Por Javier Gómez de Liaño, abogado en ejercicio y magistrado excedente (EL MUNDO, 11/05/06):
Hace un par de semanas acudí a la Feria del Libro de Ponferrada.Lo hice algo agobiado por la pesada carga de tener que glosar esa fuente de gozo que es el libro. Tanto que es hoy y todavía me pregunto por qué las bien pensantes cabezas de la Concejalía de Cultura de la ciudad me eligieron para tan ardua y honrosa tarea. Sería, pienso yo, porque alguien dijera a mis anfitriones que desde niño me gustan los libros como a nadie, cosa que es verdad, aunque desconozco la verdadera causa de esta pasión.Quizá obedezca a que en algún sitio leí que un hombre, con sólo 100 libros a su alrededor, bien leídos y releídos, puede, si tiene un poco de suerte, llegar a ser medianamente culto y educado.
¿Que por qué se escribe? No hace falta remontarse al Evangelio de San Juan -«En el principio era la palabra»- para comprender la magia que el don de la palabra otorga al hombre. Para unos, escribir es siempre un acto de esperanza. Para otros -recuérdese a Goethe-, el escribir es un ocio muy trabajoso. Nulla dies sine linea -ni un día sin escribir algo-, a decir de Unamuno. Un hombre con la pluma en la mano o delante de un ordenador, sentado a su mesa de escribir y rodeado de blancas cuartillas por donde navegar, es algo admirable, ya apoye su razonar sobre nutridas ristras de fichas y documentos, ya sostenga su discernir sobre esa lejana memoria de las cosas que la imaginación aviva. «No hay pesimismo que sea definitivo cuando se escribe», afirma Leonardo Sciascia.
Para mí, todo lo que pasa por la cabeza de un hombre debe ser llevado a un papel. Siempre hay poderosas razones que empujan a coger la pluma y escribir sobre aquello que consideramos de interés. En mi caso, por ejemplo, no pocas veces he declarado la afición al papel de oficio, a los códigos y a los documentos judiciales, por aburridos que parezcan. Quizá sea porque ninguno de ellos sea mala fuente literaria. En los pleitos, como en los sumarios, se cuenta, mejor o peor, que esto no importa, la justicia en cueros; la justicia para uso de quienes probablemente jamás pensaron tener cuentas con la Justicia, pues, tarde o temprano, aun sin sospecharlo, todos terminamos siendo carne de juzgado.Además, no se olvide que hubo un tiempo en que el Derecho y la literatura eran tan idénticos que el filólogo Jacob Grimm afirmaba que «uno y otra se mecían en la misma cuna». Tan es así que cuentan que Sthendal leía artículos del Código Civil de Napoleón mientras escribía La Cartuja de Parma. Sin ir tan lejos, nuestro genial Miguel Delibes tiene confesado que aprendió a manejar el adjetivo estudiando los manuales de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues.
Sólo una cosa no puede hacer el escritor, si no quiere contradecir la esencia de su vocación: permanecer en silencio. «No he de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo». La inmortal epístola satírica que Francisco de Quevedo dedicó al hombre más poderoso de su tiempo, Gaspar de Guzmán y Pimentel, el condeduque de Olivares, dibuja con trazo grueso la decisión comprometida de quien tiene en sus manos la palabra y a quien poder alguno hará callar, pues «la lengua de Dios nunca fue muda», nos dice. Recordemos, de paso, que Quevedo estuvo preso en el convento de San Marcos y permaneció durante varios años confinado en la Torre de Juan Abad.
Dicho lo cual, ¿para qué es un libro? El libro es, antes que para ninguna otra cosa, para leer. Yo, no menos que la escritura, amo la lectura, hasta el punto que mi afecto se distribuye a partes iguales. La lectura y el placer que de ella se deriva es el primer y mejor premio que el libro nos ofrece. Umbral, el año pasado, por estas mismas fechas, escribía en EL MUNDO que leer no es lo contrario de escribir, sino la misma cosa, la otra cara de este noble y fecundo oficio.
