La luz del Prado, la luz de España

He aprovechado estos días de asueto navideño para acercarme al Museo del Prado. La ocasión lo merecía. De una parte, para conocer con detalle y sosiego -en las inauguraciones oficiales no es posible- una ampliación acorde con las exigencias actuales. Y, de otra, para disfrutar con las exposiciones temporales del edificio de Juan de Villanueva: Goya. El toro mariposa, Los Grecos del Prado y Las Fábulas de Velázquez. Y, sobre todo, por la oportunidad de ver las postergadas Pinturas de Historia del siglo XIX. A ellas llegamos, tras entrar por la puerta de Velázquez, y atravesar unas vivísimas estucadas paredes en rojo, donde somos saludados por las elegantísimas ocho Musas helenísticas de la Reina Cristina de Suecia adquiridas por Felipe V e Isabel de Farnesio. ¡Ya no podemos pasar sólo tres horas, como en el libro de Eugenio D´Ors, para aproximarnos a sus fondos!

Nuestro Museo aglutina los contenidos más amplios de casi cualquier preciada colección. Supone incluso una manera de ordenar el mundo. Una galería que acoge no sólo los perfiles de las «Cámaras de Arte», sino, dada su prolija variedad y hasta su exotismo, los de las «Cámaras de Maravillas», como si de un viviente Museo de Ciencias Naturales se tratara. No sorprende que Pérez Galdós apuntara en Fortunata y Jacinta que «en España no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas de albillo y el Museo del Prado». Que Azaña, transido de fervor estético, esgrimiera en sus Memorias políticas y de guerra que «El Museo del Prado es más importante que la República y la Monarquía juntos». Y que el coleccionista americano Havenmeyer exclamase: «Deberíamos haber exigido el Prado como indemnización en lugar de Filipinas». Pero la verdad, nuestra pinacoteca no se entiende sin una referencia a la Monarquía española (Carlos I, Felipe II, Felipe IV, Felipe V, Carlos III, Carlos IV, Fernando VII -su creador en 1819- e Isabel II), pues muchos de sus fondos provienen, además del Museo de la Trinidad, de los Palacios del Alcázar, El Pardo, La Torre de Parada, el Buen Retiro, la Granja de San Ildefonso, Aranjuez y los Monasterios de El Escorial y Yuste. Está acertado el director de la Real Academia de la Historia, Gonzalo Anes, cuando solicita que sea rebautizado como Real Museo. Mientras tanto, la Segunda República designaba en su momento como su director a Picasso. ¡Por algo sería!

Una pinacoteca que explicita la luz de España: la que ha sido, la que es y la que seguirá siendo. No comparto pues la opinión de Cees Nooteboom en El enigma de la luz contra los sentimientos nacionales de los Museos. Hay un sentimiento nacional en el Prado.

El Museo del Prado es simultáneamente un incomparable marco para el deleite estético y un exhaustivo Speculum historiae para conocer la Historia de España. Nos aproxima así a los momentos de expansión de la Casa de Austria: desde el triunfo del Emperador sobre la Liga protestante de Smalkalda, de Carlos V en la batalla de Mühlberg, pasando por la campaña victoriosa contra los turcos de la épica Alocución del Marqués del Vasto, hasta la emblemática La Religión socorrida por España, ya durante Felipe II, todas ellas obras de Tiziano. Sigue narrándonos la época de Felipe III, donde, a pesar de los majestuosos retratos a caballo del monarca y de Margarita de Austria -sólo parcialmente ejecutados por Velázquez- su reinado está condicionado por el desinterés por el gobierno y el hacer de sus caprichosos validos, también retratados, como el Duque de Lerma a caballo, por un exuberante Rubens. Y, sobre todo, de Felipe IV, ¡a quien tanto debemos!, representado en los momentos de optimismo -sus juveniles Retratos de 1623-1624 y 1625-1628, el Felipe IV a caballo y cazador o los de El príncipe Baltasar Carlos cazador y a caballo- y de éxito -fíjense en el abrazo de reconciliación de Ambrosio Spínola a un vencido Justino de Nassau en La Rendición de Breda, como de fatiga y tristeza (Retrato de Felipe IV de 1655-1660). ¡Nada queda del laureado héroe de La Recuperación de Bahía de Juan Bautista Maino! Una relación personal e institucional entre el Rey Felipe IV y Velázquez -como encargado hasta de compras de obras de arte en su segundo viaje por Italia- nunca mejor descrita que en el libro de Luis Díez del Corral Velázquez, la Monarquía e Italia. Y, por fin, un recordatorio a la expresión de la omnipresencia política y militar de los Austrias: el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, impulsado por el conde-duque de Olivares (con su desafiante velazqueño Retrato ecuestre), y estudiado últimamente por Jonathan Brown y John Elliot en Un Palacio para el Rey. El Buen Retiro y la Corte de Felipe IV. En él se ensalzaban pictóricamente las doce gestas victoriosas de los annus mirabilis de 1622, 1625, 1629 y 1633: Breda, Brasil, Génova, Cádiz, Puerto Rico, Julich, Fleurus, San Cristóbal, San Martín y Alemania (Constanza, Breisach y Rheinfelden).

