La lucha en Egipto y más allá de él / West must deal with Egypt’s de facto leadership

Los acontecimientos que movieron al ejército de Egipto a destituir al Presidente Mohamed Morsi lo habían colocado ante una alternativa simple: intervención o caos. Diecisiete millones de personas en la calle no son lo mismo que unas elecciones, pero se trata de una manifestación colosal del poder del pueblo.

Los Hermanos Musulmanes de Morsi no fueron capaces de pasar de ser un movimiento de oposición a ser un partido de gobierno. Naturalmente, los gobiernos gobiernan mal o bien o medianamente, pero este caso es diferente. La economía de Egipto está hundiéndose. La ley y el orden normales han desaparecido prácticamente. Los servicios no funcionan adecuadamente.

Los ministros hicieron todo lo posible por su parte. Hace unas semanas, me reuní con el ministro de Turismo, que me pareció excelente y tenía un plan sensato para reanimar el sector. Al cabo de pocos días, dimitió, después de que Morsi adoptara la alucinante medida de nombrar gobernador de la provincia de Luxor (uno de los destinos turísticos principales) a un miembro del grupo responsable del ataque terrorista de 1997 –el peor de todos los habidos en Egipto–, en el que murieron más de 60 turistas que visitaban Luxor.

Ahora el ejército afronta la delicada y ardua tarea de volver a dirigir el país hacia la vía de unas elecciones y un rápido regreso al gobierno democrático. Hemos de esperar que pueda hacerlo sin más derramamiento de sangre. Sin embargo, alguien tendrá que administrar y gobernar entretanto, lo que entrañará la adopción de algunas decisiones duras e incluso impopulares. No será fácil.

Lo que está ocurriendo en Egipto es el último ejemplo de combinación, contemplada en todo el mundo, entre democracia, protesta y eficacia gubernamental.

La democracia es una forma de decidir quiénes serán los que adoptarán las decisiones, no de substituir la propia adopción de decisiones. Recuerdo una conservación anterior con algunos jóvenes egipcios, poco después de la caída del Presidente Honsi Mubarak en 2011. Estaban convencidos de que con la democracia se resolverían los problemas. Cuando pregunté cuál sería la política económica correcta para Egipto, se limitaron a decir que todo saldría bien, porque ya tenían la democracia, y las ideas económicas que profesaban eran mucho más izquierdistas que posición alguna que tuviera una remota posibilidad de funcionar.

Soy un partidario convencido de la democracia, pero el gobierno democrático por sí solo no garantiza un gobierno eficaz. Actualmente el imperativo es la eficacia. Cuando los gobiernos no cumplen, el pueblo protesta. No quieren esperar a las próximas elecciones. En realidad, como revelan los casos de Turquía y del Brasil, el pueblo puede protestar incluso cuando, conforme a cualquier criterio objetivo, sus países han logrado avances enormes.

Pero, al pasar los países de la categoría de renta baja a la de renta media, aumentan las aspiraciones del pueblo. Quieren servicios de mayor calidad, viviendas mejores y buenas infraestructuras (en particular, el transporte) y les molesta –hasta el punto de movilizarse en las calles– cualquier indicio de que una camarilla en el poder les cierre el paso.

Se trata de algo así como un espíritu democrático libre que funciona independientemente de la convención de que las elecciones deciden el gobierno. Lo alimentan enormemente los medios de comunicación social (fenómeno revolucionario, a su vez) y avanza muy rápidamente para precipitar las crisis.

No siempre es coherente ni racional. Una protesta no es una política y una pancarta no es un programa de gobierno, pero, si los gobiernos carecen de argumentos claros con los que refutar a quienes protestan, se encuentran con un problema grave.

En Egipto, los problemas del Gobierno resultaron agravados por el resentimiento ante la ideología y la intolerancia de los Hermanos Musulmanes. El pueblo llegó a creer que éstos estaban imponiendo cada vez más sus doctrinas en la vida cotidiana.

En todo Oriente Medio hay por primera vez un debate sin restricciones sobre el papel de la religión en la política. Pese a la superior organización de los Hermanos Musulmanes, quienes apoyan una modalidad de gobierno intrínsicamente laico probablemente sean –y ello es aplicable a toda la región– la mayoría.

