La mala costumbre de castigar a Gaza

Sin concluir las hostilidades en Gaza; sin que haya terminado aún la contabilidad de víctimas y destrozos; aumentando cada día las cifras de muertes palestinas, de manera muy especial, pero también las de víctimas israelíes; ineficaces todos los esfuerzos de pacificación, con treguas intermitentes, rechazadas o efímeras, con el horror por el elevadísimo número de niños caídos, parece todavía difícil dilucidar si esta vez Israel disponía de una estrategia para la actuación y para la salida del conflicto, en lo que ya se percibe como su mayor revés militar registrado desde su intervención en Líbano, en el verano de 2006, o la quiebra más importante para su democracia y su pluralismo.

En cualquier caso, imposible encontrar en este mundo otra parcela con tanto sufrimiento como el padecido en Gaza por persona y metro cuadrado, aunque se trate tan solo de 360 kilómetros cuadrados, con un máximo de 10 kilómetros de ancho, pero que alberga 1,8 millones de personas, con un altísimo nivel de natalidad e índices también altísimos de contaminación en el agua, la tierra y la atmósfera. Gaza huele mal y se hunde bajo el peso de su población y sus castigos, una y otros multiplicándose en un espacio que encoge y que con la guerra intermitente genera radicalismo político y fanatismo religioso; la víctima inocente e indefensa según los sentimientos árabes, en que así se identifica a Gaza ante el acoso y el castigo sistemáticos de la potencia ocupante, y de los países occidentales en otros lugares y episodios que se compendian en Gaza.

Pero esta vez, en Cisjordania y Jerusalén Oriental, incluso dentro de la Línea Verde y entre los árabes israelíes, asimismo se ha reaccionado ante las víctimas y destrozos que en respuesta a los cohetes de Hamás provoca la Operación Margen Protector. Todo ello al estallar Gaza como rompeolas de todos los refugiados y del resentimiento árabe universal, como olla a presión en que se cuecen el resentimiento y la amargura; uno de los lugares más conflictivos en este mundo y más envilecidos también, algo así como uno de los peores círculos dantescos que merece el título prestado de Paul Éluard, Gaza, capital del dolor. Escenario de todos los enfrentamientos desde tiempos bíblicos, donde murió Sansón con todos los filisteos, de las expediciones de Bonaparte y Allenby, con violencia endémica y objeto de innumerables negociaciones dignas de exhibirse en el imaginario Museo diplomático de los Trastos Inútiles.

Gaza es el testimonio más vivo de la permanencia e intensificación del drama humano y del riesgo político comenzados en 1948 con la partición de Palestina. En días mejores se pretendió que Gaza se convirtiera en algo así como Hong Kong o Benidorm, repitiendo lo que alguna vez fueron Basora, Agami o El Arish, con proyectos prometedores de un puerto y un aeropuerto. Tanto conflicto y tanto refugiado, una pleamar de violencia, sin embargo, han llegado a convencer de que allí no hay nada que hacer, paraje irremisiblemente maldito ya desde los relatos bíblicos. Ni Egipto, ni Jordania asumieron la administración del territorio, o acogieron a sus refugiados, cuyo único medio de vida prácticamente consiste en proporcionar abundante y barata mano de obra para el mercado israelí; más aún, la clausura del territorio y de la población de Gaza se acrecentó a partir del triunfo electoral de Hamás, en 2006, y su enfrentamiento con Al Fatah, que parecía en vías de solución con el acuerdo del pasado 14 de abril.

Bien recibido por Estados Unidos y la Unión Europea, rechazado abiertamente por Israel, se especula que su reacción a partir del secuestro y asesinato de tres jóvenes israelíes en junio, y que culmina en la Operación Margen Protector un mes más tarde, tendría entre sus motivos la presión del partido Habayabit Hayehudi y de la derecha del Likud, encaminada a castigar a asesinos —y, de paso, doblegar a Hamás—; a cegar túneles, eliminar almacenes y emplazamientos de los cohetes que se disparan desde Gaza. A partir de junio los incidentes sumieron a Israel en una marea política y mediática que juntó a muchos elementos extremistas clamando por la venganza contra Hamás y en Gaza. La movilización de Israel en una onda altamente emocional ante un grave incidente de orden público —lo que finalmente eran los asesinatos—, por desplazar el país a una difícil encrucijada que tal vez debería haberse evitado con una respuesta más moderada en lugar de una demostración rotunda de fuerza, habría debilitado la autoridad del Estado y puesto en peligro la posibilidad de que Israel continúe funcionando como una democracia pluralista.

Una vez más el conflicto de Gaza habría mostrado a los israelíes que poderosas fuerzas radicales, mesiánicas, xenófobas, racistas y ultranacionalistas, han alcanzado lugares prominentes en la política nacional, así como en la polémica ancestral que se libra para fijar la identidad y el sentido de Israel como nación. Liberales, progresistas, tolerantes, pragmáticos, etcétera, han perdido sus posiciones. La guerra en Gaza, esta, la anterior y la siguiente, no eliminará la presencia de Hamás, se llame de una u otra manera, ni tampoco las grandes carencias de la Franja, ni las aspiraciones a la reconciliación con Al Fatah. Aunque haya reforzado al Gobierno de Netanyahu, la guerra no ha acentuado la censura internacional contra Hamás, tal vez lo contrario.

Sí, en cambio, habría incrementado la preocupación por el radicalismo en la política y la sociedad de Israel, alejándose del liberalismo, la democracia, el compromiso territorial en Tierra Santa y los dos Estados. Se habría echado mano al discurso que nunca se archivó del todo por el que se reclama la colonización total de los Territorios Ocupados. Así se habría ido enrareciendo el conflicto, que en Gaza alcanza su expresión más dramática; se ha hecho más y más quimérica la negociación, deteriorándose tanto la imagen pública de Israel, como la naturaleza de su democracia y la unidad de su población. Promovidas o toleradas, se han movilizado fuerzas contrarias al compromiso territorial, a la paz por territorios, hoy difíciles de controlar y visibles en el Gobierno, la Administración y las Fuerzas Armadas.

Muy hábiles en interpretar la ideología sionista y la historia judía, tales fuerzas habrían minado la autoridad del Estado de Israel, provocando de nuevo que su Gobierno pelee en Gaza, lugar de difícil salida y embrollado éxito. Otra vez el Estado de Israel ha dado sobradas muestras de indiscutible superioridad militar y de eficacia ofensiva, pero una vez más, y despejado el campo de batalla, queda la percepción de que era innecesaria o desajustada tal violencia, habiéndose perdido la batalla política, ya que los éxitos militares contradicen esa paz justa y duradera invocada en vano desde hace décadas.

Con motivo de la Operación Margen Protector, el anhelo por ese arreglo de paz inencontrable se une a la preocupación ante la evolución de la sociedad y la política israelíes, dominadas por extremistas políticos y religiosos con espacio destacado en la acción pública y capacidad para atizar todos los miedos. Por su actuación, Israel puede pasar de ser aquel Estado constituido para el refugio, la liberación y la democracia de un pueblo, a otro parecido a la Sudáfrica del apartheid.

Ignacio Rupérez es diplomático.

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