La lucha feminista demanda un cambio real

El Ángel de la Independencia antes de las demostraciones por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer en Ciudad de México el 25 de noviembre de 2019. (Rebecca Blackwell/AP Photo)
El Ángel de la Independencia antes de las demostraciones por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer en Ciudad de México el 25 de noviembre de 2019. (Rebecca Blackwell/AP Photo)

Este lunes 25 de noviembre, Día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, nosotras marchamos desde la Victoria Alada hacia el Zócalo, en el centro de la Ciudad de México. Al llegar, escuchamos el llamado del pronunciamiento conjunto de la Asamblea Feminista Autónoma e Independiente y la Asamblea Feminista Metropolitana, convocantes a la movilización:

Son tiempos de guerra, hermanas, compañeras (…) Son tiempos de crisis y de emergencias. Nos están matando, nos están violando, nos están obligando a parir, nos están condenando a la muerte por no obedecer. Nos quieren con hambre, nos quieren con miedo, entristecidas, cansadas, dóciles. Nos quieren separadas, hermanas, compañeras.

Esta es la fuerza motriz en México que no tiene marcha atrás. Es la ola feminista.

Se nutre de una fuerza colectiva sostenida de trabajo hormiga: reuniones, prácticas organizativas, intercambio de saberes, puntos de vista. Verse en las asambleas, encontrarse con otras, compartir la indignación en común y, también, palpar las diferencias.

De pronto, emerge. Se manifiesta como un magma volcánico que toma las calles en una marcha y nos empapa con una lluvia de cantos, consignas y performance. De gritos, tambores y exigencias. Pinta las calles y quiere que queden inscritos en los monumentos impávidos las historias que no se cuentan, los gritos que no se escuchan. Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven.

Este ha sido un año convulsionado. Hay una línea de tiempo clara que hace evidente que la violencia contra las mujeres en la Ciudad de México se ha recrudecido.

En enero, los intentos de secuestro en estaciones de Metro conocidos como “Cálmate, mi amor”, se basaron en desconfiar incluso de la súplica de las mujeres frente a su agresor, un desconocido que trataría de llevársela y que afirmaría ser su pareja. Activistas feministas, a través de un mapeo participativo, lograron identificar 31 estaciones donde había sucedido en los últimos dos años.

Después la diputada local de Veracruz Ana Miriam Ferráez, ante el aumento en los feminicidios en ese estado, sugeriría un toque de queda que impidiera salir a la calle a las mujeres después de las 10:00 de la noche. Convocadas bajo el hashtag #LaNocheEsNuestra, mujeres se movilizaron días después en rodadas ciclistas en diferentes ciudades de país a modo de protesta.

En marzo la ola del #MeToo irrumpió en México, a partir de denuncias en el gremio literario bajo el hashtag #MeTooEscritores. Pronto surgieron canales de denuncias homólogas en el ámbito periodístico, la industria musical, el cine, la academia y las organizaciones sociales. Más de 130 escritores fueron denunciados y se recibieron alrededor de 300 denuncias en el ámbito periodístico. La puesta en duda de la legitimidad de las acusaciones en redes no solo provino de la conversación pública machista sino desde los sectores más veteranos del feminismo.

El 3 de agosto, la denuncia de violación cometida por policías en contra de una joven de 16 años en la delegación Azcapotzalco, detonó la indignación en medios y redes sociales. La toma del espacio público por parte de las mujeres, que sucedió meses antes con el #MeToo en redes sociales, ahora pasaría en las calles.

“La Brillantinada”, un periodo de protestas sucedidas en el mes de agosto, fue convocada bajo una movilización que usó el lema #NoMeCuidanMeViolan, y que no figuró en Twitter sino hasta que destruyó la puerta de vidrio de la Procuraduría capitalina y cubrió en diamantina rosa a Jesús Orta, Secretario de Seguridad de Ciudad de México.

Esa diamantina se volvió el ícono de una nueva ola de lucha feminista en el país. Es irrisoria la dimensión de la indignación que causó un tipo de confeti proyectado en el aire, pero es representativa de un debate que continuamente desplaza del centro de la conversación la grave crisis de violencia contra las mujeres. Es simbólico también que la brillantina, así de festiva, sea un elemento desestabilizador, porque la lucha contra la violencia machista es un reclamo por una vida con placer y alegría.

Como respuesta, la Jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, calificó los destrozos como “provocación”, lo cual recrudeció el entorno hostil y agresivo hacia el feminismo, que terminó dominando las redes sociales. Una vez más, mujeres feministas fueron atacadas en línea. “Fuimos todas”, fue la respuesta ante la criminalización y las amenazas de persecución.

Una avasalladora mayoría de mujeres ha vivido alguna forma de violencia a lo largo de su vida en México: 66% según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Hay una intención letal en los ataques contra las mujeres. Un crimen de odio al que hemos tenido que crearle un nombre para tratar de entender lo incomprensible: feminicidio.

Nos odian por ser mujeres. Nos odian porque no estamos dispuestas a obedecer. Las pintas son el silencio acallado, la denuncia que no encontró cauce en las tuberías de un sistema de justicia ineficaz. México fue, en 2018, el segundo país con mayor número de feminicidios en la región según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Ochocientos noventa y ocho. Nueve al día de acuerdo a la ONU. Las paredes se limpian. Ellas no vuelven.

Hace unos días, Sheinbaum publicó el decreto de la “Alerta por violencia en contra de las mujeres”. El viraje de su discurso castigador ha sido juzgado de múltiples maneras, pero es irrefutable que es consecuencia de la lucha feminista imparable y decidida que ha caracterizado este año. Nos están matando, y nos estamos defendiendo. Va a caer. Lo vamos a tirar.

Lulú V. Barrera es activista feminista y defensora de derechos humanos. Fundó y dirige Luchadoras, una colectiva feminista en México que explora las intersecciones entre género, tecnología y derechos de las mujeres.

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