La sociedad puede estar imbuida de la observancia religiosa, pero el pueblo está empezando a reconocer que la democracia funciona sólo como concepto pluralista, que requiere el mismo respeto para los diferentes credos y permite que la religión tenga voz, pero no veto. Para un país como Egipto, con su inmensa y variada civilización, de la que forman parte unos ocho millones de cristianos y una población joven que necesita estar conectada con el mundo, no hay futuro en un Estado islámico que aspire a formar parte de un califato regional.

Entonces, ¿qué debe hacer Occidente? El de Egipto es el último ejemplo de que esa región es presa de la agitación y no nos dejará en paz, por mucho que lo deseemos. La de desvincularse no es una opción válida, porque la del status quo tampoco lo es. Cualquier decisión de no actuar es, a su vez, una decisión de enormes consecuencias.

Dicho con la mayor crudeza, Occidente no puede permitirse el lujo de que Egipto sufra un desplome. Así, pues, debe colaborar con el nuevo poder de facto y ayudar al nuevo gobierno a hacer los cambios necesarios, en particular respecto de la economía, a fin de que pueda obtener unos resultados satisfactorios para los ciudadanos de Egipto. De ese modo, puede ayudar también a abrir una vía de regreso a las urnas concebida por –y para– los egipcios.

También es necesario colaborar con los demás países de esa región. En el caso de Siria, lo peor que puede ocurrir es inaceptable: una partición efectiva del país, con un Estado suní pobre y dirigido por extremistas en el Este, sin salida al mar ni acceso a la riqueza del país. En ese caso, el Líbano quedaría totalmente desestabilizado, el Iraq más desestabilizado de lo que lo está y Jordania sometida a una presión aún mayor (que sólo la valerosa capacidad de dirección del rey Hussein está logrando contener, por el bien de todos nosotros). Y lo que quedaría para que el Presidente de Siria, Bashar Al Assad, lo gobernara dependería de Hezbolá, organización terrorista, y del Irán.

En cuanto a la República Islámica, el presidente entrante, Hasán Ruhaní, puede desear lograr un acuerdo con el mundo respecto de la ambición nuclear de su país… o no. En cualquiera de los dos casos, el poder en última instancia en el Irán descansa en el Dirigente Supremo, Ayatolá Ali Jamenei. El mundo no puede permitirse el lujo de un Irán con armas nucleares. Y ni siquiera he citado las amenazas de Libia, del Yemen o, más allá, del Pakistán o la plaga de extremismo que ahora está extendiéndose por todo el norte del África subsahariana y ciertas partes del Asia central.

Los intereses de Occidente, requieren que sigamos comprometidos. Tenemos que adoptar decisiones para el largo plazo, porque, a corto plazo, no hay soluciones sencillas. La actual dedicación mostrada y el impulso dado por el Secretario de Estado de los Estados Unidos, John Kerry, a la cuestión palestino-israelí es ejemplar: si es importante, hay que actuar, por difícil que sea el asunto.

En Oriente Medio está produciéndose una larga transición. Es difícil y cara y requiere mucho tiempo. Muchos en Occidente creen que deberían ser otros quienes contribuyeran a solucionarla, pero es una tarea nuestra. Esa lucha es importante para todo el mundo.

El lado bueno es el de que en Oriente Medio hay millones de personas modernas y con amplitud de miras. Han de saber que estamos a su lado, que somos sus aliados… y que estamos dispuestos a pagar el precio que entraña estar con ellos.

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The events that led to the Egyptian Army’s removal of President Mohamed Morsi confronted the military with a simple choice: intervention or chaos.

Seventeen million people on the street is not the same as an election. But it is an awesome manifestation of people power. The equivalent turnout in Britain would be around 13 million people. Just think about it for a moment. The army wouldn’t intervene here, it is true. But the government wouldn’t survive either.

The Muslim Brotherhood was unable to shift from being an opposition movement to being a government. Of course governments govern badly or well or averagely. But this is different. The economy is tanking. Ordinary law and order has virtually disappeared. Services aren’t functioning properly.

Individual ministers did their best. A few weeks back, I met the tourism minister, who I thought was excellent. He had a sensible plan to revive Egypt’s tourist sector but resigned when the president took the mind-boggling step of appointing as governor of Luxor (a key tourist destination) someone who was affiliated with the group responsible for Egypt’s worst-ever terror attack, in Luxor, which killed more than 60 tourists in 1997.

