La maldición de Pandora

El concepto línea roja se acuñó para describir «un punto imaginario de no retorno. Un límite que, una vez trasgredido, la seguridad ya no puede garantizarse». Es una frontera marcada por el sentido común, la buena voluntad, también por el respeto. Dicho de otro modo, es un constructo social que evita que las personas trasgredan ciertos límites por consideración a otros y también a sí mismas.

Antes de que existieran las leyes regían ya estas normas de obligado cumplimiento porque, como señala Yuval Harari en su libro «Sapiens», el ser humano ha llegado a convertirse en lo que ahora es gracias a su capacidad de crear convenciones compartidas. Y es precisamente sobre esas convenciones, que entre todos hemos «pactado», donde se sustenta la convivencia y, en último término, la civilización. Por eso, hasta las sociedades más primitivas tienen su código de conducta, sus normas, unas que rigen incluso entre los colectivos menos amantes de las leyes, como la mafia o las sociedades secretas, y las cumplen a rajatabla. Mientras la ley es lenta en su aplicación, las líneas rojas son instantáneas, sirven para conjurar confrontaciones ya sin retorno y también, si hablamos de política, para alejar el peligro de que los poderosos abusen de sus potestades y retuerzan las leyes a su antojo.

La maldición de PandoraEl hecho de que sátrapas, tiranos y dictadores se salten líneas rojas y obvien las leyes no sorprende a nadie. ¿Pero qué ocurre cuando quienes lo hacen son líderes que rigen los destinos de los países más avanzados, mandatarios que, en vez de mostrarse ejemplares, deciden emular a los peores adoptando tics autoritarios y antidemocráticos? El epítome de este tipo de comportamiento es Donald Trump y no hace falta hacer recuento de sus mil arbitrariedades y trasgresiones. Pero el ejemplo ha cundido y, en el muy civilizado Reino Unido, tenemos a Boris Johnson, que después de intentar hace unos meses violentar la neutralidad de la Reina para que el Parlamento no pudiese frenar el Brexit duro, anuncia ahora su intención de no honorar lo firmado con la Unión Europea con respecto a las regulaciones comerciales entre Irlanda del Norte y el Reino Unido.

En España, por su parte, hace tiempo que todas las líneas rojas saltaron por los aires. ¿Por dónde empezar a enumerar las que se han sobrepasado? Los independentistas tienen el dudoso honor de haber sido los primeros. Desde proclamar la independencia hasta desobedecer a los tribunales, nada les pasa factura, porque otra de las anomalías de las sociedades modernas es tener que contemplar cómo los infractores logran salirse con la suya al convertir sus delitos en victimismo. Y funciona. Porque, como señalaba Arturo Pérez Reverte en un artículo reciente, hacerse la víctima hoy en día otorga patente de corso para cualquier infamia.

Desde que llegó al Gobierno (e incluso en su modo de hacerlo) Pedro Sánchez se unió con entusiasmo a la barra libre. Y no solo eso. Ha conseguido hacer creer que todo lo que acontece es culpa de otros, en especial de la derecha insolidaria, antipatriota y protogolpista. Por eso, según él y sus muy eficaces gurús maestros en el arte de crear espejismos, al grito de ¡Que vienen los fascistas!, todo vale con tal de salvar al país de tan atroz amenaza. El método es tan viejo como eficaz. De hecho es el mismo que usan todos los países totalitarios desde Cuba a Venezuela amén de otros pseudo democráticos como Rusia o Turquía. Así, a la siempre útil existencia de un supuesto «enemigo interior» (que junto con el chivo expiatorio son los mejores amigos de todo gobernante autoritario) se suma otra argucia bien conocida de los politólogos y de no menos probada eficacia. La llaman la Táctica Salami que consiste, precisamente, en traspasar, sin prisa pero sin pausa, una y luego otra y otra línea roja, cercenando cada vez pequeñas rebanadas de libertad hasta que, cuando el ciudadano quiere darse cuenta, nada quede de ella.

Y este tercer ardid también funciona porque así una tropelía tapa otra de modo que pasados un par de días, nadie se acuerda de la anterior mientras el ciudadano, entre inerte y patidifuso, se pregunta cómo este tipo de derivas antidemocráticas pueden prosperar en un país del primer mundo como el nuestro. Alguien acudirá a en nuestra ayuda, se dice ese ciudadano, Europa quizá, la separación de poderes, la monarquía o el resto de las instituciones, añade esperanzado, sin reparar en que el respeto de un gobernante por las leyes es como la virginidad, solo se puede perder una vez y a partir de ahí, ancha es Castilla. Tampoco esta circunstancia es nueva. Que los salvapatrias -y, menos épicamente hablando, los que solo aspiran a salvar su culo político- son capaces de todo, es cosa más que sabida. El dato alarmante en mi opinión es que el estupor de ver con qué impudicia y obscenidad se trasgrede todo lo intrasgredible ha creado en nosotros, muy civilizados ciudadanos del siglo XXI, acostumbrados a pensar que la democracia nos ampara de todo mal, una asombrada y estupefacta parálisis. Una que recuerda demasiado a la que se produjo en la Europa de entreguerras.

Decía Churchill que construir una civilización lleva siglos mientras que para destruirla basta con saltarse las convenciones y las reglas de juego que entre todos nos hemos dado. Esta frase la pronunció cuando en Europa comenzaban a oírse, aún lejanos, los primeros tambores de guerra. Yo no creo que estemos en una situación ni remotamente parecida, pero basta con mirar alrededor para constatar que otra de las estrategias de los populistas que empiezan traspasando líneas rojas y acaban violando la ley es, para justificarse, sembrar discordia, fomentar la confrontación social, crear agravios inexistentes, despertar al odio. Y, una vez abierta esa última caja de Pandora que tan irresponsablemente ven como una aliada más para mantenerse en el poder, nadie, ni siquiera ellos mismos, sabe cómo cerrarla. Es la maldición de Pandora. Según el mito clásico, lo único que quedó en el fondo de la caja cuando Pandora la abrió dejando escapar todos los males imaginables, fue la esperanza. A ella habrá que agarrarse sabedores de que, en último término, solo nosotros, los ciudadanos, denunciando sus tropelías y, sobre todo, evitando caer en sus provocaciones, podremos ponerles coto.

Carmen Posadas es escritora.

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