El catalanismo, tanto en su aspecto como en su función, se parece muchísimo al líquido amniótico. Por un lado, es envolvente, aunque su carácter acuoso, translúcido, hace que uno se olvide a veces de su presencia. Por otro, protege al cuerpo político, lo alimenta y le garantiza, en último término, un desarrollo normal. De ahí que en Cataluña, sin su concurso, toda opción partidista esté condenada, si no al infierno, sí cuando menos al purgatorio. Y de ahí que sean pocos los que se arriesgan a vivir al margen de sus fluidos.
Por supuesto, el catalanismo es una ideología. Una ideología transversal, pero una ideología, al cabo. Quiero decir que persigue unos determinados fines políticos, llámesele autonomía, Estado asociado o Estado puro.
Esa verdad de Perogrullo saca de quicio a los catalanistas. Para ellos, el catalanismo es una condición. O un estado de ánimo. Algo así como haber nacido rubio, con ojos azules y, encima, simpático. O lo contrario, tanto da. Aquí lo relevante no es el qué sino el dónde. Eso es, haber nacido en un trozo de tierra y no en otro. Y haber tomado conciencia de la trascendencia del hecho. Luego está la voluntad, claro. La voluntad de ser y la de defender lo que uno cree que es. En este sentido, no es lo mismo ser catalán que catalanista. El sufijo importa. En el sufijo está la voluntad, y sin la savia de esa voluntad toda raíz acaba siendo una raíz inútil, sobrante, muerta.
Ya desde sus primeros balbuceos, allá a finales del siglo XIX, el catalanismo gusta de definirse como una suerte de casa común, en la que caben todos. Ese afán por esconder la política y sus diferencias bajo el abrigo del catalanismo viene, pues, de antiguo, por lo que puede afirmarse que tiene un carácter constituyente. Con todo, las diferencias no tardarán en aflorar. Y lo harán siguiendo distintos ejes. Por ejemplo, el de la forma de gobierno, que si monarquía, que si república. O el de la confesionalidad, que si catolicismo, que si anticlericalismo. O el de la ideología, que si derecha conservadora, que si izquierda progresista -y sin que semejante disyuntiva deba corresponderse a la fuerza, miembro por miembro, con las dos anteriores-. O, claro está, el de la intensidad del propio sentimiento catalanista, que si más moderado, que si más radical. Aun así, ninguna de esas diferencias logrará jamás -ni siquiera en los años aciagos de la Segunda República, o en los trágicos de la guerra civil- diluir por completo la sensación de pertenencia al tronco común.
Otra de las características constitutivas del catalanismo es el nacionalismo. Dicho de otro modo: ya desde los comienzos del movimiento, sus paladines proclaman que Cataluña es una nación. ¿Y España, entonces? España, no, España es sólo un estado, el Estado español. Es cierto que todo ello se origina en una época políticamente convulsa, en la que España da signos evidentes de flaqueza, lo mismo en el interior -el descrédito del modelo de la Restauración, lastrado por su caciquismo y su cunerismo- que en el exterior -la crisis del 98-. Pero también lo es que en tiempos de bonanza, con un Estado de las Autonomías desarrollado hasta el último recoveco competencial, el patrón ha permanecido inalterable -baste recordar lo sucedido con el proceso de reforma del actual Estatuto de Autonomía-, aun cuando algunos se hayan empeñado en teorizar sobre la existencia de una supuesta «nación de naciones» y otros continúen insistiendo en que no hay que confundir catalanismo y nacionalismo.
No, el amnios sigue vivo. O se está dentro o se está fuera. No existe término medio. Y, por descontado, la inclusión -o sea, la pertenencia al cuerpo político- conlleva el cumplimiento fiel de una serie de mandamientos. Aunque mejor sería hablar de un único mandamiento, pues todos, en definitiva, terminan por resumirse en uno: «No dependerás de Madrid». O, lo que es lo mismo: «Sólo rendirás cuentas a Cataluña». En este ejercicio de soberanía, el Partido de los Socialistas de Cataluña constituye sin duda un caso atípico y, por ello, extremo. Se trata de un partido independiente, capaz de tomar sus propias decisiones, pero con un vínculo federal con el Partido Socialista Obrero Español que le ocasiona no pocos disgustos. Piénsese, por ejemplo, en aquel grupo parlamentario propio que el PSC tuvo hace décadas en el Congreso de los Diputados y que Pasqual Maragall continúa añorando y reclamando en sus epístolas vanguardistas. O en el desafecto que su defensa del nuevo Estatuto ha provocado en una parte significativa de sus votantes, mucho más partidaria de lo obrero y de lo español que de las derivas identitarias de sus dirigentes. Pero, con más o menos disgustos, los socialistas catalanes se mantienen en sus trece. O sea, fieles al adjetivo, que es como decir a la familia. Y, encima, gobernando.
No es éste el caso del Partido Popular de Cataluña. No lo ha sido nunca. Y es muy probable que nunca llegue a serlo. Sus orígenes, claro, aquella Alianza Popular de 1977, tan «Ancien Régime». Pero también su recorrido ulterior, con refundación incluida. El catalanismo actual no sólo es heredero del antifranquismo, sino que sigue bebiendo de él. Por eso necesita la otra cara de la moneda, aunque sea en sueños. Y el Partido Popular, empezando por el de Cataluña, le va que ni pintado para encarnar este reverso. Del mismo modo que la cara opuesta al antifranquismo es el franquismo, la opuesta al catalanismo no puede ser otra que el anticatalanismo. O, si lo prefieren, el españolismo. Rancio, faltaría más.
De ahí que la tentativa de Josep Piqué de ampliar la base electoral del partido por el lado del catalanismo estuviera condenada de antemano al fracaso. Y ello a pesar de que su propio perfil catalanista -una juventud comunista y un par de años en un cargo directivo de la Generalitat pujolista- y un viento político favorable -su llegada a la presidencia catalana se produjo con Aznar todavía en La Moncloa- permitieran abrigar al principio alguna esperanza. Pura ilusión. En cuanto el viento giró, y, en especial, en cuanto se desató el huracán estatutario, la maldición del catalanismo cayó con toda su fuerza sobre el PP de Josep Piqué.
Los malos resultados en autonómicas y municipales y unas expectativas que, a estas alturas, cabe presumir incluso peores no han sido sino la consecuencia de una operación que, aun siendo bien intencionada, difícilmente podía tener otro final: ni se ha ensanchado la base electoral por el lado del catalanismo, ni se ha conservado el apego de todos aquellos que siempre habían votado hasta entonces al partido.
Habrá que ver lo que depara, en los próximos meses, la presidencia de Daniel Sirera. A juzgar por sus primeras declaraciones, parece que la aventura catalanista del partido ha concluido y que la prioridad, en estos momentos, es recuperar lo perdido. No hay duda que, para vencer en las elecciones generales, resulta imprescindible obtener un buen resultado en Cataluña. Aunque luego, llegada la hora de intentar gobernar y a falta de mayoría absoluta, haya que pactar, entre otras opciones, con Convergencia i Unió.
Sí, con el mismísimo catalanismo.
Xavier Pericay, escritor.