Now the army is faced with the delicate and arduous task of steering the country back on to a path toward elections and a rapid return to democratic rule. We must hope that they can do this without further bloodshed. Meanwhile, someone will have to run things and govern.

This will mean taking some very tough, even unpopular decisions. It is not going to be easy.

What is happening in Egypt is the latest example of the interplay, visible the world over, among democracy, protest and government efficacy. Democracy is a way of deciding on the decision-makers, but it is not a substitute for making the decision.

I remember an early conversation with some young Egyptians shortly after President Hosni Mubarak’s downfall in 2011. They believed that, with democracy, problems would be solved. When I probed about the right economic policy for Egypt, they simply said it would all be fine because now they had democracy; and insofar as they had an economic idea, it was well to the old left of anything that had a remote chance of working.

I am a strong supporter of democracy. But democratic government doesn’t on its own mean effective government. Today, efficacy is the challenge. When governments don’t deliver, people protest. They don’t want to wait for an election.

As Turkey and Brazil show, they can protest even when, on any objective basis, countries have made huge progress. But as countries move from low- to middle-income status, people’s expectations rise. They want quality services, better housing, good infrastructure, especially transport. They resent and will fight against any sense that a clique at the top is barring their way.

This is a sort of free democratic spirit that operates outside the convention of democracy that elections decide the government. It is enormously fueled by social media, itself a revolutionary phenomenon. And it moves very fast in precipitating crisis. It is not always consistent or rational. A protest is not a policy, or a placard a program for government. But if governments don’t have a clear argument with which to rebut the protest, they’re in trouble.

In Egypt, the government’s problems were compounded by resentment of the ideology and intolerance of the Muslim Brotherhood. People felt that the Brotherhood was steadily imposing its own doctrines on everyday life.

Across the Middle East, for the first time, and this is a positive development, there is open debate about the role of religion in politics. Despite the Muslim Brotherhood’s superior organization, there is probably a majority for an intrinsically secular approach to government in the region.

Society can be deeply imbued with religious observance, but people are starting to realize that democracy only works as a pluralistic concept where different faiths are respected and where religion has a voice, not a veto.

For Egypt, with an immense and varied civilization, around 8 million Christians and a young population who need to be connected to the world, there really isn’t a future as an Islamic state that aspires to be part of a regional caliphate.

So what should the West do? Egypt is the latest reminder that the region is in turmoil and won’t leave us alone, however we may wish it would. Disengagement is not an option, because the status quo is not an option. Any decision not to act is itself a decision of vast consequence.

At its crudest, we can’t afford for Egypt to collapse. So we should engage with the new de facto power and help the new government make the changes necessary, especially on the economy, so that they can deliver for the people.

In that way, we can also help shape a path back to the ballot box that is designed by and for Egyptians.

As for Syria, when we contemplate the worst that can happen, we realize that it is unacceptable. We could end up with effective partition of the country, with a poor Sunni state to the east, shut out from the sea and the nation’s wealth, and run by extremists. Lebanon would be totally destabilized; Iraq further destabilized; Jordan put under even greater pressure (which only the courage and leadership of the king is managing at present).

What was left for Assad to govern would be dependent on Hezbollah, a terrorist organization, and Iran.

As for Iran, maybe the new president wishes to try to bring his country to agreement with the world on Iran’s nuclear weapons ambition. Maybe he doesn’t. And in any event the power is still with the ayatollah. We can’t afford a nuclear-armed Iran. And we haven’t even mentioned the challenges of Libya or Yemen or, further afield, Pakistan, or the plague of extremism now coursing through the northern part of sub-Saharan Africa or parts of central Asia.

Our interests demand that we are engaged. We have to take decisions for the long term, because short term there are no simple solutions. What U.S. Secretary of State John Kerry is doing now with such dedication and drive on the Israeli/Palestinian issue is exemplary.

If it matters, act on it, however hard. We are in a long haul transition in the Middle East. It is difficult, time-consuming and expensive. We feel it should be someone else’s job to help sort it out. But it is our job. This struggle matters to us.

The good news is that there are millions of modern and open-minded people out there. They need to know we are on their side, their allies, prepared to pay the price to be there with them.

Tony Blair was Prime Minister of the United Kingdom from 1997 to 2007. Since leaving office, he has founded the Tony Blair Faith Foundation and the Faith and Globalization Initiative. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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