Aunque el Prado no sólo explicita la luz de los Reyes, sino la del pueblo español. Sirvan, por todos, los lienzos de El Greco. «No existirían en la historia los caballeros de Ávila y Segovia -decía Azorín-, consumidos por la llama interior de la fe, si nos los hubiera creado el Greco». ¿No está el alma española del siglo XVI y XVII esbozada en El caballero de la mano en el pecho y hasta en la intensidad mística de obras como La Trinidad o La Resurrección. Una acentuada religiosidad que también irradian los inconfundibles blancos de Francisco de Zurbarán -¡a Kasimir Malevich le gustarían!- de La aparición de San Pedro Crucificado a San Pedro Nolasco o el Agnus Dei; pero sin olvidar tanto su Defensa de Cádiz contra los ingleses para el señalado Salón de Reinos -pues La expulsión de los holandeses de la isla de San Martín se perdió-, como la sencilla cotidianidad de su Bodegón de cacharros. ¡Cristo anda entre los pucheros!

Y tampoco podemos ignorar, en fin, a Ribera, «El Españoleto -señalaba Lord Byron- humedecía su papel con la sangre de todos los santos» en su Apostolado.

Y nos queda el último de los referentes de la triada mágica de la Escuela Española: Francisco de Goya. Goya es nuestro «ciudadano» Jacques-Louis David y nuestro «retratista» Jean-Auguste Dominique Ingres. Con él, estamos ante el mejor cronista, conocemos mejor el reinado de Carlos IV (Familia de Carlos IV), la elegancia cortesana (La Condesa de Chichón o La Familia del duque de Osuna), la sociedad (Las praderas de San Isidro o La gallinita ciega), Los Desastres de la Guerra y sus Disparates, el levantamiento de la Nación (La carga de los mamelucos y Los fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pío) y hasta la desazón -«su juicio final»- de Las pinturas negras (Saturno devorando a sus hijos o Aquelarre) de la Quinta del Sordo.

Pero hay más. La pintura del siglo XIX también irradia hoy su luz en el Prado. En ocasiones acogedora, en otras -como nuestra azarada historia- cainita: desde Goya hasta la luminosa, ¡nunca más adecuada!, pintura de Chicos en la playa de Sorolla. Todo un paseo por nuestro imaginario colectivo: Doña Juana la Loca de Pradilla, Doña Isabel la Católica dictando su testamento de Rosales, La muerte de Viriato, de José de Madrazo, La rendición de Bailén de Casado del Alisal, etc. En cambio, aún siendo portentoso, hay que enterrar los odios fratricidas del Fusilamiento de Torrijos de Antonio Gisbert. En suma, un paseo sin par por la mejor pintura y la mejor Historia de España desde el arte, como el título del reciente libro de Fernando García de Cortázar.

Este es el Museo del Prado. El Museo de una España orgullosa de su compromiso con la libertad y con la defensa de la justicia. ¡Todos queremos ser como Archer Huntington en la mejor Hispanic Society posible! De una España que ha de arrumbar sus enfrentamientos para seguir remando juntos.

La remodelación del Prado, con intervención de los Gobiernos de Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, es el mejor ejemplo a seguir. Decía Flaubert que si los gobernantes de su época hubieran leído La educación sentimental, la guerra franco-prusiana no habría tenido lugar. ¡Ay, si nosotros hubiéramos paseado más por el Prado! «La pintura -reseñaba bien su director Picasso- no está hecha (sólo) para decorar habitaciones».

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.