Sucede que para quienes, vital y emocionalmente, siempre nos hemos considerado kennedianos –y rindo aquí homenaje a los añorados Pilar Miró y Jesús Hermida- la presidencia de los Estados Unidos significa mucho más que una poderosa base de poder en el tablero del ajedrez geopolítico.
Admito que es tan injusto como ingenuo, pero personalmente no puedo evitar medir a cada nuevo inquilino de la Casa Blanca al contraluz de las lágrimas de Lincoln cuando un muchacho recitó ahí, en la mansión brillante sobre la colina, el poema de Longfellow que compara a los Estados Unidos con un barco “fuerte y grande”, durante cuya travesía “la Humanidad con todos sus temores / con todas sus esperanzas en el futuro / contiene la respiración pendiente de su suerte” (*).
Más allá del mito y la prosopopeya, es indiscutible que ningún gobernante extranjero -y casi ningún español- ha influido en nuestras vidas como los ocupantes del Despacho Oval y eso explica la sensación de confianza que cunde cuando topamos con personajes de la envergadura de Eisenhower, JFK, Reagan, Clinton o desde luego este magnético Obama, cuyo discurso de despedida ha revalidado una vez más su calidad intelectual y su sentido del liderazgo, por muchos claroscuros que deje su gestión. Pero también explica la zozobra que produce ver en el cargo a pesos ligeros como Ford, Carter o los dos Bush.
Obsérvese que he hecho el corte tras la Segunda Guerra Mundial -lo anterior nos concierne mucho menos- y que hay demócratas y republicanos en ambos grupos. Aunque siempre haya sentido más simpatía por los burros que por los elefantes, no es una cuestión ideológica sino de gravitas política, de autoridad moral: Reagan la tenía, Jimmy Carter no.
He dejado deliberadamente al margen a Richard Nixon porque encarna una categoría en si misma: la del villano mentiroso que fue cogido con las manos en la masa, puso a prueba al sistema democrático y tuvo que abandonar la escena cubierto de oprobio. Aquel proceso ejemplar en el que el Congreso, la Justicia y, por supuesto, la Prensa cumplieron con independencia su función institucional sigue siendo, casi medio siglo después, una inspiradora referencia en países como el nuestro, en los que la separación de poderes ha brillado por su ausencia en asuntos mucho más graves que el caso Watergate.
Pues bien, después de ver y oír con atención ritual el miércoles la conferencia de prensa preinaugural de Trump sólo puedo decir, pasando de la cautela a la consternación, que mi única incertidumbre rebus sic stantibus consiste en averiguar si el nuevo presidente se limitará a seguir comportándose como si fuera mucho más cretino que ninguno de los mencionados, deshonrará también el cargo en términos equivalentes a los de Nixon o, poniéndonos en lo peor, será capaz de caer más bajo, sumando la traición a la villanía, cual Benedict Arnold del siglo XXI.
Habiendo comprobado unas cuantas veces que hay hábitos capaces de producir los más inesperados monjes, yo era de los que pensaban que una vez convertido en presidente electo Trump dejaría de actuar como el payaso fanfarrón con modales de cochero que vimos en los distintos tramos de la campaña, para dejar paso a la dignidad y la madurez de quien ya tiene lo que quiere y se afana en darle utilidad. Desgraciadamente la dignidad, entendida como sentido de la contención y del decoro, brilló este miércoles por su ausencia; y la única madurez, o más bien maduración, fue la propia del iracundo, despótico y maleducado conductor de autobús que gobierna Venezuela con intercambiables alardes de gañán.
Si no fuera por el idioma, hubiera bastado cerrar los ojos -para no quedar deslumbrado por el amarillo peluquería del presidente electo- e imaginar sin solución de continuidad a Nicolás Maduro, o al propio Hugo Chávez, denegando la palabra y tapando con gritos de verdulera la voz de periodistas no gratos, autoproclamándose "el mayor creador de empleo inventado por Dios", acusando tabernariamente a México -es decir, a los mexicanos en su conjunto- de "aprovecharse" de los Estados Unidos, alegando en plan perdonavidas que "a la única que le interesa" su declaración de impuestos es a la prensa o recibiendo ufano los aplausos untuosos de sus propios colaboradores presentes. Así de bajo, a la altura del gorilato venezolano o de cualquier otro autócrata de guardarropía –a nada que persevere terminará recordándonos a Gil y Gil-, ha caído el nuevo POTUS del que el mundo espera orientación, serenidad y consistencia, pues no en vano tiene el dedo que puede apretar el botón del maletín que siempre le acompaña.
Es una cuestión de estilo; pero no sólo de estilo. Trump es el único presidente electo desde el Watergate que sigue negándose a hacer pública su declaración de impuestos, es decir la dimensión de su fortuna y el origen de sus ingresos. No estamos ante una mera cuestión litúrgica, y en su caso menos que en ninguno, pues como ha escrito sin ambages el senador Ron Wyden "se trata de saber si va a utilizar la presidencia para su enriquecimiento o el de su familia".
