La lucha por el diccionario

A menudo los conflictos políticos son enfrentamientos entre palabras, las cuales delegan la pelea en los individuos y bandos en disputa mientras ellas descansan apaciblemente en el diccionario o en la enciclopedia. En tales luchas combaten nombres propios —de dioses, de muertos, de jefes de facción o de lugares más o menos extensos— y nombres comunes que designan ideales, doctrinas o lo que suele llamarse “valores”. En las victorias y en las derrotas políticas, ya sean cruentas o no, son las palabras las que ganan o pierden, aunque arrastren consigo a quienes las sirven. Pero la anterior es tan sólo una de las formas de la lucha verbal por el poder. Las hay más sofisticadas, lo que no implica que sean más apacibles.

En ocasiones la contienda política no acontece entre palabras, sino en el interior de una sola, cuyo significado suscitará discordia y arrastrará a las multitudes a las urnas, a las barricadas o a las trincheras para decidir, como en una ordalía, qué deben registrar los diccionarios. Quien venza mostrará que llevaba razón y quien pierda quedará convencido de que el combate no fue leal, aunque no faltarán, de manera inversa, los éxitos culturales y simbólicos, en virtud de los cuales el modo de hablar propio de ciertas facciones o bandos se infiltrará en todo el tejido social y, adquiriendo lo que algunas escuelas llaman “hegemonía”, será el signo de una victoria sutil y duradera.

Buscar ejemplos no es tarea difícil, porque a cualquier término del vocabulario político le puede ocurrir lo recién descrito, en alguna de sus formas. También a los nombres propios: ¿cómo no matarse por la verdadera España, por el genuino Marx o por el Perón auténtico? Lo raro sería lo contrario: que los significantes políticos tuvieran un significado unívoco, apto para resolver cualquier litigio y para evitar cualquier engaño, según se cree que ocurre con términos naturales como “agua” o “leche”. Si digo que estoy bebiendo un vaso de leche (o de agua), pero en realidad es de horchata (o de ginebra), resultará fácil desenmascarar la mentira y resolver cualquier disputa acudiendo al verdadero significado de las palabras, que podrá determinarse con claridad por el sentido del gusto o por el análisis químico. En muchas épocas ha habido gentes convencidas de que los términos habituales del lenguaje político (y, de paso, también los del filosófico) debían sustituirse por otros lo más parecidos posible a vocablos como “agua” o “leche”, que proporcionarían el modelo de la higiene mental y del bien común.

Piénsese en la palabra “libertad”, la cual no corre, al parecer, mucho riesgo de pasar de moda. ¿Significa este término ausencia de servidumbre y de dependencia arbitraria o abusiva? ¿Denota la capacidad del ciudadano para intervenir en el gobierno? ¿O quizás la falta de interferencia para elegir cada uno sus propios fines y obedecerlos? ¿Tiene algo que ver con la fortaleza del carácter y la disciplina de las pasiones? ¿Designa, sobre todo, la facultad de escoger entre bienes de consumo, incluyendo la oferta de opciones políticas? ¿Se refiere, llegado el caso, a que no haya restricciones para salir de copas y viajar compulsivamente? ¿O a pagar menos impuestos? ¿Es, según han creído algunos, el nombre que debe darse al acatamiento racional de la ley? ¿O es una mezcla de lo anterior, aunque quizá no de todo ello?

Mientras conservemos el habla, los mortales seremos adictos a esta clase de preguntas. Gran parte de lo que se llama política consiste en darles vueltas, no siempre de manera libresca y a menudo con derramamiento de sangre. La política y la guerra son, no en vano, la lexicografía proseguida por otros medios. Creer que la libertad es como el agua y que lo que hay que hacer es no enredarse con el lenguaje implica no haber entendido en qué consiste hablar, porque en realidad es el agua la que imita a la libertad. Las palabras no están en nuestras manos para que podamos servirnos de ellas. Más bien ocurre al revés, lo cual nos convierte en marionetas que tienen noticia, aunque sobremanera confusa y a menudo disparatada y falsa, de los hilos que las manejan.

Las palabras son objetos fatales que embelesan a quienes se les acercan y que se burlan de ellos sin misericordia. Convendría que nos dedicásemos a examinar, con el mayor cuidado posible, los daños (nunca escasos) que pueden ocasionarnos. Jamás nos libraremos de su hechizo, si bien en algunos momentos, entre batalla y batalla, acaso podamos describirlo con algo de lucidez. Si esta tarea se ejecutase decorosamente —cosa, huelga decir, dificilísima—, las disputas políticas pasarían a ser obra de la razón (aunque también del espanto), y no sólo de la testosterona. Pero ningún poder, ni nadie que a él aspire, tendrá gran interés en favorecer una práctica tan disolvente. No pocas enseñanzas deben sacarse de ello en relación, sin ir más lejos, con la libertad.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III.

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