Ya he escrito con anterioridad (en un tuit) que nadie que recorra Europa Occidental, especialmente en verano, puede dejar de impresionarse por la riqueza y la belleza del continente, así como por su calidad de vida. Este último rasgo es menos visible en Estados Unidos (a pesar de tener una renta per capita más alta), en parte porque el país es más grande y tiene menor densidad de población, de forma que el viajero no se encuentra con el espectáculo de una campiña impecablemente mantenida, salpicada de castillos, museos, excelentes restaurantes con wifi, que sí puede ver en Francia, en Italia o en España.
Creo que se puede decir sin temor a equivocarse que ningún pueblo, en la historia del mundo, ha vivido tan bien como los europeos occidentales hoy, en particular los italianos. Y, sin embargo, como es bien sabido, existe en todo el continente un profundo malestar, incluso en Italia, un descontento por el funcionamiento de la política europea, la inmigración, las perspectivas de los jóvenes, la precariedad del empleo, la imposibilidad de competir con la mano de obra asiática, más barata, o de ponerse a la altura de los gigantes de la TI y la cultura de las start-ups de Estados Unidos. Pero hoy no voy a escribir de esas cosas. Me gustaría centrarme en dos “maldiciones de los ricos” que, por paradójico que parezca, la prosperidad de Europa pone al descubierto.
La primera maldición de los ricos está relacionada con la inmigración. El hecho de que la Unión Europea sea tan próspera y pacífica, en comparación con sus vecinos del Este (Ucrania, Moldavia, los Balcanes, Turquía) y, sobre todo, con Oriente Próximo y África, hace que sea un destino excelente para los inmigrantes. La diferencia entre las rentas del “núcleo” de la antigua UE de 15 miembros, por un lado, y Oriente Próximo y África, por otro, no solo es inmensa sino que ha aumentado. En la actualidad, el PIB per capita de Europa Occidental es ligeramente inferior a 40.000 dólares; el de África subsahariana es 3.500 dólares (11 veces menos). En 1970, el PIB per capita de Europa Occidental era 18.000 dólares, y el de África subsahariana, 2.600 dólares (siete veces menos). Dado que los habitantes de África pueden multiplicar sus ingresos por 10 si emigran a Europa, no es extraño que, a pesar de todos los obstáculos que se les ponen en el camino, sigan viniendo. (¿Le daría igual a un holandés, por ejemplo, ganar 50.000 euros anuales en Holanda que medio millón en Nueva Zelanda?)
Con esta diferencia de rentas, la presión migratoria va a continuar e incluso aumentar durante los próximos 50 años o más, aunque África, en este siglo, empiece a ponerse a la altura de Europa (es decir, a crecer a un ritmo superior al de la UE). Y tampoco es estático el número de personas que llaman a las puertas de Europa. África es el continente con la mayor expectativa de crecimiento demográfico, de modo que el número de posibles emigrantes aumentará de forma exponencial. Si la proporción actual entre la población de África subsahariana y la de la UE es de 1.000 millones frente a 500 millones, de aquí a unos 30 años será probablemente de 2.200 millones frente a 500 millones.
La inmigración, como es sabido, crea unas presiones políticas insostenibles para los países europeos. Todo el sistema político está conmocionado, como muestran los gritos de Italia de que sus socios europeos la han abandonado a su suerte frente a la inmigración y las decisiones de Austria y de Hungría de construir muros. No hay casi un país en Europa cuyo sistema político no se haya visto sacudido por la inmigración: los giros hacia la derecha en Suecia, Holanda y Dinamarca, la llegada al parlamento de AfD en Alemania, el resurgir de Nuevo Amanecer en Grecia.
Además de la inmigración, la segunda cuestión que alimenta el malestar político en Europa es el aumento de las desigualdades de rentas y riqueza. Las desigualdades europeas también son en parte una “maldición de los ricos”. La riqueza de los países cuya renta anual aumenta durante varias décadas sucesivas no crece de forma proporcional a la renta, sino que crece más. El motivo son los ahorros y la acumulación de riquezas. Suiza no solo es un país más rico que India por su producción anual de bienes y servicios (la relación entre el PIB per capita de los dos países, a tipos de cambio de mercado, es de 50 a 1), sino que lo es todavía más en función de la riqueza por adulto (una proporción de casi 100 a 1).
Lo que indica el hecho de que la relación entre riqueza y rentas aumente a medida que los países se vuelven más prósperos es que el volumen de las rentas del capital tiende a aumentar más deprisa que el PIB. Cuando la riqueza está muy concentrada, como ocurre en todos los países ricos, el incremento de la cuota del capital en la producción total genera de forma casi automática un incremento en la desigualdad de rentas entre personas.
Dicho en términos sencillos: lo que ocurre es que la fuente de ingresos repartida de forma más desigual (beneficios, interés, dividendos) aumenta más deprisa que la fuente repartida de forma menos desigual (salarios). Por tanto, si el propio crecimiento tiende a crear más desigualdad, es evidente que se necesitan medidas más fuertes para impedir ese aumento.
Lo malo es que en Europa, como en Estados Unidos, falta la voluntad política (y quizá es difícil pedirla en la era de la globalización, cuando el capital tiene total movilidad) para subir los impuestos a los que más ganan, volver a implantar en muchos países el impuesto de sucesión o aprobar políticas que favorezcan más a los pequeños inversores que a los grandes. El resultado es la parálisis política ante las turbulencias.
Si unimos estas dos tendencias a largo plazo —la presión migratoria constante y el aumento casi automático de las desigualdades—, los dos problemas que envenenan hoy la atmósfera política europea, y las comparamos con la dificultad de actuar con decisión para resolver alguno de ellos, es lógico que se prevean nuevas convulsiones políticas.
Esto no va a ser cosa de un par de años. Y tampoco tiene sentido acusar a los “populistas” de irresponsabilidad ni creer que las preferencias de la gente están distorsionadas por las “falsas noticias”. Los problemas son reales, y exigen soluciones que también lo sean.
Branko Milanovic es economista y profesor en la Escuela de Políticas Públicas de la Universidad de Maryland. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.