” peruano: el antifujimorismo, que según las encuestas ronda el 30 por ciento de las preferencias electorales y que, hasta ahora, ha conseguido inclinar la balanza a favor de los candidatos no fujimoristas en la segunda vuelta.

La clave se encuentra, una vez más, en manos de la figura que ha dominado las últimas tres décadas de vida política peruana: Alberto Fujimori. El exdictador tendrá que hacer explícito en algún momento el apoyo —ya insinuado— al menor de sus hijos, además de decidir qué tan evidente será su presencia en el tablero político de los próximos años.

¿Y Kuczynski, el presidente al que el 53 por ciento de los peruanos pide que abandone el cargo? Bien, gracias.

Diego Salazar es periodista y responsable del blog de análisis de medios No hemos entendido nada.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *