La luz se hace sombra

De madrugada una voz amiga me da noticia de la muerte de José Miguel Santiago Castelo, aunque esperada no menos terrible; ha sido derrotado en su larga lucha contra la enfermedad. Marguerite Yourcenar escribió poco antes de morir que «los poetas se deshacen, pero no mueren». Es el consuelo que nos queda a sus viejos amigos, a quienes tanto recibimos y aprendimos de él. Le sentiremos vivo cuando releamos un libro suyo, como me ocurre a mí en este momento. La muerte de los poetas nunca es silencio.

Conocí a José Miguel cuando ambos éramos jóvenes y queríamos comernos el mundo. Mucho después llegamos a la conclusión de que el mundo nos había comido a nosotros. Eran los tiempos en que él acababa de llegar a la redacción de ABC, principios de los años setenta del pasado siglo, y no mucho después por su generosidad conocí a Pedro de Lorenzo, entonces subdirector del periódico, del que luego José Miguel sería biógrafo, y comencé a colaborar en el histórico diario, entonces en el fundacional edificio de la calle de Serrano. Eran épocas de linotipias y huecograbado, de tertulias poéticas y de ilusiones, en un Madrid distinto y sin prisas que ya no volverá.

José Miguel, que pronto firmaría sólo con sus apellidos, era un periodista de raza pero en las costuras de su prosa siempre reventaba la poesía. Hay poetas que por no apuntarse al canon, que tantas veces abruma y condiciona la autenticidad, se alejan de las pasarelas literarias. No siguen las modas. Son creadores que saben, como me dijo hace años en París Pierre Cardin, que «moda es lo que pasa de moda». José Miguel construyó su voz propia desde una dedicación rigurosa, mantenida, dando pasos adelante y sin mirar ni un segundo atrás. Los lectores de poesía –esa inmensa minoría juanramoniana– reconocen ese camino de autenticidades. José Miguel era un poeta que, por preservar su voz, nunca se dejó seducir por el canon.

Su primer libro, «Tierra en la carne», cuyo original me leyó una tarde en el «Lion», descubría muchas lecturas bien digeridas y no pocas reflexiones. Sus libros siguientes, casi una decena, mostraban una evolución cómplice tanto con el intimismo como con la contemplación de un mundo de cercanías y lejanías en el que los paisajes con alma y el inclemente paso del tiempo eran hilos conductores. El premio Fastenrath de la Real Academia Española a su libro «Memorial de Ausencias» confirmó a un poeta de vena profunda y muy cuidados resortes. La antología «Como disponga el olvido» evidencia esa trayectoria ascendente.

La muerte de su hermana Lola, pintora y poeta, desembocó en una de las obras fundamentales de José Miguel: «La hermana muerta», un magistral canto elegiaco con versos conmovedores en homenaje a quien tanto influyó en su vida y en su quehacer, en la estela de las grandes elegías de nuestra literatura. Le recordé entonces aquella reflexión de José Hierro: «Toda poesía estimable nace del dolor». Hierro abrió su célebre libro «Alegría» con el estremecedor soneto que inicia un endecasílabo aparentemente contradictorio: «Llegué por el dolor a la alegría».

En su siguiente poemario, «Esta luz sin contorno», en cierto modo llega a la alegría desde el dolor, en versos muy suyos, ligeros, cotidianos: el fervor por el arte, por la amistad y, desde ellos, alza su fe en una vida recuperada tras las ausencias y el desconsuelo. Un gran canto a la fugacidad de la vida, al tiempo que nos hace y nos deshace. Porque desde la cotidianidad de lo vivido, el mundo interior, José Miguel observa poéticamente el mundo exterior. No en vano era un viajero impenitente que asimilaba aquello que otros mundos ofrecen. De ahí su subyugación poética por La Habana o Buenos Aires.

Considero a José Miguel un francotirador de la poesía, consciente de los riesgos que se afrontan cuando se mantiene la fidelidad a uno mismo como creador sin las mieles que puede otorgar asumir el canon. Siempre se mostró fiel a sus admiraciones poéticas y a su camino sin saltos en el aire. Y esta autenticidad va más allá de sus muchos premios y reconocimientos. Nunca dejó de ser él, devoto de sus formas, por ejemplo del soneto, del que era un magnífico cultivador. Acaso la suprema dificultad se esconde tras lo aparentemente sencillo. José Miguel es un creador sin enrevesamientos, de fácil lectura. Desde «La hermana muerta» sus poemas, con una sencillez formal, afrontan el reto íntimo de la superación –¿superación?– del dolor. En mi libro «Escribo tu nombre» dedico un soneto a ese reto que, desde el rigor, representa su obra «Esta luz sin contorno».

José Miguel Santiago Castelo, buen poeta y hombre bueno, no ha muerto, se ha deshecho según la autora de «Memorias de Adriano». Ya está en el ignoto paraíso de los poetas con sus sones de La Habana, sus coplas preferidas, su fervor extremeño y su enriquecedora conversación. La luz sin contorno se ha hecho sombra y pena.

Juan Van-Halen, escritor.

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