La (mala) oposición consolidó al bukelismo en El Salvador

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, pronuncia un discurso en una escuela local en Meanguera, El Salvador, el 17 de diciembre de 2020. (Miguel Lemus/EPA-EFE/Shutterstock)
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, pronuncia un discurso en una escuela local en Meanguera, El Salvador, el 17 de diciembre de 2020. (Miguel Lemus/EPA-EFE/Shutterstock)

Ni siquiera Nayib Bukele creía en Nayib Bukele hace apenas cinco años. Él nos lo dijo. Un viernes de junio de 2016, tres colegas nos sentamos con el entonces alcalde de San Salvador, conversamos sin grabadoras tres horas y nos dejó clara su profunda convicción de que él no podía sobrevivir políticamente fuera del que era su partido, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

Aún faltaba más de un año para que el partido lo expulsara, pero el hoy presidente salvadoreño ya coleccionaba encontronazos con la dirigencia. Aquella tarde Bukele nos dijo, amparado en sondeos que había encargado para medir su popularidad, lo que para él era una verdad inamovible: que fuera del FMLN ni siquiera podía aspirar a reelegirse como alcalde en 2018, mucho menos a las presidenciales de 2019.

Y sin embargo.

Cinco años después, Bukele es el presidente de El Salvador, ha creado de la nada Nuevas Ideas, un partido político a su medida que todas las encuestas ubican como el hegemónico, y está a un chasquido de arrasar en las elecciones legislativas y municipales del próximo 28 de febrero.

En la más reciente encuesta de la Universidad Centroamericana (UCA), presentada en diciembre pasado, 64% de los encuestados dijo que votará por el partido de Bukele, mientras que los dos institutos que durante 30 años fueron los pilares del sistema político salvadoreño —el derechista ARENA y el FMLN— recibieron apenas 6% y 5% de las intenciones de voto, respectivamente. Y esta de la UCA es, entre todas las publicadas, una de las encuestas más benévolas con la oposición.

Ya lo había dicho medio año atrás: Bukele luce cada vez más indestructible. Y esta consolidación del bukelismo ha ocurrido en 2020, el primer año completo de su quinquenio, cuando se perdieron 82,000 empleos formales en un país de menos de siete millones de habitantes, el Producto Interno Bruto se ha desplomado -8.6 %, la gestión de pandemia fue señalada por organizaciones internacionales como violatoria de los derechos humanos, y el periodismo ha revelado suficiente corrupción como para inferir que, en este tema, no hay mucha diferencia entre el gobierno actual y los que le precedieron.

A pesar del panorama oscuro en lo social y en lo económico, a pesar de episodios que explicitan el talante autoritario del presidente, como la militarización de la Asamblea Legislativa el 9 de febrero de 2020, Bukele no solo ha mantenido los niveles de aprobación que le permitieron ganar las elecciones, sino que los ha aumentado.

¿Por qué el bukelismo no ha dejado de ganar adeptos en medio de la tormenta perfecta? ¿Por qué uno de los sistemas político-partidarios más longevos y estables de América Latina se ha diluido como un cubo de azúcar? ¿Por qué los salvadoreños están dispuestos a entregar a Bukele la mayoría calificada en la Asamblea —56 de los 84 diputados—, la llave para gobernar a medio plazo casi sin contrapesos?

Antes, y sobre todo después de asumir la presidencia, Bukele ha amarrado su gestión a un poderoso aparato de propaganda y publicidad. Fue publicista antes que político, y tanto él como sus asesores han demostrado saber vender los logros, amortiguar los escándalos, imponer la agenda y neutralizar a adversarios.

Pero esa maquinaria propagandística bien aceitada, maquiavélica y en constante crecimiento —en 2020 el gobierno ha puesto en circulación un diario impreso y ha convertido los noticieros de la televisión estatal en un canal de autopromoción— es insuficiente por sí sola para explicar el éxito del bukelismo.

Que en menos de un lustro Bukele haya pasado de estar él mismo convencido de que fuera del FMLN no era nada, a convertirse en uno de los presidentes con mayor aprobación del mundo, se explica también por el rol adoptado por las oposiciones.

Los partidos tradicionales —ARENA y FMLN, sobre todo— son el cuco que Bukele azuza para retener y sumar adeptos. Su cuenta de Twitter es una ametralladora de alusiones despectivas a “ARENAFRENTE” o a “los mismos de siempre”, consciente de que ese rechazo visceral a areneros y efemelenistas es quizá el único pegamento que mantiene unido al bukelismo, un movimiento heterogéneo y que rehúye de las etiquetas izquierda-derecha.

En vez de renovar liderazgos caducos y de marcar distancia con su pasado, para tratar siquiera de reconciliarse con los que hasta ayer eran sus votantes, los otrora partidos hegemónicos prefirieron atrincherarse en las instituciones que todavía controlan. Las urnas dictarán sentencia el 28 de febrero sobre lo que las encuestas perfilan como una estrategia suicida: querer medirse de tú a tú con Bukele, en su terreno y con los armarios llenos de cadáveres.

Por acción u omisión, por lo hecho y lo dejado de hacer, la oposición —paradójicamente— ha terminado siendo uno de los elementos que más y mejor ha contribuido a la consolidación del bukelismo en El Salvador.

Con el tándem ARENA-FMLN erigido como antagonista, al poderoso aparato propagandístico oficial le ha bastado con presentar como sus apéndices —lo sean o no— a periodistas, partidos políticos de nuevo cuño, académicos, ONG, fundaciones, feministas, universidades y a cuanta voz se ha alzado para advertir del peligro que supone para la sociedad que un personaje como Bukele concentre tanto poder en una democracia en ciernes como la salvadoreña.

La noche electoral pinta larga y fea para las oposiciones. Los dos tercios de las curules en la Asamblea y la inmensa mayoría de los gobiernos locales están al alcance de lo que ya comienza a llamarse la aplanadora cian, por el color que identifica a Nuevas Ideas.

Los salvadoreños parecen haber decidido empacharse de Bukele y de bukelismo, un viaje a lo desconocido en el que están en juego la democracia y el estado de Derecho. Lo surrealista, lo tragicómico, lo salvadoreñísimo, es que ese viaje, a la velocidad que ha ocurrido, no habría sido posible sin la complicidad involuntaria de las voces que más adversan al bukelismo: las de las oposiciones.

Roberto Valencia es periodista y escritor en El Salvador. Su libro más reciente es ‘Carta desde Zacatraz’.

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