Esta opacidad resulta aún más inquietante tras la escenificación en la conferencia de prensa, con montones de carpetas como atrezzo, del supuesto traspaso a sus hijos del control del holding familiar. Algo que, según un órgano independiente como la Oficina Etica del Gobierno, "no cumple los estándares observados por los demás presidentes durante cuatro décadas". Sólo la venta de los activos de Trump y la gestión de su dinero por un "trust ciego" podría garantizar a los ciudadanos que no volveremos un siglo atrás en el tiempo, cuando la presidencia del inmoral Warren Harding sirvió para que él y su "pandilla de Ohio" se repartieran suculentos negocios a la sombra de la Casa Blanca.
La proyección internacional del imperio económico de Trump -él mismo se jactó el miércoles de que acababa de renunciar a una operación de “dos billones de dólares” en Dubai- añade una grave sombra adicional a su falta de transparencia. Especialmente en lo que se refiere a sus negocios con Rusia, a la vista tanto de los informes de los servicios de inteligencia, confirmando la injerencia de Putin en el proceso electoral norteamericano, como de su desconcertante condescendencia hacia el amo del Kremlin que asesina opositores, ha invadido Ucrania y tutela al régimen tiránico de Assad.
Tras los piropos que le dedicó Putin, las referencias críticas de Trump a sus aliados de la OTAN -parásitos que abusan, como México, de la benevolencia norteamericana- y su afrenta a China acercándose a Taiwan, cualquiera diría que estamos en vísperas de asistir a la materialización de un baile de alianzas entre las superpotencias, de forma que el enemigo torne súbitamente en amigo y viceversa. Así imaginó Orwell en "1984" que ocurriría entre Oceanía (Occidente), Eurasia (Rusia) y Asia Oriental (China), remedando el vuelco del pacto germano-soviético que dejó boquiabierto al mundo en agosto de 1939.
La advertencia que el órgano del Partido Comunista Chino ha hecho este sábado hablando de "prepararse para un enfrentamiento militar" puede parecer precipitada. Pero el mero hecho de que la hipótesis de la entente Washington-Moscú esté sobre la mesa, cuando millones de norteamericanos han vivido la Guerra Fría, la crisis de los misiles o Vietnam con todos sus costes, indica lo poco descabellada y nada fantasiosa que era la dinámica de la manipulación de la opinión pública por parte del régimen del Gran Hermano.
Es en este contexto en el que el escenario del chantaje sexual, descrito -por encargo de opositores a Trump- por el ex agente británico Steele, ha adquirido la suficiente verosimilitud como para que los jefes del FBI y la CIA se sintieran obligados a incluirlo en el informe de inteligencia entregado al presidente electo. La reiteración con la que Trump se ha visto envuelto en polémicas de esa índole ha alentado un relato rocambolesco en el que las grabaciones comprometedoras controladas por el Kremlin habrían cumplido el papel del lavado de cerebro del Manchurian Candidate, aquel falso héroe de guerra, encarnado primero en el cine por Frank Sinatra y luego por Denzel Washington, que llegaba a la Casa Blanca bajo estricto control soviético.
Pero que algo sea verosímil es muy distinto a que sea veraz y no digamos verdadero. La falta de elementos de corroboración y la guerra de dosieres en las cloacas de los servicios de inteligencia en la que se inscribe el "informe Steele" invitan más bien al escepticismo, o como mínimo a la cautela, por mucho que sea el prestigio del autor entre los virtuosos del oficio.
Lo decisivo no es en todo caso la motivación de Trump sino su conducta. Las perversiones que nos preocupan son todas políticas. La enfermedad del beso que nos afecta es la que el Mesías del populismo yanqui transmite a un segmento considerable de la sociedad, cual epidemia masiva de una mononucleosis aguda, contagiada por los salivazos del odio, la xenofobia y el burdo proteccionismo económico.
Al margen de que tal o cual medio se haya comportado más o menos responsablemente en este episodio, la confrontación de Trump con la prensa es una cortina de humo similar a la que trazaron Nixon y su vicepresidente Spiro Agnew para ocultar la verdadera naturaleza de sus problemas. La denigración de la CNN equivale a la que entonces se hizo de la CBS. Pero antes o después el velo se rasgará por la fuerza de los hechos y quedará patente si es posible o no construir el muro en la frontera mexicana, si favorece o no a los consumidores norteamericanos castigar a las empresas que produzcan más barato en otro país, si se pueden defender o no de forma simultánea los intereses de Rusia y EEUU y si contribuye o no al prestigio y probidad de un gobierno que su cabeza visible continúe velando por su propio bolsillo, a la vez que ejerce la función pública.
Entre tanto lo que queda de este preámbulo es la percepción opuesta a esa "elegancia bajo presión" –el copyright es de Hemingway- que Kennedy admiraba tanto en algunos de sus predecesores en el Senado, a los que inmortalizó en su libro Profiles in Courage. Es triste admitirlo, pero la garrulería banal e inmotivada se ha adueñado de la Casa Blanca. ¿Qué será de ese barco cuando llegue la tormenta?
Pedro J. Ramírez, director de El Español.
* “Sail on, O Ship of State!/ Sail on, O Union strong and great!/ Humanity with all its fears,/ With all the hopes of future years,/ Is hanging breathless on thy fate!”.