Hay casas en que se come rodeados de libros, se conversa con libros y, casi, casi, se duerme entre libros. La mía es una de ellas. No es que tenga una biblioteca de proporciones extraordinarias, pues mis aspiraciones, aun en esto, son más bien modestas. En Las mil y una noches se enseña que un armario de libros es el más hermoso de los jardines y comulgo con la idea de Cervantes -¡cómo no!- de que todo libro, por malo que parezca, tiene algo de aprovechable y útil. En todo caso, confieso que una de las cosas que más feliz me han hecho la vida ha sido leer las palabras de los demás.
Se admite como un hecho probado el que la gente, no sólo en España sino en el mundo entero, lee menos cada día que pasa y cuando se pone, lo hace sin demasiado aprovechamiento. Ello pese a que recientemente la ministra española del ramo ha anunciado que este año, en nuestro país, el porcentaje de los que leen llegará al 58%; una cifra nada despreciable, sobre todo si se tiene en cuenta que en 1986 era del 28%. Es posible que sean varias y complejas las causas del escaso apego a la lectura, pero se me antoja muy elemental echarle toda la culpa a la televisión. Yo creo que esto no es así porque los aficionados a la televisión, antes, cuando aún no estaba inventada, tampoco leían sino que mataban el tiempo que les quedaba libre, que era bastante, jugando a las cartas o discutiendo de todo lo humano y gran parte de lo divino. Lo que sí creo es que el hábito de la lectura entre los ciudadanos no es cómodo para los gobernantes -me refiero a los del mundo entero- porque la gente, en cuanto razona, es más difícil de manejar. Lo advierte Mario Vargas Llosa: «La literatura es peligrosa, o así lo consideran quienes quieren una sociedad mansa y manipulable».
Ahora bien, si leer es un placer, a su encanto no se llega por una senda fácil. Aprender a leer es un rito que no es necesario para acceder a otras formas de entretenimiento. La semana pasada, durante una visita al Museo del Libro, en Jerusalén, me contaron que en la sociedad judía medieval la iniciación a la lectura se acompañaba de un ritual que incluía que el niño lamiera la pizarra untada con miel en la que estaba escrito el alfabeto hebreo.
¿Cuál es el futuro del libro? Hay quienes predicen una hecatombe para la cultura si el libro desaparece, o, como se dice en el lenguaje técnico, es sustituido parcialmente por otros sistemas de comunicación. Yo ignoro lo que habrá de ocurrir, pero lo que sí sé es que el libro es un utensilio bien inventado. Como nos recuerda José María Cabello, el libro pesa poco, cabe en un bolsillo, no consume energía -no necesita enchufe ni pilas-, es desechable o almacenable, según convenga, se usa en cualquier lugar -en el mar, la montaña, el tren, el avión, el autobús, en la sala de espera del dentista-, se detiene cuando uno quiere, se puede volver hacia atrás, repetir, saltar varios capítulos, conocer el final desde el principio, combinarlo con otros libros, tomar notas o apuntes, ojearlo, dejarlo en la mesilla de noche, retomarlo de pronto, mantenerlo abierto en las rodillas, dormir con él en el regazo, regalarlo con la seguridad de que el obsequiado disfrutará plenamente, utilizarlo por muchas personas a la vez, dárselo a los niños pequeños y a los ancianos, elegirlo con color o sin él, con ilustraciones o sin ellas y abarcar todo el universo del conocimiento y la sensibilidad humanas.
Sí; leer y escribir es lo más milagroso de cuanto el hombre haya podido imaginar. A mí me agrada pregonar a los cuatro vientos la idea de que la lectura convierte las horas aburridas en gratas y placenteras o esa otra del escudero Marcos de Obregón cuando aseguraba que los libros hacen libre a quien los quiere bien.Como experiencia personal puedo decir que la lectura de un gran libro siempre me produjo la emoción de estar conversando con su autor.
Y a modo de apostilla, vaya mi recuerdo para Emilia Fernández, concejala del Ayuntamiento de Ponferrada, de quien me dicen que está dispuesta a leer tantos libros como necesita para ser plenamente feliz. También para Santiago Macías, joven columnista de EL MUNDO-La Crónica de León, con el humilde consejo de que si en verdad quiere llegar a ser escritor sepa que, al final, lo más importante es que de todo lo escrito no haya nada de lo que uno tenga que avergonzarse.