La mala educación

Cuentan y no acaban del empeño de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega en presentar la reciente reforma del bachillerato como un ejemplo de «máxima exigencia». Nada más falso, por supuesto. La creación de este curso puente en el que van a convivir los más ociosos de la clase con los que han visto premiado su esfuerzo y aplicación no es otra cosa, en el fondo, que un apaño. Con un horizonte estadístico, por más señas. En la España de hoy, casi un 30 por ciento de jóvenes abandonan sus estudios al terminar la secundaria, lo que nos sitúa a la cola de los países de la Unión Europea. De ahí que el Ministerio de Educación, para tratar de mejorar esos guarismos, se haya inventado un sistema de dos velocidades que lo único que va a conseguir, como ya viene siendo habitual desde la aprobación y puesta en práctica de la LOGSE, es frenar la progresión de los más capaces. En fin, que exigencia, lo que se dice exigencia, más bien poca. Dejémoslo, si les parece, en relajo, holganza y conformidad. Eso sí, edulcorado todo ello con las más nobles intenciones.

Aun así, el interés de la vicepresidenta en asumir, aunque sólo sea de boquilla, un valor que nunca ha estado entre los parámetros de nuestra izquierda, cuando menos en el campo de la educación y en lo que llevamos de democracia, no deja de resultar significativo. Tan significativo como el «Gobierno de España» con que nos martillea desde hace meses el aparato propagandístico de La Moncloa. Si bien se mira, en uno y otro caso lo que se produce es una apropiación nada inocente de unas banderas que hasta la fecha sólo agitaba la oposición. ¿Oportunismo preelectoral? Sin duda. Pero, en lo tocante a la educación, me temo que hay algo más.

Y es que, de un tiempo a esta parte, los grandes timoneles de la reforma educativa dan muestras, en sus declaraciones, de una cierta retracción. Entendámonos: no es que renieguen de nada, faltaría más. La obra que con tanto ahínco han levantado, y que ha comportado la destrucción del viejo sistema de enseñanza, sigue pareciéndoles, en su conjunto, tan necesaria como inevitable. No, por este lado no hay vías de agua. Otra cosa son los resultados. Ahí duele. Sobre todo, porque las cifras no acompañan. Ni las europeas -lo hemos visto-, ni las del informe PISA, que nos sitúan en otra cola, la de los países del mundo desarrollado -con la particularidad de que aquí la evaluación se hace siguiendo un mismo patrón internacional y afecta a la competencia lectora, matemática y científica de los alumnos de secundaria-. Por eso, porque los resultados son los que son, los responsables de la reforma se sienten llamados a dar explicaciones. Y como la excusa de la falta de inversión, de tan trillada, ya no resulta, echan mano de otros pretextos.

Es el caso de Álvaro Marchesi. Para Marchesi («El País», 8-10-2007), al que puede considerarse, sin exagerar un ápice, el verdadero padre de la LOGSE -entre 1986 y 1996 fue, sucesivamente, director general de Renovación Pedagógica y secretario de Estado de Educación-, todo es cuestión de tiempo. De tiempo perdido, para ser exactos. A su juicio, nos falta todavía una década para ponernos a la altura de la media europea. En otras palabras: no vamos a hacer en 17 años lo que los demás países han hecho en 30, que es el tiempo que requieren, según él, los cambios en educación. Bien mirado, puede que Marchesi lleve razón. En especial, si lo que se persigue es el completo arrasamiento del sistema anterior. De todos modos, no estaría de más analizar qué han hecho al término de este periodo de experimentación -o de renovación pedagógica, como sin duda preferirán llamarlo sus adalides- la mayoría de los países europeos que tanta envidia nos causan. Aunque sólo fuera para acabar constatando que lo que han hecho o se proponen hacer -pienso, por ejemplo, en Holanda, Inglaterra o Francia- es, ante todo, desandar lo andado.

Así pues, ya sea porque todavía nos queda un margen de 13 años, ya sea porque el nivel de nuestros educandos está por los suelos, ya sea por la suma de ambos factores, los responsables de la educación en España, con el Gobierno de la Nación a la cabeza -recuerden la «máxima exigencia» de la vicepresidenta-, parecen decididos a optar por la excelencia. ¿Y por qué ahora y no antes?, quizá se pregunten ustedes. Muy sencillo: porque, para los promotores de la reforma, lo primero ha sido siempre la equidad. O lo que ellos entienden por equidad, y que no es otra cosa que la reducción de las diferencias entre los más capaces y los menos capaces. Y a fe que lo han conseguido. Lástima que los sistemas redistributivos no tengan en lo educativo el mismo efecto que en lo económico. Mejor dicho, lástima que tengan el efecto diametralmente opuesto. Lo que en un caso contribuye a elevar el nivel de bienestar del conjunto de la población, en el otro no hace sino sumir a nuestros jóvenes -y, por extensión, a la sociedad de la que forman parte- en la mayor de las mediocridades. ¿Más iguales? Tal vez, pero en ignorancia.

De ahí que no quepa esperar grandes milagros de este supuesto cambio de rumbo del Gobierno en materia educativa. El problema no está en el rumbo; está en la nave. La que botaron en 1990 los partidos de izquierda con la ayuda inestimable de los nacionalismos periféricos -que vieron en ella una oportunidad inmejorable de aumentar su grado de intervención en la definición de los contenidos y en la imposición de la lengua autonómica respectiva- no sirve, a qué engañarse, para esta clase de travesías. Ya puede uno forzar la máquina, que no responde. Lo que está hecho, a todo tirar, para un simple recreo difícilmente podrá aspirar a acometer grandes empresas; bastante tendrá con mantenerse a flote. Para exigir hay que dar, y la enseñanza pública española lleva ya muchos años sin ofrecer a sus alumnos otra cosa que grandes dosis de entretenimiento. Es decir, lo más reñido con el esfuerzo, la voluntad, el rigor, la superación y el afán de conocimiento. O, si lo prefieren, lo más reñido con la excelencia.

Pero aún hay algo más grave. Esta mala educación a la que parecemos condenados, y cuyos valores dominantes han encontrado ya acomodo en no pocos programas de asignatura, lo mismo en primaria que en secundaria y bachillerato, amenaza con expandirse más allá del campo educativo. El ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, ya ha anunciado su intención, en caso de que las urnas sonrían a su partido, de suprimir las oposiciones de ingreso en la carrera judicial. A su juicio, hay que bajar el listón. Por no decir, pura y simplemente, que hay que quitarlo de en medio. Y todo porque, a falta de algo mejor, este listón sirve para medir, de la forma más objetiva e independiente posible, el mérito de cada cual.

«E la nave va...».

Xavier Pericay, escritor.